27 de febrero de 2010

El barril de amontillado

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
-Vamos, vamos allá.
-¿Adónde?
-A sus bodegas.
-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
-No tengo ningún compromiso. Vamos.
-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
-¿Y el barril? -preguntó.
-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
-¿Salitre? -me preguntó, por fin.
-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
-No es nada -dijo por último.
-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He olvidado cuáles eran sus armas.
-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy bien! -dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprende usted? -preguntó.
-No -le contesté.
-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No pertenece usted a la masonería?
-Sí, sí -dije-; sí, sí.
-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
-Un masón -repliqué.
-A ver, un signo -dijo.
-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
-Cierto -repliqué-, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
-El amontillado -dije.
-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -dije-; vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

26 de febrero de 2010

Alfred Wadham: El Ahorcado

Le estuve hablando al padre Denys Hanbuky sobre una extraordinaria sesión de espiritismo a la que había asistido unos días antes. La médium, en trance, había dicho una serie de cosas desconocidas para todos salvo para mí y un amigo mío que había muerto recientemente, y que según la médium, estaba presente y me hablaba por medio de ella. Naturalmente, desde el punto de vista estrictamente científico, el único desde el que deberíamos abordar esos fenómenos, esa información no era una prueba auténtica de que el espíritu de mi amigo estuviera en contacto con ella, pues aquello ya lo conocía yo, y mediante algún proceso telepático pudo ser comunicado a la médium a través de mi cerebro, y no mediante la intervención del fallecido.
Además ella no hablaba con su voz ordinaria, sino con una que, ciertamente, se asemejaba a la de mi amigo. Pero yo también conocía su voz; estaba en mi memoria lo mismo que las cosas que ella decía. Por tanto, tal cómo le comenté al padre Denys, había que descartar aquello como una prueba positiva de que la comunicación procedía del otro lado de la muerte.
—La explicación telepática es posible —le dije—, y tenemos que aceptar cualquier explicación conocida que dé cuenta de los hechos antes de concluir que los muertos han regresado y contactado con el mundo material.
Aunque la habitación estaba cálida vi que él se estremeció ligeramente, y acercando un poco más la silla al fuego extendió las manos ante las llamas. Qué manos eran aquéllas: hermosas y expresivas, muy semejantes a las manos en oración de Alberto Durero: las llamas brillaban a través de ellas como si lo hicieran a través de un alabastro rojo-rosado. Sacudió la cabeza.
—Es algo terriblemente peligroso tratar de entrar en comunicación con los muertos —me dijo—. Si parece que entra en contacto con ellos corre el riesgo de establecerla conexión no con ellos, sino con inteligencias terribles y peligrosas.
Estudie la telepatía, pues es una de las maravillas de la mente que deberíamos investigar, como cualquier otro maravilloso secreto de la naturaleza. Pero le he interrumpido: dijo que sucedió algo más. Hábleme de ello.
Yo conocía el credo del padre Denys acerca de esas cosas, y lo deploraba. Tal como su iglesia le exige, sostiene que la relación con los espíritus de los muertos es imposible, y que cuando parece producirse, tal como indudablemente sucede, el investigador está en realidad en contacto con una especie de demonio dramático que está tomando la personalidad del espíritu del muerto. Tal cosa me pareció siempre monstruosa y carente de fundamento, y no he podido descubrir nada en las fuentes reconocidas de la doctrina cristiana que justifique dicho punto de vista.
—Sí, ahora viene lo extraño —proseguí—. Pues hablando todavía con la voz de mi amigo, la médium me dijo algo que al instante creí que era falso. Por tanto no pudo ser transmitido telepáticamente por mí. Cuando la sesión hubo terminado, y para convencerme de que aquello no podía proceder de él, examiné el diario de mi amigo, que me había legado a su muerte y me acababan de enviar los albaceas, de manera que seguía todavía empaquetado. Encontré allí una entrada que demostraba que lo que había dicho la médium era absolutamente cierto. Algo —y no necesito entrar en ello— había sucedido exactamente tal como ella lo había dicho, aunque
hubiera deseado poder jurar lo contrario. Aquello no podía haber llegado a la mente de la médium desde mi propia mente, y no existe ninguna fuente en la que yo pueda pensar desde la que ella pudiera obtener ese dato, salvo de mi amigo. ¿Qué dice usted a eso?
—No cambio en absoluto mi posición —me contestó sacudiendo la cabeza—. Esa información, aceptando que no procediera de su mente, lo que ciertamente parece imposible, procedería de algún ser desencarnado. Pero no del espíritu de su amigo: venía de alguna inteligencia maligna y horrible.
—¿Y no es eso pura suposición? —pregunté—. Seguramente es mucho más simple decir que, bajo ciertas condiciones, los muertos pueden comunicarse con nosotros. ¿Por qué meter aquí al diablo?
—No es demasiado tarde —contestó mirando el reloj—. A no ser que quiera irse a la cama, concédame su atención durante media hora y trataré de demostrárselo. El resto de la historia es lo que me contó el padre Denys, y lo que sucedió inmediatamente después.
—Aunque usted no es católico, pienso que estará de acuerdo conmigo acerca de una institución que juega un importante papel en nuestro ministerio, me refiero a la confesión, por lo sagrado de ésta y su inviolabilidad. Una alma cargada por el pecado llega a su confesor sabiendo que éste está hablando con aquél que tiene el poder de darnos o retirarnos el perdón, pero que nunca, por razón alguna, repetirá o sugerirá lo que se le ha contado. Si existiera la más ligera posibilidad de que la confesión del penitente se diera a conocer a algún otro, salvo al propio penitente, con
propósitos de expiación o de deshacer algún error, nadie se confesaría nunca. La iglesia perdería el más importante baluarte que posee sobre las almas de los hombres, y las almas de los hombres perderían ese consuelo inestimable de saber (no simplemente de esperar, sino saber) que sus pecados les han sido perdonados.
Evidentemente el sacerdote puede no dar la absolución si no está convencido de hallarse frente a un penitente auténtico, y antes de darla insistirá en que el penitente repare, en la medida en la que le sea posible, el mal que ha hecho. Si se ha beneficiado de su deshonestidad, deberá hacer el bien: cualquiera que sea el crimen que haya cometido deberá garantizar que su arrepentimiento es sincero. Pero imagino que aceptará que en ningún caso puede el sacerdote repetir lo que se le ha dicho con independencia de cuáles puedan ser las consecuencias de su silencio.
Aunque repitiéndolas pudiera corregir o evitar un mal horrible, le sería imposible. Lo que ha oído lo ha oído bajo el sello de la confesión, y con respecto a lo sagrado de éste no hay argumentación concebible.
—Es posible imaginar qué terribles consecuencias resultan de ello —intervine—. Pero lo acepto.
—Ya antes de ahora se han producido consecuencias terribles —prosiguió él—.Pero no afectan al principio. Y ahora voy a hablarle de una confesión que me hicieron en una ocasión.
—Pero ¿cómo va a hacerlo? Eso es imposible.
—Por una determinada razón a la que llegaremos más adelante, comprobará que ese secreto ya no me incumbe a mí. Pero no es ésa la clave de mi historia: sino la de advertirle sobre los intentos de establecer comunicación con los muertos. Parecen llegar a nosotros, a través de ellos, signos y muestras, voces y apariciones: pero ¿quién los envía? Se dará cuenta de a qué me refiero.
Me puse cómodo para disponerme a escucharle.
—Probablemente no recordará con claridad, o no recordará en absoluto, un asesinato cometido hace un año, en el que encontró la muerte un hombre llamado Gerald Selfe. No había allí ningún atractivo misterio, ni accesorios románticos, y no despertó el interés del público. Selfe era un hombre de vida licenciosa, pero mantenía una posición respetable y habría sido desastroso para él que llegaran a ser conocidas sus irregularidades privadas. Antes de su muerte, durante algún tiempo, estaba recibiendo cartas de chantaje referidas a sus relaciones con una determinada mujer casada, y correctamente había puesto el asunto en manos de la policía. La policía había seguido determinadas pistas, y la tarde anterior a la muerte de Selfe uno de los oficiales del Departamento de Investigación Criminal le había escrito que todo indicaba que el culpable era su criado personal, quien desde luego conocía la intriga. Era un hombre joven llamado Alfred Wadham: hacía relativamente poco que había entrado al servicio de Selfe, y su historia pasada era de lo más indeseable. Le habían preparado una trampa, de la que se incluían los detalles, y sugerían que Selfe se la mostrará, y consiguió hacerlo en una o dos horas. Esa información y esas
instrucciones se transmitieron en una carta que tras la muerte de Selfe se encontró en un cajón de su mesa de escritorio, cuya cerradura había intentado ser forzada. Sólo Wadham y su amo dormían en el piso; todas las mañanas venía una mujer para preparar el desayuno y hacer la limpieza de la casa, pues Selfe almorzaba y cenaba en su Club o en el restaurante que había en la planta baja de ese edificio de apartamentos, y allí es donde cenó aquella noche. Cuando la mujer llegó a la mañana siguiente, encontró abierta la puerta exterior del piso, y a Selfe muerto sobre el suelo de la sala de estar, con la garganta cortada. Wadham había desaparecido, pero en el cubo del agua de su dormitorio había agua teñida de sangre humana. Fue apresado dos días después y prestó testimonio en el juicio. Según su historia sospechaba haber caído en una trampa, y mientras el señor Selfe cenaba buscó en sus cajones y encontró la carta enviada por la policía, que demostraba que así era. Decidió por ello fugarse y abandonó el piso aquella noche antes de que su amo regresara de cenar.
Como estaba en el banquillo de los acusados, fue sometido desde luego a un interrogatorio inquisitivo y se contradijo en varios particulares. Además estaban las pruebas incriminadoras de su habitación, y el motivo del crimen resultaba bastante claro. Tras una deliberación muy larga el jurado le encontró culpable y fue sentenciado a muerte. La apelación posterior fue rechazada.
» Wadham era católico, y como mi puesto me lleva a ser ministro de los prisioneros católicos que hay en la cárcel en la que se encontraba él bajo sentencia de muerte, sostuvimos varias conversaciones y le rogué, por el bien de su alma inmortal, que confesara su culpa. Pero aunque deseaba confesar otras malas acciones, algunas de las cuales eran difíciles de transmitir, mantuvo su inocencia con respecto a esa acusación de asesinato. Nada le conmovía, y aunque por lo que pude juzgar se arrepentía sinceramente de otros malos actos, me juró que la historia que contó en el tribunal era esencialmente cierta, a pesar de las contradicciones en las que se había visto envuelto, y que si le ahorcaban moriría injustamente. Hasta la última tarde de su vida, en la que me senté con él durante dos horas, rogándole y suplicándole, se aferró a eso. Resultaba curioso que lo hiciera así, a menos de que realmente fuera inocente, si pensamos que de buena voluntad rebuscaba en su corazón para confesar otras graves perversidades; cuanto más pensaba en ello, más inexplicable me resultaba, y durante aquella tarde las dudas con respecto a su culpa empezaron a crecer en mí. Era un pensamiento terrible, pues él había vivido en el pecado y el
error, y al día siguiente su vida se rompería como un bastón quebrado. Tenía que acudir de nuevo a la prisión antes de las seis de la mañana, y debía decidir si le daría los sacramentos. Si acudía a su muerte culpable de asesinato, pero negándose a confesar, no tenía yo derecho a dárselo, pero si era inocente, el negarle ese derecho era tan terrible como cualquier violación de la justicia. Al salir sostuve unas palabras con uno de los celadores, lo que me hizo dudar todavía más.
» —¿Qué opina de Wadham? —pregunté.
» Se apartó para dejar pasar a un hombre que le hizo una señal de reconocimiento. De alguna manera supe que era el verdugo.
» —No me gusta pensar en ello, señor—me respondió—. Sé que fue considerado culpable, y que su apelación fue rechazada. Pero si me pregunta si creo que es un asesino, pues no, no lo creo.
» Pasé a solas toda la noche: hacia las diez estaba a punto de irme a la cama cuando me dijeron que abajo estaba un hombre llamado Horace Kennion que quería verme. Era católico, y aunque había tenido amistad con él en otro tiempo, habían llegado a mi conocimiento determinadas cosas que me imposibilitaban tener más relación con él, y tuve que decírselo así. Era perverso... oh, no me mal interprete; todos cometemos perversiones constantemente; la vida de cada uno de nosotros es un tejido de malos actos, pero de todos los hombres que he conocido sólo él me pareció que amaba la perversidad por sí misma. Dije que no podía verle, pero volvieron con el mensaje de que su necesidad era urgente, y entonces subió. Me dijo que quería confesar no al día siguiente, sino en ese momento, y que su confesor estaba fuera. Como sacerdote no podía resistirme a esa petición. Y confesó que había asesinado a Gerald Selfe.
» Pensé por un momento que se trataba de alguna broma impía, pero juró que estaba diciendo la verdad, y todavía bajo el secreto de confesión me hizo un relato detallado. Aquella noche había cenado con Selfe, y después había subido al piso de éste para jugar una partida de piquet. Con una sonrisa, Selfe le dijo que al día siguiente iba a atrapar a su criado por chantaje. Le dijo las siguientes palabras:
«Hoy es un hombre joven, guapo y activo, quizás mañana a esta hora haya perdido un poco de color».
Tocó la campanilla para que viniera el criado a poner la mesa de juego, pero luego vio que ya estaba preparada y se olvidó de que no habían respondido a la llamada. Jugaron puntos altos y los dos bebieron mucho. Selfe perdió una partida tras otra y acabó acusando a Kennion de hacer trampas. palabras subieron de tono y acabaron en golpes, y Kennion, tras varios golpes y caídas, cogió un cuchillo de la mesa y le cortó a Selfe la yugular y la arteria carótida de la garganta.
A los pocos minutos había muerto desangrado... Kennion recordó entonces que nadie había contestado a la llamada, y sigilosamente fue hasta la habitación de Wadham.
La encontró vacía; también estaban vacías las otras habitaciones del piso. De haber habido alguien allí, su idea era la de decir que acababa de subir por invitación de Selfe y le había encontrado muerto. Pero aquello era mejor todavía: sólo tenía unas manchas de sangre y las lavó en la habitación de Wadham, vaciando el agua en el cubo. Después, dejando abierta la puerta del piso, bajó las escaleras y se marchó.
» Me contó eso con pocas frases, tal como se lo he contado a usted, y me miró con rostro sonriente.
» —¿Qué hay que hacer ahora, venerable padre? —preguntó alegremente.
» —¡Ah, gracias a Dios que ha confesado! —dije—. Todavía estamos a tiempo de salvar a un inocente. Debe entregarse a la policía enseguida.
» Incluso mientras le decía eso, sentí la duda en mi corazón. El se levantó limpiándose las rodillas de los pantalones.
» —Qué idea tan pintoresca. No hay nada tan lejos de mi pensamiento —dijo.
» Me puse en pie de un salto y añadí:
» —Entonces iré yo mismo.
» Ante eso él se echó a reír:
» —Oh no, no lo hará. ¿Qué me dice del secreto de confesión? Ciertamente creo que es un pecado mortal incluso que un sacerdote piense en violar ese secreto. Realmente me avergüenzo de usted, mi querido Denys. ¡Es usted un malvado!
Aunque quizás fuera sólo una broma, y no pensara hacerlo.
» —Claro que pensaba hacerlo. Ya verá si lo pensaba o no. —Pero incluso mientras estaba hablando sabía que no iba a hacerlo—. Todo está permitido para salvar de la muerte a un hombre inocente.
» Él se echó a reír de nuevo.
» —Perdóneme: sabe perfectamente bien que no es así. En nuestra creencia hay una cosa que es peor que la muerte, y es la condenación del alma. Usted no tiene ninguna intención de condenar la suya. Yo no corría ningún riesgo cuando me confesé.
» —Pero si no salva a ese hombre será un asesinato —dije.
» —Oh, ciertamente, pero ya tengo un asesinato en mi conciencia. Uno se acostumbra a eso rápidamente. Y habiéndome acostumbrado, otro asesinato no parece importar mucho. Pobre Wadham: mañana, ¿no es así? No estoy seguro de que no sea una especie de justicia por aproximación. El chantaje es un delito repelente.
» Fui al teléfono y lo sostuve en la mano.
» —Realmente esto es de lo más interesante —dijo él—. Walton Street es la comisaría de policía más cercana. Ni siquiera necesita decir el número; simplemente diga comisaría de Walton Street. Pero no puede hacerlo. No puede decir que ahora está acompañado de un hombre, Horace Kennion, que ha confesado que asesinó a Selfe. Entonces, ¿a qué viene ese farol? Además, aunque usted pudiera hacerlo, a mí me bastaría con decir que no he hecho nada semejante. Su palabra, la palabra de un sacerdote que ha roto el voto más sagrado, contra la mía. ¡Absurdo!
» —Kennion, por el amor de Dios y por el miedo al infierno: ¡entregúese! ¿Qué importancia tiene que usted o yo vivamos algunos años menos, si al final pasamos al vasto infinito con nuestros pecados confesos y perdonados? Día y noche rezaré por usted.
» —Qué amable por su parte. Pero ahora no tengo duda de que dará a Wadham la plena absolución. Así que... ¿qué importa si es él el que entra en el... en el vasto infinito a las ocho en punto de mañana por la mañana?
» —Entonces, ¿por qué me lo confesó, si no tenía intención de salvarle y expiar
su pecado?
» —Bueno, no hace mucho tiempo usted fue muy desagradable conmigo. Usted me dijo que ningún hombre decente podría asociarse conmigo. Así que de repente, hoy, se me ocurrió que sería agradable verle en el agujero más horrible. Me atrevo a decir que tengo tendencias sádicas, y que me están permitiendo disfrutar maravillosamente. Como ve, está en una situación atormentadora: preferiría sufrir cualquier agonía física antes de hallarse en esta cámara de tortura del alma. Es maravilloso, mcencanta. Se lo agradezco mucho, Denys.
» Se levantó.
» —Mi taxi está esperando. Sin duda esta noche estará atareado. ¿Puedo dejarle en algún sitio? ¿En Pentonville?
» No hay palabras para describir determinadas oscuridades y éxtasis que llegan al alma, y sólo puedo decirle que no puedo imaginar un infierno del remordimiento que pueda igualar al infierno en el que yo me encontraba. Pues en la amargura del remordimiento podemos ver que nuestro sufrimiento es una experiencia necesaria y saludable: sólo mediante él puede limpiarse nuestro pecado. Pero yo me enfrentaba a una tortura vacía y carente de significado... y entonces mi cerebro se conmocionó y empecé a preguntarme si no podría hacer algo sin romper el secreto de confesión. Desde mi ventana vi que estaba encendida la luz en la torre del reloj de Westminster:
por tanto había allí alguien y me pareció posible que, sin violar el secreto, podría decirle al Secretario de Interior que me habían hecho una confesión por la cual sabía que Wadham era inocente. Me preguntaría detalles que pudiera darle, y podría decirle... y entonces me di cuenta de que no podía decirle nada: no podía decir que el asesino había subido con Selfe a su habitación, pues mediante esa información podría descubrirse que Kennion había cenado con él. Antes de hacer nada necesitaba consejo y fui a la casa del cardenal, junto a nuestra catedral. Él se había acostado, pues pasaba ya de la media noche, pero respondiendo a la urgencia de mi petición,
bajó a verme. Le conté lo que había sucedido sin darle pista alguna, y su veredicto fue el que en mi corazón había anticipado. Ciertamente podía ver al Secretario de Interior y decirle que me habían hecho esa confesión, pero no podía dejar escapar ninguna palabra o indicación que pudiera conducir a la identificación del confeso.
Personalmente no veía que con la información que yo podía dar fuera posible posponer la ejecución.
» —Y sea cual sea su sufrimiento, hijo mío —me dijo—, esté seguro de que sufre no por haber hecho el mal, sino por haber hecho lo correcto. En la posición en la que se encuentra, su tentación de salvar a un hombre inocente procede del diablo, y también tendrá ese origen toda fuerza a la que invoque para que le ayude a soportarlo.
» Vi al Secretario de Interior en sus habitaciones una hora después. Pero a menos que le dijera algo más, y él comprendía que yo no podía hacerlo, no podría hacer nada.
» — En el juicio le declararon culpable —me dijo—. Y su apelación fue rechazada. Sin nuevas pruebas, nada puedo hacer.
» Se quedó sentado un momento, pensativo, y después se puso en pie de un salto.
» —Buen Dios, es fantasmal. Creo verdaderamente, no es necesario que se lo diga, que ha oído usted esa confesión, pero eso no demuestra que sea cierto. ¿No puede ver de nuevo a ese hombre? ¿No puede meter en él el miedo a Dios? Si hasta el momento de caer el telón puede usted hacer algo que me dé una justificación para actuar, ordenaré inmediatamente una suspensión de la pena. Éste es mi número de teléfono: llámeme aquí o a mi casa a cualquier hora.
» Estaba de vuelta en la prisión antes de las seis de la mañana. Le dije a Wadham que creía en su inocencia y le di la absolución por todo lo demás. Recibió de mis manos el sagrado sacramento y se dirigió a su muerte sin pestañear.
El padre Denys se detuvo.
—He tardado mucho en llegar al punto de mi historia que concierne a la sesión de espiritismo de la que me habló, pero era necesario que conociera todo esto para poder entender lo que voy a contarle ahora —me dijo—. Afirmé que los mensajes y comunicaciones de los muertos no proceden de ellos, sino de algún poder maligno y horrible que los encarna. Usted me respondió, me acuerdo bien, que no entendía la razón de que hubiera que meter al diablo en esto. Leexplicaré el motivo.
» Cuando todo terminó, cuando la compuerta sobre la que estaba en pie aquel hombre se abrió, y la cuerda crujió, regresé a casa. Era una mañana invernal oscura, apenas iluminada todavía, y a pesar de la escena trágica que acababa de presenciar me sentía sereno y en paz. No pensaba en Kennion en absoluto, sólo en el muchacho—por su edad, apenas sí era más que eso— que había sufrido injustamente, y aquello me pareció un error lamentable, pero no más. Aquello no le había conmovido, a su alma viva y esencial, era como si hubiera sufrido la expiación sagrada del martirio. Y yo agradecía humildemente haber sido capaz de actuar correctamente, pues si por
algún acto mío Kennion estuviera entonces en manos de la policía, y Wadham viviera, yo habría cometido el crimen más terrible que puede cometer un sacerdote.
» Había estado en pie toda la noche, y tras decir mis oficios me acosté en el sofá para dormir un poco. Soñé que me encontraba en la celda con Wadham, y que él sabía que tenía yo prueba de su inocencia. Faltaban unos minutos para la hora de su muerte, y en el corredor de losetas de piedra del exterior se oían los pasos de los que venían a por él. Él también los oyó y se puso en pie señalándome.
» —Va a permitir que muera un hombre inocente, cuando podría salvarle —me dijo—. No puede consentirlo, padre Denys. ¡Padre Denys! —gritó, y el grito se convirtió en una boqueada, falto de respiración, mientras la puerta se abría.
» Desperté sabiendo que lo que me había despertado era mi propio nombre gritado desde algún lugar cercano, y supe de quién era esa voz. Pero estaba solo en mi habitación tranquila y vacía, en la que penetraba el día poco luminoso. Vi que sólo había dormido unos minutos, pero ahora había huido todo deseo o capacidad de dormir, pues en algún lugar junto a mí, invisible pero horriblemente presente, estaba el espíritu del hombre a quien había permitido perecer. Y me llamaba.
» Acabé por convencerme de que la voz que me llamó mientras dormía no era más que un sueño, lógico dadas las circunstancias, y pasaron varios días con suficiente tranquilidad. Pero un día en el que caminaba por una calle soleada y repleta de gente sentí un cambio claro y terrible en lo que podría denominar la atmósfera psíquica que nos rodea a todos, y mi alma se ennegreció por el miedo y por imágenes malvadas. Y allí estaba Wadham, que venía hacia mí por la acera, elegante y alegre. Me miró y su rostro se convirtió en una máscara de odio.
«Espero que nos encontremos a menudo, padre Denys», me dijo al pasar. Al día siguiente regresaba a casa a la hora del crepúsculo y de pronto, al entrar en la habitación, oí el crujido de una cuerda que se tensaba, y su cuerpo, con la cabeza cubierta por la capucha de la muerte, colgaba en la ventana contra el sol poniente. Y a veces, cuando estaba leyendo mis libros, la puerta se abría y cerraba calladamente, y yo sabía que él estaba allí. Ni la aparición ni sus signos eran frecuentes quizás porque mi resistencia se había fortalecido al saber que tenía un origen diabólico. Pero sucedía con largos intervalos cuando había bajado la guardia, pensando que lo había vencido, y entonces sentía a veces que mi fe se tambaleaba. Siempre era precedida por esa sensación de poder maligno que bajaba sobre mí, y rápidamente buscaba el abrigo de la elevada casa de defensa. Pero este último domingo...
Se detuvo y se tapó los ojos con las manos, como si quisiera evitar un espectáculo horrible.
—Llevaba predicando en favor de una de nuestras misiones. La iglesia estaba llena, y no creo que existiera otro pensamiento o deseo en mi alma si no el de potenciar la sagrada causa acerca de la cual estaba hablando. Era el servicio de la mañana y el sol penetraba por las vidrieras brillando con luces de colores. Pero en medio del sermón se elevó un banco de nubes, y con él la advertencia horrible de que se aproximaba una tempestad del mal. Se puso tan oscuro que cuando llegaba al final del sermón tuvieron que encender las luces de la iglesia, que así se llenó de brillo. Había una lámpara en la mesa del pulpito sobre la que había colocado mis notas, y al encenderse iluminó plenamente el banco que tenía justo debajo. Y allí estaba Wadham sentado, con la cabeza alzada hacia mí, el rostro morado, los ojos saltones y el nudo corredizo alrededor del cuello.
» Mi voz me falló un segundo y me aferré a la barandilla del pulpito mientras él me miraba fijamente, y yo a él. Me rodeó un horror del espíritu, negro como la noche eterna de los perdidos, pues le había permitido que, inocente, fuera hacia su muerte, y mi castigo era justo... y entonces, como una estrella que brillara a través de una piadosa hendidura en aquella tormenta anímica, brotó otra vez el rayo de la convicción de que yo, como sacerdote, no podía haber actuado de otra manera, y se acompañó del conocimiento seguro de que esa aparición no podía venir de Dios, sino del diablo, y había de resistirme a ella y desafiarla lo mismo que desafiamos con desprecio las tentaciones dulces e insidiosas. No podía ser el espíritu del hombre lo que estaba mirando, sino alguna falsificación diabólica.
» Volví a posar mi mirada en las notas y seguí con el sermón, pues sólo eso me interesaba. Aquella pausa me había parecido eterna: tenía la cualidad de lo intemporal, pero después me enteré de que apenas había resultado perceptible. Y en mi propio corazón supe que no era un castigo lo que estaba sufriendo, sino el fortalecimiento de una fe que había vacilado. Interrumpió de pronto su historia. Fijó los ojos en la puerta y no fue una mirada de miedo lo que brotó en ellos, sino de salvaje e implacable antagonismo.
—Se acerca —me dijo—. Y si ahora escucha o ve algo, desprécielo, pues es maligno.
La puerta se abrió y se cerró, y aunque no entró nada que fuera visible, supe que había ahora en la habitación una inteligencia viva distinta de mí y del padre Denys; y afectó a mi propio ser de la misma manera que un olor horrible a putrefacción nos afecta físicamente: mi alma sintió náuseas. Después, todavía sin ver nada, percibí que la habitación, hasta entonces cálida y confortable, con un fuego vivo de carbón en la rejilla, se estaba quedando fría, y que algún eclipse extraño estaba velando la luz. Cerca de mí, sobre la mesa, había una lámpara eléctrica: la sombra de ésta se agitó en la corriente helada que se movió en el aire, y el alambre luminoso dejó de ser incandescente, tornándose rojizo y oscuro como las ascuas sobre la rejilla. Escruté la semioscuridad, pero ninguna forma material se manifestó en ella.
El padre Denys estaba sentado muy erguido en su silla, con los ojos fijos y concentrados en algo que para miera invisible. Sus labios se movían y murmuraban y con las manos aferraba el crucifijo que colgaba sobre su pecho. Entonces vi lo que sabía que él estaba viendo también: un rostro que se perfilaba en el aire delante de él, un rostro hinchado y morado, con la lengua colgando desde la boca, ahorcado allí y agitándose a un lado y a otro. Fue haciéndose más y más claro, suspendido por la cuerda que ahora se me hizo visible, y aunque era la aparición de un hombre colgado por el cuello, éste no estaba muerto, sino vivo y activo, y el espíritu que horriblemente lo animaba no era humano, sino algo diabólico.
De pronto el padre Denys se puso en pie y acercó el rostro a cuatro o cinco centímetros del horror suspendido. Alzó las manos llevando en ellas el sagrado emblema.
—Regresa a tu tormento hasta que los tiempos de éste hayan terminado y la piedad de Dios te conceda la muerte eterna —gritó.
Brotó en el aire una lamentación, mientras una corriente sacudía la habitación estremeciendo sus esquinas, y entonces regresaron la luz y el calor y allí no estábamos más que nosotros dos. El rostro del padre Denys estaba ojeroso y sudoroso por la lucha que había experimentado, pero brillaba en él una radiación como no había visto nunca en un semblante humano.
—Ha terminado —dijo—. Le he visto marchitarse y secarse ante el poder de Su presencia... y sus ojos me dicen que también usted lo vio, y que sabe ahora que lo que se presentaba con el semblante de la humanidad era puramente maligno.
Apenas sí hablamos un poco más, y se levantó para irse.
—Ah, me olvidaba —dijo—. Querrá saber por qué he podido revelarle lo que se me contó en confesión. Horace Kennion se suicidó aquella misma mañana. Había dejado a su abogado un paquete que había que abrir a su muerte, con instrucciones de que se publicara en la prensa diaria. Lo leí en un periódico de la tarde y era un relato detallado de cómo había matado a Gerald Selfe. Deseaba que se le diera toda la publicidad posible.
—Pero ¿por qué? —pregunté.
—Imagino que se glorificaba en su perversidad —contestó el padre Denys tras una pausa—. La amaba por sí misma, tal como le había dicho, y quería que todo el mundo la conociera en cuanto él se hubiera ido y estuviera a salvo.

22 de febrero de 2010

La bailarina de Izu

El rasgo más bello de la bailarina eran sus resplandecientes y enormes ojos oscuros. La doble curva de los párpados era inexpresablemente encantadora. Después venía la sonrisa semejante a una flor. En su caso, la palabra “flor” era absolutamente apropiada. Ni cuentos ni testimonios personales, las historias de la La bailarina de Izu constituyen una autobiografía velada de los atribulados años de juventud de Yasunari Kawabata. Signado por la pérdida de los parientes más cercanos, las ceremonias del duelo y el fantasma de la memoria, el autor logra, con su estilo elegante y al mismo tiempo perturbador, componer escenas inolvidables a partir de los recuerdos dolorosos.
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Un alma por nacer

Hace seis mil años aproximadamente...
El mundo estaba creado hacía medio siglo. Dios ya había expulsado a Adán y Eva del paraíso terrestre. No había, pues, en el cielo, más que almas que un día debían descender a la tierra y animar sucesivamente los cuerpos que nacerían.
La primera que se presentó a Dios fue la de Abel, y los cantos de los arcángeles y la bendición del señor acogieron el retorno del alma exiliada y mártir que debió la luz a una falta y la muerte a un crimen.
La segunda fue la de Eva, y cuando las puertas del cielo volvieron a abrirse ante esta alma pecadora, mancillada por el pecado pero depurada por el dolor, todas las almas del futuro se apiñaron a su alrededor para saber algo de la tierra.
Eva se había limitado a responder: «He pecado, he sufrido, he rezado; la vida tiene muchas pasiones, muchos dolores y muchas alegrías.». Luego se había retirado a la diestra de Dios, para acabar junto a él su plegaria iniciada en el mundo.
Para todas estas almas que no conocían más que el cielo, pasiones y dolores eran dos palabras completamente desconocidas. No comprendían más que una eternidad de calma, puesto que no veían más que una extensión de serenidad; por eso se paseaban soñadoras por los jardines de estrellas que Dios hizo abrir bajo sus pasos, preguntándose unas a otras qué podían ser las cosas ignoradas que en la tierra se denominaban pasiones y dolores.
Entonces a veces se alejaban del grupo que forman los elegidos junto al Señor, y seguían misteriosamente un sendero aislado hasta que, llegadas a un lugar en que ninguna otra las había seguido, podían inclinarse sobre la bóveda del cielo y tratar de ver lo que pasaba entre los hombres; pero las tinieblas de las pasiones eran tan impenetrables a sus ojos celestes como los resplandores de la eternidad a nuestra ciencia humana.
Y entre todas estas almas serias de esta tierra nueva, había una a la que su ángel bueno le había dicho:
-Nacerás un día del seno de una mujer, abandonarás tu forma inmortal para el mundo que el Señor acaba de hacer.
-¿Y cuándo debo nacer? -había preguntado el alma.
-Espera y reza esperando -había respondido el ángel.
Y había echado a volar hacia el oriente del cielo, dejando a la pobre alma más curiosa todavía que antes.
Un día, el sol se veló en los cielos: otra alma acababa de dejar la tierra, pero cuando se presentó a la puerta del Señor, el ángel de justicia la expulsó.
Todo el cortejo radiante del Señor se había puesto de rodillas redoblando las alabanzas y plegarias y preguntando qué había hecho aquel a quien Dios expulsaba.
Dios respondió:
-Se llamaba Caín, y mató a Abel.
Y el cielo se veló por el primer crimen, como se había velado por la primera falta.
-¿Qué puede haber en el mundo -se preguntaba el alma que debía nacer- para que un hermano mate a su hermano?
Y seguía esperando, y rezaba mientras esperaba.
Sin embargo, la primera falta y el primer crimen habían excitado la cólera de Dios, aunque los muertos se sucedían con rapidez y aunque al cielo volvían muchas menos almas de las que habían partido. Pero cada vez que llegaba una, le pedían noticias de la tierra; a lo que ella respondía: «Ante Dios se pierde el recuerdo de los hombres; pero todo lo que Dios ha hecho, es hermoso, y la tierra, en medio de sus dolores, tiene muchas alegrías.»
E iba a rendir cuenta al Señor de los dolores y plegarias que tenía que oponer a las faltas que había cometido.
Los siglos transcurrían, y el alma seguía esperando.
Un día, los ángeles, inclinados ante el trono eterno, vieron no cólera, sino una lágrima en los ojos del Señor, y aquella lágrima fue el diluvio.
Durante cuarenta días, el cielo lloró sobre las faltas de la tierra, y la tierra desapareció.
Desde lo alto de la bóveda celeste los ángeles seguían con la mirada y con la plegaria, como aquí abajo nosotros seguimos una estrella, algo que se deslizaba sobre las aguas: era el arca de Noé.
La pobre alma que esperaba su nacimiento creyó por un momento que el mundo se había desvanecido para toda la eternidad y que ella no nacería nunca; el arca le devolvió la esperanza: el mundo se rehízo.
Cada vez que un alma dejaba el cielo para la tierra, la que esperaba la acompañaba lo más lejos que podía y le decía:
-Hermana mía, al regreso me contarás lo que se hace en el mundo.
Y desaparecía.
Cada vez que durante la oración el alma del futuro se encontraba junto a su ángel bueno, le decía:
-¿Naceré pronto? -Espera y reza.
Y los siglos pasaban.
Sin embargo, el mundo se volvía completamente malvado. Las alabanzas se redoblaban en el cielo a medida que el culto se perdía en la tierra. Apenas si de vez en cuando volvía un alma exiliada, pero ésta era recibida con cantos y flores y Dios la bendecía.
Como el castigo no había detenido los crímenes, Dios quiso probar el perdón. Hizo un alma a imagen de su pureza, y la envió a la tierra. Los ángeles la acompañaban cantando, y se quedaron mucho tiempo arrodillados tras ella cuando la perdieron de vista.
Apenas esta alma, a quien Dios había dado el nombre de hijo suyo, y a quien la tierra había dado el nombre de Jesús, hubo pasado treinta años en su exilio, las almas comenzaron a volver al cielo purificadas por este hombre divino. Todos los días había fiesta, todos los días la eternidad de la felicidad recomenzaba radiante y espléndida, y cada día el cielo se poblaba de vírgenes y de mártires.
Finalmente el hijo de Dios reapareció tras su misión, con su corona de espinas en sus manos desgarradas.
Dios le dijo:
-Ven, hijo mío, tus pies se han magullado en las piedras del camino, pero tu corazón ha permanecido puro ante las tentaciones.
Y le hizo sentarse a su diestra.
-¿Cómo puede ser ese mundo -se decía el alma soñadora- donde se atreven a hacer morir al hijo de Dios?
En el cielo no se hablaba de otra cosa que de una gran pecadora a la que Cristo había convertido y a la que se esperaba con impaciencia,
Llegó.
La primera alma que fue a su encuentro fue la que esperaba siempre su nacimiento. Ella le dijo:
-Hermana mía, ¿cuál era tu nombre?
-Magdalena -respondió la pecadora.
-¿Y la tierra tiene muchas alegrías?
-Sí, pero son pasajeras, y las del Señor son eternas.
Y Magdalena fue a arrodillarse a los pies de Dios.
El alma continuaba esperando; había oído al señor diciendo a Magdalena: «Te será perdonado mucho, porque has amado mucho.» Y se preguntaba qué sería el amor, del que nada se sabía en el cielo, que había perdido a Eva y que salvaba a Magdalena.
Por eso estaba cada vez más impaciente por ver desvelarse los misterios de ese mundo donde Dios exiliaba tantas almas; de ese mundo alejado y desconocido, donde por algunos años de pasiones se sacrificaba una eternidad de felicidad. No era deseo, porque su naturaleza le impedía tenerlo, era la esperanza. Quizá quería sufrir como otras su martirio, para volver a Dios ceñida con una doble corona; quizá, después de todo, era ella de una esencia menos divina que sus hermanas, y había sentido el soplo de cólera que al dejar el paraíso el ángel caído lanzó sobre ellas. Lo cierto es que en medio de la beatitud inmensa, ella esperaba con esa alegría temporal.
Y cada vez que encontraba a su ángel, le hacía la misma pregunta, a la que él daba la misma respuesta.
Las noticias que se recibían de la tierra no eran muy halagüeñas, sin embargo, para una hija del cielo. Los apóstoles habían seguido muy de cerca a Cristo y, si llegaban con el alma pura, estaban muy desfigurados de cuerpo. Los hombres no parecían querer seguir el camino trazado por la mano divina. Las vírgenes que volvían al cielo agradecían a Dios haberlas despojado de su envoltura terrestre, y cuando hablaban de la tierra lo hacían sin nostalgia.
El alma seguía esperando.
Los siglos pasaban.
Por fin la ley del Señor prevaleció. La luz había sido al principio demasiado fuerte, por lo que, en lugar de iluminar, había cegado; era un momento encantador para ir a la tierra. Ya no había emperadores crueles; ya no había apóstoles mártires; todo parecía marchar según la voluntad eterna, y para el alma solitaria que se contentara con sombra y amor, la tierra tendría muchas alegrías; es, al menos, lo que decían algunas almas cuyo primer cuidado, al llegar al cielo, era buscar a aquellas que habían perdido en la tierra, y continuar bajo la mirada de Dios el amor comenzado entre los hombres.
«Sólo allá abajo se encuentra ese amor -se decía el alma-. ¿Cuándo naceré?»
-Espera y reza -respondía el ángel.
Era desolador, tanto más cuanto que el cielo se había iluminado de pronto con un astro maravilloso que se llamaba cometa y que todavía era ignorado por los hombres; el alma temía que fuera para destrucción del mundo por lo que Dios había hecho aquel nuevo instrumento de justicia, puesto que había dicho que el mundo perecería por el ruego.
El alma comprendió que tenía que darse prisa. Fue en busca de su ángel y le dijo:
-¿Permitirá pronto Dios mi nacimiento?
-Pronto -contestó el ángel.
-¿Y cuándo?
-Dentro de un siglo, o dentro de siglo y medio aproximadamente.
¿Dónde puede ser uno paciente si no es en el cielo? El alma esperó.
Decididamente el mundo se volvía feliz y parecía retornar a la edad de oro. Cristo se había servido del amor terrestre para llegar a la fe. Había hecho una revelación en aquel primer pecado de la primera mujer, y gracias a esto, se podían pasar algunos meses en la tierra sin comprometerse.
Sin embargo, el alma comprendía que esta esperanza de otro mundo distinto al de Dios era ya un pecado, y que ella llegaría mancillada por una falta original tanto mayor cuanto que era cometida en medio de la inocencia eterna. Por eso, cuando rezaba por los demás, rezaba un poco por ella.
El tiempo caminaba rápidamente, porque ante los ojos del Señor y ante la eternidad cada siglo no tarda más en pasar que el grano de arena que cae del reloj.
El alma veía llegar feliz el momento tan esperado. Cuanto más se acercaba más preguntaba a las que volvían sobre nuestro mundo, más sed tenía de ese amor terrestre y casi de esos dolores que romperían la monotonía de la beatitud.
Por eso se paseaba, a la hora en que la noche desciende sobre la tierra, por los caminos más ocultos del cielo tratando de levantar un pico del velo diamantino que cada noche Dios extiende sobre el cielo. Ella seguía soñando la vía láctea, diciéndose: «¿Qué castigo me hará sufrir Dios por la falta que cometo a su lado, cuando no debería tener más que un deseo, su vista; sólo una felicidad, la plegaría, sólo una alegría, la eternidad?»
De vez en cuando el ángel pasaba a su lado y le decía:
-Paciencia.
El alma esperaba.
Por fin una noche en que ella soñaba, como de costumbre, contemplando una revolución que se operaba en una estrella, el ángel se acercó a ella.
-Tu madre ha nacido hoy -le dijo.
-¡Mi madre! -exclamó el alma.
-Sí.
-Entonces sólo me quedan dieciocho años que esperar; porque espero que mi madre se casará joven.
-Espera, y reza mientras esperas.
El alma estaba triunfante. Dejó su soledad, olvidó la revolución de su estrella y fue a mezclarse con las demás, participando por todas partes el nacimiento de su madre.
Ahora que tenía la certeza de nacer, le inquietaba una cosa todavía: saber si nacería hombre o mujer. Pero en esto los misterios del futuro eran impenetrables; había que esperar.
Todos los días le preguntaba al ángel:
-¿Cómo va mi madre hoy?
-Acaba de salirle el primer diente.
-¡Qué suerte! -decía el alma.
Y al día siguiente seguía con sus preguntas.
Sin embargo, cada día profundizaba más y más en su pasado; incluso antes de nacer, ya tenía algo que expiar.
Una mañana el ángel fue a su encuentro y le dijo:
-Tu madre se ha casado hoy.
-¡Mi madre se ha casado!
-Hace una hora.
-¿Y sólo tengo que esperar...?
-Nueve meses -dijo el ángel.
El alma fue a dar parte del matrimonio de su madre, como había dado parte de su nacimiento y de su primer diente. Recibió las felicitaciones de todo el cielo. La crónica dice incluso que recibió comisiones de las que habían olvidado o dejado algo en la tierra.
Por lo demás, como un pecado no va nunca solo, se iba volviendo de un orgullo insoportable; no había medio de acercarse a ella, y desde que tenía que ir a la tierra, esto le había enloquecido de tal modo la cabeza que había hecho muchos enemigos y se había peleado para siempre con dos profetas y cinco mártires.
¿Qué castigo reservaba Dios a esta alma que perturbaba así la serenidad del firmamento?
Cuanto más se acercaba al momento tan esperado desde hacía seis mil años, más quería saber algo del mundo que iba a habitar; pero se hubiera dicho que, a medida que se acercaba a su nacimiento, avanzaba en la sombra; tanto que no sospechaba lo que iba a encontrar.
En estos tejemanejes encontró al ángel.
-¿Y bien? -le dijo.
-Tu madre está encinta.
-¿De mí?
-De ti.
El alma lanzó una exclamación que sobre la tierra sería un pecado y que en el cielo sería un crimen.
Jamás se había visto un alma más ocupada y más deseosa de la vida corporal; por eso, las que no tenían más amor que Dios la dejaban con sus amores terrestres y empezaban a rezar por ella.
Su alegría aumentaba, por tanto, a medida que pasaba el tiempo, y un día que estaba más alegre, porque acababa de calcular que sólo le quedaban unas horas de espera, el ángel fue hacia ella.
-¿Y bien? -dijo el alma.
-Ay -dijo el ángel-, tu madre ha muerto de parto.
-¿Y yo? -exclamó el alma egoísta.
-Tú has muerto al venir al mundo.
El castigo siguió de cerca a la falta. El alma sintió que el cielo le faltaba bajo sus pies: se había precipitado en el limbo.

Aceite de perro

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

La hija del general

Piotr Andréyevich llega con su fiel criado Savélich a la fortaleza Belogórskaya. Allí se enamora de María Ivánovna, la hija del capitán. Por culpa de la interpretación de un poema, Piotr se bate en duelo con Alexéi Ivánich Shvabrin, del que sale mal parado. Ante la amenaza de la posible incursión de Pugachov, la fortaleza se prepara militarmente, tras el asalto, Piotr se libra por suerte de la horca y Pugachov queda en la fortaleza. El joven Andréyevich recibe un aviso de ir a servir militarmente a Oremburgo. Una vez allí se entera de que María ha sido hecha prisionera y van a obligarla a casarse con Shvabrin. Piotr va a liberarla. Después le juzgarán por abandonar su puesto y apoyar supuestamente al traidor. En el final, moderadamente feliz, interviene la hija del capitán ante la propia emperatriz.


20 de febrero de 2010

El tatuaje

-La jerga artística de esa mujer me cansa -dijo Clovis a su amigo periodista-. Le gusta tanto decir que ciertos cuadros "crecen sobre nosotros", como si fueran una especie de hongos.
-Eso me recuerda -dijo el periodista- la historia de Henri Deplis. ¿Te la conté alguna vez?
Clovis negó con la cabeza.
-Henri Deplis era por nacimiento un nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Por una reflexión más madura, se convirtió en un viajante de comercio. Sus actividades frecuentemente lo llevaban más allá de los límites del Gran Ducado, y paraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegaron noticias de que había recibido un legado de una parienta distante que había fallecido.
"No era un gran legado, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó hacia algunas extravagancias aparentemente inofensivas. En particular lo condujo a patrocinar el arte local en tanto representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, tal vez, el más brillante maestro de tatuaje que Italia había conocido jamás, pero estaba decididamente empobrecido, y por la suma de seiscientos francos emprendió alegremente la tarea de cubrir la espalda de su cliente, desde la clavícula hasta la cintura, con una brillante representación de la Caída de Ícaro. El diseño, cuando fue finalmente desarrollado, le produjo una ligera desilusión a Monsieur Deplis, que había imaginado que Ícaro era una fortaleza tomada por Wallenstein en la Guerra de los Treinta Años, pero quedó más que satisfecho con el trabajo ejecutado, que fue aclamado por todos los que tuvieron el privilegio de verlo, como la obra maestra de Pincini.
"Fue su más grande esfuerzo, y el último. Sin siquiera esperar que le pagaran, el ilustre artesano dejó este mundo y fue enterrado en una ornamentada tumba, cuyos querubines alados habrían proporcionado poco campo de aplicación para el ejercicio de su arte favorito. Quedaba, sin embargo, la viuda de Pincini, a quien se le debían los seiscientos francos. Y acto seguido surgió la gran crisis en la vida de Henri Deplis, viajante de comercio. El legado, bajo el peso de numerosos pequeños reclamos, había menguado hasta una proporción insignificante, y cuando una apremiante factura de vinos y diversas otras cuentas corrientes habían sido pagadas, quedaba poco más de cuatrocientos treinta francos para ofrecerle a la viuda. La dama estaba justamente indignada; no tanto, como explicó volublemente, debido a la sugerencia de suprimir ciento setenta francos, sino también por el intento de disminuir el valor de la reconocida obra maestra de su difunto esposo. En una semana, Deplis se vio obligado a reducir su oferta a cuatrocientos cinco francos, lo que atizó la indignación de la viuda, que se transformó en furia. Canceló la venta de la obra de arte, y algunos días después Deplis se enteró consternado de que la había donado a la municipalidad de Bérgamo, que la había aceptado con agradecimiento. Dejó la vecindad lo más discretamente posible, y se sintió genuinamente aliviado cuando sus negocios lo condujeron a Roma, donde esperaba que su identidad y la del famoso cuadro pudieran perderse de vista.
"Pero cargaba en su espalda el peso del genio del difunto. Al aparecer un día en el humeante corredor de un baño de vapor, fue enseguida obligado a ponerse sus ropas por el propietario, que era un italiano del norte, que rehusó enfáticamente permitir que la celebrada Caída de Ícaro fuera exhibida en público sin el permiso de la municipalidad de Bérgamo. El interés público y la vigilancia oficial aumentaron cuando la cuestión fue más ampliamente conocida, y Deplis no pudo tomar un simple baño en el mar o en un río en las tardes más tórridas, a menos que se cubriera hasta la clavícula con un amplio traje de baño. Más adelante, las autoridades de Bérgamo concibieron la idea de que el agua salada podía ser perjudicial para la obra de arte y se obtuvo un perpetuo interdicto que impedía al atormentado viajante comercial bañarse en el mar en ninguna circunstancia. Se sintió fervientemente agradecido cuando la firma que lo empleaba lo destinó a una nueva rama de actividades en la vecindad de Bordeaux. Su agradecimiento, sin embargo, cesó abruptamente en la frontera franco-italiana. Un imponente despliegue de fuerzas oficiales impidió su partida, y se le recordó severamente que una estricta ley prohibía la exportación de obras de arte italianas.
"Una reunión diplomática entre los gobiernos italiano y luxemburgués siguió a continuación, y en un momento la situación europea se ensombreció con la posibilidad de problemas. Pero el gobierno italiano se mantuvo firme; declinó ocuparse en absoluto de las peripecias o aun de la existencia de Henri Deplis, viajante de comercio, pero permaneció inconmovible en su decisión de que la Caída de Ícaro (obra del difunto Pincini, Andreas), actualmente propiedad de la municipalidad de Bérgamo, no debía abandonar el país.
"La excitación decayó con el tiempo, pero el desgraciado Deplis, que estaba constitucionalmente en condiciones de retirarse, se encontró unos meses más tarde otra vez en el centro mismo de una furiosa controversia. Cierto experto en arte de nacionalidad alemana, que había obtenido de la municipalidad de Bérgamo el permiso para inspeccionar la famosa obra maestra, declaró que era un Pincini falso, probablemente la obra de un discípulo que había empleado en los años de su decadencia. La declaración de Deplis sobre el asunto carecía obviamente de valor, puesto que había estado bajo la influencia de los habituales narcóticos durante el largo proceso de punzar el diseño. El editor de una revista italiana de arte refutó las opiniones del experto alemán y se propuso demostrar que su vida privada no se adecuaba a ningún criterio moderno de decencia. La totalidad de Italia y Alemania se trenzaron en la disputa, hubo escenas borrascosas en el Parlamento español, y la Universidad de Copenhague otorgó una medalla de oro al experto alemán (enviando después una comisión para examinar sus pruebas in situ), mientras que dos escolares polacos en París se suicidaron para mostrar lo que ellos pensaban del asunto.
"Entretanto, al desagraciado portador humano no le iba mejor que antes, y no es sorprendente que cayera en las filas de los anarquistas italianos. Cuatro veces por lo menos fue escoltado hasta la frontera como un peligroso e indeseable extranjero, pero era siempre traído de vuelta como La caída de Ícaro (atribuido a Pincini, Andreas, principios del siglo XX). Y luego, un día, en un congreso anarquista de Génova, un compañero trabajador, en el calor del debate, derramó una ampolla de líquido corrosivo en su espalda. La camisa roja que usaba mitigó los efectos, pero el Ícaro quedó arruinado al punto de ser irreconocible. Su atacante fue severamente reconvenido por atacar a un camarada anarquista y fue condenado a siete años de prisión por destruir un tesoro de arte nacional. Tan pronto como pudo abandonar el hospital, Henri Deplis fue obligado a cruzar la frontera como un extranjero indeseable.
"En las calles más tranquilas de París, especialmente en la vecindad del Ministerio de Bellas Artes, se puede encontrar a veces un hombre deprimido y ansioso, a quien si se le pregunta la hora, responderá con un acento ligeramente luxemburgués. Abriga la ilusión de que es uno de los brazos perdidos de la Venus de Milo, y espera persuadir al gobierno francés para que lo compre. Sobre toda otra cuestión creo que está tolerablemente cuerdo."

Es que somos muy pobres

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

La perla

El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.
Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.
-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.