29 de agosto de 2009

Ser infeliz

Cuando ya se volvió insoportable –una noche de noviembre–, corrí sobre la estrecha alfombra de mi habitación como en una pista de carreras y, asustado por la visión de la calle iluminada, me di la vuelta, encontré un nuevo objetivo en la base del espejo, y grité, sólo para escuchar el grito, al que nada responde y al que nada mitiga la fuerza
del gritar y que, por consiguiente, se eleva sin contrapeso alguno, sin cesar, aun cuando enmudece; entonces se desencajó la puerta de la pared, deprisa, pues la prisa era necesaria, y hasta los caballos del coche, abajo, en el empedrado, se irguieron como bestias que se tornan salvajes en la batalla, ofreciendo las gargantas.
Como si fuera un pequeño espectro, un niño salió del oscuro pasillo, en el que aún no ardía la lámpara, y permaneció de puntillas sobre una tabla de madera que se balanceaba imperceptiblemente.
Cegado por la luz crepuscular de la habitación, quiso taparse rápidamente el rostro con las manos, pero se tranquilizó de improviso al mirar hacia la ventana, cuando comprobó que el reflejo de la iluminación callejera, impulsado hacia arriba, no lograba desplazar del todo a la oscuridad. Apoyado en el codo derecho, se mantuvo erguido ante la puerta abierta, pegado a la pared de la habitación, y dejó que la corriente de aire procedente del exterior acariciase las articulaciones de los pies, y también que recorriese el cuello y las mejillas.
Lo miré durante un rato, luego dije «buenos días» y retiré la chaqueta de la pantalla de la estufa, ya que no quería permanecer medio desnudo. Durante un tiempo mantuve la boca abierta, para que la excitación me abandonase por la boca. Tenía una saliva desagradable, los párpados me vibraban, en suma, lo único que me faltaba era esa visita inesperada.
El niño estaba todavía junto a la pared, en el mismo sitio, presionaba la mano derecha contra el muro y, con las mejillas coloradas, nunca quedaba saciado de frotar la blanca pared con la punta de los dedos, pues era granulada. Dije:
–¿Realmente ha querido venir a mi casa? ¿No se trata de un error?
No hay nada más fácil que equivocarse en esta casa tan grande. Yo me llamo «fulano», vivo en el tercer piso. ¿Es a mí a quien quiere visitar?
–¡Silencio! ¡Silencio! –dijo el niño hablando sobre el hombro–.
Todo es correcto.
–Entonces entre en la habitación, quisiera cerrar la puerta.
–Acabo de cerrar la puerta. No se preocupe. Tranquilícese de una vez.
–No hable de «preocuparme». Pero en ese pasillo vive mucha gente, todos son, naturalmente, conocidos míos; la mayoría regresan ahora de sus negocios; si usted escucha que hablan en una habitación, ¿cree usted tener el derecho de abrir y mirar lo que ocurre? Esa gente ha dejado a sus espaldas el trabajo diario; ¡a quién se habrán sometido en su efímera libertad vespertina! Por lo demás, usted ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta.
–Sí, ¿y qué? ¿Qué quiere usted? Por mí puede venir toda la casa.
Y, además, se lo repito, ya he cerrado la puerta, ¿o acaso cree que sólo usted puede cerrarla? He cerrado con llave.
–Entonces está bien. No quiero más. No era necesario que cerrase con llave. Y ahora póngase cómodo, ya que está aquí. Es usted mi huésped, confíe en mí. Siéntase como en su casa, sin miedo. No le obligaré ni a quedarse ni a irse. ¿Debo decirlo? ¿Me conoce tan mal?
–No, realmente no era necesario que lo dijera. Aún más, no lo debería haber dicho. Soy un niño; ¿por qué tantos problemas por mi causa?
–No, no pasa nada. Naturalmente, un niño. Pero usted no es tan pequeño. Ya está usted bastante crecido. Si fuera una muchacha, seguro que no podría encerrarse conmigo así, sin más, en la habitación.
–Sobre eso no tenemos que preocuparnos. Yo sólo quería decir que el conocerle tan bien no me protege de nada, sólo le libera del esfuerzo de tener que mentirme. No obstante, me hace cumplidos.
Déjelo, se lo pido, déjelo. A ello se añade que no le conozco en todas partes y en todo el tiempo, y menos en estas tinieblas. Sería mejor que encendiese la luz. No, mejor no. De todos modos le tengo que advertir que ya me ha amenazado.
–¿Cómo? ¿Qué le he amenazado? Pero se lo suplico. Estoy tan contento de que por fin esté aquí. Digo «por fin», ya que es tarde. Me resulta incomprensible por qué ha venido tan tarde. Es posible que yo haya hablado de un modo confuso, debido a mi alegría, y que usted me haya entendido mal. Que yo haya hablado de esa manera, lo reconozco una y mil veces, sí, le he amenazado con todo lo que usted quiera.
Pero, por favor, ¡por el amor de Dios!, ninguna disputa. Aunque, ¿cómo puede creer usted algo semejante? ¿Cómo puede mortificarme de esta manera? ¿Por qué quiere usted amargarme a toda costa el pequeño rato de su estancia aquí? Un extraño sería más complaciente que usted.
–Ya lo creo, eso no es ninguna novedad. Por naturaleza puedo acercarme a usted tanto como un extraño. Eso ya lo sabe usted, ¿para qué entonces esa melancolía? Diga directamente que quiere hacer comedia y me iré al instante.
–¿Ah, sí? ¿También se atreve a decirme eso? Usted es audaz en demasía. A fin de cuentas se halla en mi habitación y, además, no ha parado un momento de frotar como un loco la pared con los dedos.
¡Mi habitación, mi pared! Y, por añadidura, todo lo que dice no es sólo una frescura, sino ridículo. Usted dice que su naturaleza le obliga a hablar conmigo de esa manera. ¿Realmente es así? ¿Su naturaleza le obliga? Muy amable por parte de su naturaleza. Su naturaleza es mía, y si yo me comporto amablemente, por naturaleza, con usted, usted no puede sino hacer lo mismo.
–¿Eso es amabilidad?
–Hablo de antes.
–¿Sabe usted cómo seré más tarde?
–No sé nada.
Y me fui a la mesita de noche, donde encendí la vela. En aquel tiempo, mi habitación no disponía de gas ni de luz eléctrica. Permanecí un rato allí sentado, hasta que me cansé; luego me puse el abrigo, cogí el sombrero del canapé y apagué la vela. Al salir tropecé con una de las patas del sillón.
En la escalera me encontré con uno de los inquilinos del mismo piso.
–Ya sale usted otra vez, ¿eh, granuja? –preguntó descansando sólidamente sobre sus dos piernas abiertas.
–¿Qué puedo hacer? –dije yo–, acabo de tener a un fantasma en la habitación.
–Lo dice tan insatisfecho como si hubiera encontrado un pelo en la sopa.
–Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma.
–Eso es verdad. Pero, ¿qué ocurre si no se cree en fantasmas?
–¿Quiere dar a entender que creo en fantasmas? ¿En qué me ayudaría esa incredulidad?
–Muy fácil. Usted ya no debe tener miedo cuando le visita un fantasma.
–Sí, pero ése es un miedo secundario. El miedo real es el miedo que produce la causa que ha provocado la aparición. Y ese miedo permanece.
Precisamente lo tengo ahora, y enorme, en mi interior.
Comencé a registrar todos mis bolsillos por los nervios.
–¡Pero ya que no sintió propiamente miedo ante la aparición, podría haberse planteado tranquilamente la pregunta acerca de su causa!
–Resulta notorio que usted todavía no ha hablado con fantasmas.
De ellos no se puede recibir nunca una información clara. Todo es un divagar aquí y allá. Esos fantasmas parecen dudar de su existencia más de lo que nosotros lo hacemos, lo que, por lo demás, y debido a su abatimiento, no produce ninguna sorpresa.
–Sin embargo, he oído que se les puede rellenar.
–Ahí está usted bien informado. Eso sí que se puede hacer, ¿pero a quién le interesa?
–¿Por qué no? Si se trata, por ejemplo, de un fantasma femenino
–dijo, y subió un escalón más.
–¡Ah, ya! –dije–, pero aun así no está dispuesto.
Me despedí. Mi vecino estaba ya tan alto que para verme necesitaba inclinarse bajo una bóveda formada por la escalera.
–No obstante –le grité–, si me quita a mi fantasma, hemos terminado y para siempre.
–Pero si sólo fue una broma –dijo, y retiró la cabeza.
–Entonces está bien –dije.
Podría haber salido tranquilamente a pasear, pero me sentí tan abandonado que preferí subir y acostarme.

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