30 de septiembre de 2009

Su boca sabrá a ajenjo

"Una densa niebla flotaba baja sobre el cementerio cuando llegamos allí aferrándose a nuestros tobillos, envolviendo las lápidas de madera y piedra, fundiéndose bruscamente en algunos lugares para revelar una retorcida raíz o una mancha de ennegrecida hierba...La tierra en una esquina del cementerio parecía más negra que el resto. La tumba que buscábamos estaba marcada tan sólo por una tosca cruz de madera quemada y retorcida. Éramos hábiles en el arte de violar a los muertos; pronto teníamos el ataúd al descubierto. Las planchas estaban curvadas por los años en la húmeda tierra. Louis abrió la tapa con su pala, y a la escasa y acuosa luz de la luna miramos lo que había dentro..."

Un baile de máscaras

Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna.
Mi criado me anunció al señor Antony R... Descubrí, detrás de la librea de José, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:
-¡Muy bien! Que entre -dije en alta voz.
"¡Que se vaya al diablo!", dije en voz baja.
Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de algún modo en el fondo de lo que se hace.
Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron éstas:
-¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?
-¡Oh! Dejadme respirar -dijo-. Voy a contároslo; pero, ¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.
Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus manos.
Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriolé: nada comprendía de aquello.
Él vio mi sorpresa.
-He estado en el cementerio del Pére-Lachaise -me dijo.
-¿A las diez de la mañana?
-Estaba allí a las siete... ¡Maldito baile de máscaras!
Yo no podía adivinar la relación que podía tener un baile de máscaras con el Pére-Lachaise. Así es que me resigné, y volviendo la espalda a la chimenea, empecé a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la flema y paciencia de un español.
Cuando terminé de hacerlo, se lo ofrecí a Antony, el cual sabía yo que de ordinario agradecía mucho esta clase de atención.
Me hizo un signo de agradecimiento, pero rechazó mi mano. Por mi parte, me incliné a fin de encender el cigarrillo: Antony me detuvo.
-Alejandro -me dijo-, escuchadme: os lo ruego.
-Pero si hace un cuarto de hora que estáis aquí y no me decís nada.
-¡Oh! ¡Es una aventura muy rara!
Me enderecé, puse mi cigarro sobre la chimenea y me crucé de brazos como un hombre resignado; únicamente que empezaba a creer como él que muy bien podía haberse vuelto loco.
-¿Os acordáis de aquel baile de la Ópera, en que os encontré? -me dijo, después de un instante de silencio.
-¿El último, en el que había a lo más doscientas personas?
-Ese mismo. Os dejé con la intención de irme al de Variedades, del cual me habían hablado como cosa curiosa en medio de nuestra curiosa época: usted quiso disuadirme de que fuese; la fatalidad me empujaba a aquel sitio. ¡Oh! ¿Por qué no ha visto usted aquello; usted, dedicado a describir las costumbres? ¿Por qué Hoffman o Callot no estaban allí para pintar aquel cuadro fantástico y burlesco a la par que se desarrolló ante mis ojos? Acababa de dejar la Ópera vacía y triste y encontré una sala llena y gozosa: corredores, palcos, plateas, todo estaba lleno.
"Di una vuelta por el salón: veinte máscaras me llamaron por mi nombre y me dijeron el suyo. Eran celebridades aristocráticas o financieras bajo innobles disfraces de pierrots, de postillones, de payasos o de verduleras.
"Eran todos jóvenes de nombre, de corazón, de mérito; y allí, olvidando familia, artes y política, reedificaban una tertulia del tiempo de la Regencia en medio de nuestra época grave y severa. ¡Ya me lo habían dicho y, sin embargo, yo no había querido creerlo! Subí algunas gradas, y, apoyándome sobre una columna, y medio escondido por ella, fijé los ojos en aquella ola de criaturas humanas que se movían a mis pies. Aquellos dominós de todos los colores, aquellos vestidos pintorreados y aquellos grotescos disfraces, formaban un espectáculo que no tenía semejanza con nada humano. La música empezó a tocar. ¡Oh! Entonces fue ella. Aquellas extrañas criaturas se agitaron al son de aquella orquesta cuya armonía llegaba a mis oídos en medio de gritos, de risas y de algazara; se cogieron unos a otros por las manos, por los brazos, por el cuello: se formó un gran círculo, empezando entonces un movimiento circular; bailadores y bailadoras pateando, haciendo levantar con ruido un polvo cuyos átomos hacía visibles la pálida luz de las arañas; dando vueltas con velocidad creciente y con extrañas posturas, con gestos obscenos, con gritos desordenados: dando vueltas cada vez con más rapidez, tirados por tierra como hombres borrachos, dando alaridos como mujeres perdidas, con más delirio que alegría, con más rabia que placer: semejantes a una cadena de condenados que hubiesen cumplido, bajo el látigo de los demonios, una penitencia infernal. Aquello ocurría en mi presencia y a mis pies. Sentía el viento que producían en su carrera: cada uno de los que me conocía me decía, al pasar, alguna palabra que me hacía enrojecer. Todo aquel ruido, todo aquel murmullo, toda aquella confusión, toda aquella música, estaban en mis oídos como en la sala. Muy pronto llegué a no saber si lo que tenia ante mis ojos era sueño o realidad; llegué a preguntarme si no era yo el insensato y ellos los razonables: se apoderaban de mí extrañas tentaciones de arrojarme en medio de aquella bacanal, como Fausto a través de las regiones infernales, y sentí entonces que tendría gritos, gestos, posturas y risas como las suyas. ¡Oh! De aquello a la locura no hay más que un paso. Quedé asombrado y me lancé fuera de la sala, perseguido hasta la puerta de la calle por aullidos que parecían aquellos rugidos de amor que salen de la caverna de las bestias feroces.
"Me detuve un instante bajo el pórtico para tranquilizarme. No quería aventurarme en la calle lleno mi espíritu de tanta confusión: es muy fácil que no hubiese conocido el camino: es muy fácil que hubiese sido atropellado por un coche sin quererlo yo mismo. Me encontraba en ese estado en que se encuentra un hombre borracho que empieza a recobrar la razón suficiente en su cerebro ofuscado para darse cuenta de su estado y que, sintiendo que recobra la voluntad, pero no aún el poder, se apoya, inmóvil, con los ojos fijos y extraviados, contra un poyo de la calle o contra un árbol de un paseo público.
"En este momento, un coche se detuvo ante la puerta: una mujer salió de su puertecilla o, más bien, se precipitó fuera de ella.
"Entró bajo el peristilo, volviendo la cabeza a derecha e izquierda como una persona perdida. Vestía un dominó negro y tenía la cara cubierta con un antifaz de terciopelo. Llegó hasta la puerta.
“-¿Vuestro billete? -le dijo el portero.
"-¿Mi billete? -respondió ella-. No lo tengo.
"-Pues, entonces, tomadlo en la taquilla.
"La mujer del dominó volvió bajo el peristilo, registrando vivamente todos sus bolsillos.
"-¡No traigo dinero! -exclamó-. ¡Ah! Este anillo... Un billete de entrada por este anillo -dijo ella.
"-Imposible -respondió la mujer que vendía los billetes-; no hacemos negocios de ese género.
"Y rechazó el brillante, que cayó a tierra y rodó hacia mi lado.
"La mujer del dominó permaneció inmóvil, olvidando el anillo y abismada, sin duda, en algún pensamiento.
"Yo recogí el anillo y se lo presenté.
“Vi, a través de su antifaz, que sus ojos se fijaban en los míos; me miró un instante con indecisión. Después, de repente, pasando su brazo alrededor del mío:
"-Es necesario que me paguéis la entrada -me dijo-. ¡Por piedad, es necesario!
"-Yo salía ya, señora -le dije.
"-Entonces dadme seis francos por este anillo, y me habréis hecho un servicio por el que os bendeciré toda mi vida.
"Volví a poner el anillo en su dedo; fui a la taquilla y tomé dos billetes. Entramos juntos.
"Una vez llegados al corredor, sentí que vacilaba. Formó entonces con su segundo brazo una especie de anillo alrededor del mío.
"-¿Sufrís? -le dije.
"-No, no: esto no es nada -repuso ella-. Un desvanecimiento: eso es todo
º"Y me condujo hacia el salón. Entramos en aquel gozoso Charenton. Tres veces dimos la vuelta abriéndonos paso con gran pena por entre aquella multitud de máscaras que se empujaban las unas a las otras: ella, estremeciéndose a cada palabra obscena que escuchaba; yo, avergonzado de que me viesen dando el brazo a una mujer que se atrevía a escuchar tales palabras. Después nos volvimos al extremo del salón. Ella se dejó caer sobre un banco. Yo permanecí de pie ante ella, con la mano apoyada en el respaldo de su asiento.
"-¡Oh! Esto debe pareceros muy extravagante -me dijo-: pero no más que a mí: os lo juro. Yo no tenía idea alguna de esto -miraba al baile-, pues ni aun en sueños he podido ver tales cosas. Pero, vea usted, me han escrito que estaría aquí con una mujer. Y ¿qué mujer será esa que se atreve a venir a un sitio semejante?
"Yo hice un gesto de asombro; ella lo comprendió.
-Quiere usted decir que yo también estoy aquí, ¿no es verdad? ¡Oh! pero ya es otra cosa: yo lo busco, yo soy su mujer. Estas gentes vienen aquí impulsadas por la locura y el libertinaje. ¡Oh! Pero yo vengo por celos infernales. Hubiera ido a buscarle a cualquier parte: por la noche, a un cementerio, hubiera ido a Greve el día de una ejecución, y, sin embargo, os lo juro, cuando era joven, no he salido ni una sola vez a la calle sin mi madre. Mujer ya, no he dado un paso fuera de casa sin ir seguida de un lacayo; y, sin embargo, heme aquí, como todas estas mujeres perdidas: heme aquí dando el brazo a un hombre a quien no conozco, enrojeciendo, bajo mi antifaz, de la opinión que de mí habéis podido formaros. ¡Yo comprendo todo esto!... Caballero, ¿habéis estado alguna vez celoso?
"-Atrozmente -respondí.
"-Entonces, seguramente que me perdonáis y que lo comprendéis todo. Conocéis aquella voz que os grita, como si lo hiciese a la oreja de un insensato: "¡Ve!". Conocéis el brazo que, como el de la fatalidad, os empuja a la vergüenza y al crimen. Sabéis ya que en tales momentos uno es capaz de todo, con tal que pueda vengarse.
"Iba a responderle; pero se levantó de repente con la mirada fija en dos dominós que pasaban en aquel momento ante nosotros.
“-¡Callaos! -me dijo.
"Y me arrastró en su persecución.
"Yo estaba metido en una intriga de la que no comprendía nada; sentía vibrar todas sus cuerdas y ninguna me la hacía comprender; pero aquella pobre mujer parecía tan agitada que estaba verdaderamente interesante. Tan imperiosa es una pasión verdadera, que obedecí como un niño, y nos pusimos en persecución de las dos máscaras, de las que la una era evidentemente un hombre y la otra una mujer. Hablaban a media voz; sus palabras apenas llegaban a nuestros oídos.
"-¡Es él! -murmuraba ella-. Es su voz. Sí, sí, es su estatura...
"El más alto de los dos que vestían dominó empezó a reírse.
"-¡Es su risa! -dijo ella-. ¡Es él, señor, es él! La carta decía la verdad. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!
"Sin embargo, las máscaras avanzaban y nosotros salimos detrás de ellas. Tomaron la escalera de los palcos, y nosotros la subimos en su persecución. No se detuvieron hasta que llegaron a la de la gran bóveda: nosotros parecíamos sus dos sombras. Un pequeño palco enrejado se abrió; entraron en él y la puerta se cerró tras ellos.
"La pobre criatura que yo llevaba del brazo me asustaba con su agitación: no podía ver su cara; pero, apretada contra mí como estaba, sentía latir su corazón, temblar su cuerpo y estremecerse sus miembros. Había algo de extraño en la manera como llegaban a mí los sufrimientos inauditos cuyo espectáculo se desarrollaba ante mis ojos, cuya víctima no conocía y cuya causa ignoraba por completo. Sin embargo, por nada del mundo hubiese abandonado a aquella mujer en semejante momento.
"Cuando ella vio a las dos máscaras entrar en el palco y el palco cerrarse tras ellos, permaneció un momento inmóvil y como herida de un rayo. Después se abalanzó sobre la puerta para escuchar. Colocada como estaba, el menor movimiento denunciaba su presencia y la perdía: yo la tomé violentamente por el brazo, abrí el pestillo del palco contiguo, la arrastré allí conmigo, eché la cortina y cerré la puerta.
"-Si queréis escuchar -le dije-, hacedlo de aquí al menos.
"Ella se dejó caer sobre una rodilla y aproximó la oreja al tabique, y yo me mantuve de pie al lado opuesto, con los brazos cruzados, cabizbajo y pensativo.
"Todo lo que yo había visto de aquella mujer me había hecho creer que era un verdadero tipo de belleza. La parte baja de su cara, que no ocultaba el antifaz, era fresca, aterciopelada y llena; sus labios rojos y finos; sus dientes, a los que el terciopelo que llegaba hasta ellos hacía parecer más blancos, pequeños, separados y brillantes; su mano parecía un modelo; su talle podía abrazarse con las manos; sus cabellos negros, sedosos, se escapaban con profusión de la cofia de su dominó, y su pequeño pie, que apenas se dejaba ver fuera de la bata, parecía no poder apenas sostener aquel cuerpo, ligero, gracioso y aéreo. ¡Oh! ¡Debía ser una maravillosa criatura! ¡Oh, el que la hubiese tenido en sus brazos, el que hubiese visto todas las facultades de aquella alma empleadas en amarle, el que hubiese sentido sobre su corazón aquellas palpitaciones, aquellos estremecimientos, aquellos espasmos neurálgicos, y el que hubiese podido decir: "¡Todo esto, todo esto, es producido por el amor que por mí siente; por el amor que tiene para mí solo entre todos los hombres y es el ángel para mi predestinado!" ¡Oh! ¡Este hombre... este hombre...!
"Estos eran mis pensamientos, cuando de repente vi a aquella mujer levantarse, volverse hacia mí y decirme con voz entrecortada y furiosa:
"-Caballero, soy hermosa: os lo juro. Soy joven, pues tengo diez y nueve años. Hasta ahora, he sido pura como el ángel de la creación. Pues bien...-echó sus brazos a mi cuello- pues, bien: soy vuestra... ¡Tomadme!...
"En el mismo instante sentí sus labios pegarse a los míos, y la impresión de un mordisco, más bien que la de un beso, corrió por todo su cuerpo tembloroso y enloquecido por la pasión: una nube de fuego pasó por mis ojos.
“Diez minutos después, la tenía entre mis brazos, desmayada, medio muerta, sollozando.
"Poco a poco volvió en si. Yo distinguía, a través de su antifaz, sus ojos extraviados; vi la parte inferior de su cara pálida, vi que sus dientes chocaban unos con otros, como si estuviese poseída de un temblor febril. Toda esta escena se presenta aún ante mi vista.
"Recordó lo que acababa de pasar y cayó a mis pies.
"-Si os inspiro alguna compasión, me dijo sollozando, alguna piedad, no fijéis en mí vuestros ojos, no procuréis nunca reconocerme: dejadme marchar y olvidadlo todo. ¡Ya me acordaré yo de ello por los dos!
"A estas palabras se levantó, rápida como el pensamiento que huye de nosotros; se abalanzó hacia la puerta, la abrió, y, volviéndose aún una vez, me dijo:
"-¡Caballero, no me sigáis; en nombre del Cielo, no me sigáis!
"La puerta, empujada con violencia, se cerró entre mí y ella, ocultándomela como una aparición. ¡No he vuelto a verla!
"No he vuelto a verla! Y en los diez meses que han pasado desde entonces la he buscado por todas partes, en los bailes, en los espectáculos, en los paseos. Cuantas veces veía de lejos una mujer de fino talle, de pie pequeño y de cabellos negros, la seguía, me aproximaba a ella, la miraba de frente, esperando que su rubor la descubriese. ¡En ninguna parte la he vuelto a encontrar; en ninguna parte la he vuelto a ver... nada más que en mis noches de insomnio y en mis sueños! ¡Oh! Entonces ella volvía a venir allí; allí la sentía, sentía sus abrazos, sus mordiscos, sus caricias tan ardientes, que tenían algo de infernal; después, el antifaz caía, y la cara más extraña se presentaba a mis ojos, ya velada, como si estuviese cubierta por una nube; ya brillante, como rodeada de una aureola; ya pálida, con el cráneo blanco y pelado, con las órbitas de los ojos vacías, y con los dientes vacilantes y raros. En fin, que desde aquella noche no he vivido, abrasado de un amor insensato por una mujer a quien no conocía, esperando siempre y siempre engañado en mis esperanzas, celoso sin tener el derecho de serlo, sin saber de quién debía estarlo, sin atreverme a manifestar a nadie tamaña locura, y, sin embargo, perseguido , acabado, consumido y devorado por ella.»
Al acabar estas palabras, sacó una carta de su pecho.
-Ahora que te lo he contado todo, toma esta carta y léela -me dijo. La tomé y leí:
Acaso hayáis olvidado a una pobre mujer que no ha olvidado nada y que muere porque no puede olvidar. Cuando recibáis esta carta ya habré dejado de existir. Entonces, id al cementerio del Pére-Lachaise, decid al conserje que os enseñe, de las últimas tumbas, una que llevará sobre su piedra funeraria el sencillo nombre de María, y cuando estéis en presencia de esta tumba arrodillaos y rezad.
-Pues bien -continuó Antony-; he recibido esta carta ayer y he estado allí esta mañana. El conserje me condujo a la tumba y he permanecido ante ella dos horas, arrodillado, rezando y llorando. ¿Comprendes? ¡Aquella mujer estaba allí!... ¡Su alma ardiente había volado; su cuerpo, consumido por ella, se había doblado hasta romperse bajo el peso de los celos y de los remordimientos! ¡Estaba allí, a mis pies, y había vivido y muerto desconocida para mí, desconocida... y ocupando un lugar en mi vida como lo ocupa en la tumba; desconocida... y encerrando en mi corazón un cadáver frío e inanimado como el que se había depositado en el sepulcro! ¡Oh! ¿Conoces cosa alguna semejante? ¿Has oído algún acontecimiento tan extraño? Así es que ahora, adiós mis esperanzas, pues jamás volveré a verla. Cavaría su fosa y no podría encontrar ya allí los restos con que poder recomponer su cara. ¡Y continúo amándola! ¿Comprendes, Alejandro? La amo como un insensato; y me mataría al momento para unirme a ella si no supiese que ha de permanecer desconocida para mí en la eternidad, como lo ha sido en este mundo.
A estas palabras, me quitó la carta de las manos, la besó varias veces y se puso a llorar como un niño.
Yo lo abracé, y, no sabiendo qué responderle, lloré con él.

El hombre de la multitud

Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.
La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.
Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.

El fantasma y el ensalmador

Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes, los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de Phelim, debajo del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»-Vamos a encender fuego en el salón.
»-¿No será mejor en el comedor? -contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón.
»-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas -dice Lawrence.
»-Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón -va y dice mi padre.
»-Venga, Terry -dice Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo.
»-Bueno, como a ti te parezca, Lawrence -dice, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»-Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? -dice mi padre.
»-No digas bobadas -le contesta Larry-. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)-, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho -le dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado.
»-¡Maldita sea! -dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me duermo si me lo propongo."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente se acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»-¡Vaya, vaya! -dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil?
»-A su disposición, señoría -dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a su señoría.
»-Terence -dice el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia.
»-Gracias, señoría -respondió mi padre, cobrando ánimos-. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría.
»-¿Que Dios me tenga en su gloria? -dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio -dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.
»-No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante -le dice mi padre.
»-Desde luego que sí -dice el señor-, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar -dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta-. Escúchame bien, Terence Neil -dice-. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»-Sí que es verdad -dice mi padre.
»-Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato -dice el otro.
»-Así es como yo lo llamaría, sí señor -dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»-Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres -va y dice-, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.
»-Sí que es una lástima -dice mi padre-. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy...
»-Calla la boca, deslenguado -dice el señor-. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta -dice sentándose frente a mi padre-. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.
«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)
»-¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?
»-Calla la boca, estúpido -dice el señor-. Ahora te explico por qué me molesta la pierna -dice-. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes -dice-; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor -dice-. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio.
»-Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría -dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-. Sólo lo hago con pobres hombres como yo.
»-No seas pelotillero -dice el señor-. Aquí tienes la pierna -dice, levantándola hacia mi padre-. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»-Tira fuerte, imbécil -dice el señor.
»-Como mande su señoría -dice mi padre.
»-Más fuerte -dice el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»-Voy a beber un traguito para darme ánimos -dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella . -A tu salud, Terence -dice-, y sigue tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.»

29 de septiembre de 2009

El que no pudo amar

Desde que don Juan se ha casado es casi imposible encontrarlo fuera de su casa, sobre todo por la noche. Los cabellos ralos y grises, los hombros un poco curvados y también -¿por qué no decirlo?- un catarro obstinado, ya crónico, lo tienen apartado del mundo y de sus pompas. Sin embargo, una noche, a mediados de marzo, vi a don Juan Tenorio hablando en un lugar público con Juan Buttadeo, llamado el Judío Errante.
En medio de la ridícula majestad de una gran cervecería de tipo germánico, bajo la claridad esfumada de una redonda lámpara eléctrica, los dos hombres hablaban, meneando sus grises cabezas, sin mirar a las mujeres de labios rojos y a los jovencitos escuálidos que se hallaban ganduleando y beborroteando en torno de ellas. Las dos legendarias apariciones habían bebido su café y no parecía que se diesen cuenta de que se hallaban en el mundo de los estudiosos del "folclor" y de los profesores de poesía comparada. Vivían y hablaban como ustedes y como yo, y sus palabras me llegaron distintas y comprensibles apenas me acerqué a la mesita de hierro junto a la que se hallaban sentados. Había una silla vacía cerca de ellos y me senté en ella. Los dos viejos no interrumpieron su conversación y me miraron con una fugitiva sonrisa, como si hubiese sido un amigo de la infancia que acabasen de dejar pocos momentos antes.
-No es fácil; no, no es fácil -afirmaba enérgicamente don Juan- dar una explicación de mi historia, y tal vez me moriré antes de que se descubra el secreto de mi vida. He ido algunas veces al teatro donde representaban mis gestas y me he reído mucho más que los otros al ver aquella ingenua parodia que hace de mí un insaciable libertino, amasijo de lujuria y de vanidad, arrastrado finalmente al infierno por la venganza del Comendador y de Dios.
"¡Dulcísima cosa no ser comprendido por esos reyes de la platea! Ni siquiera Molière, quien, sin embargo, era cortesano y comediante, pudo comprender quién era yo. Bajo mi justillo azul marino, bajo mi sombrero de solitaria pluma negra, nadie ha sabido verme. Seducciones, besos, raptos nocturnos, escaleras secretas, citas insidiosas, celadas, mascaradas y banquetes, y el blanco monumento, y la última fiesta, todo eso era exterior, convencional, ficción; los escritores de tragicomedias y poemas han visto todo eso y nada más. Un pintoresco seductor, un caprichoso caballero, un voluble enamorado; eso es lo que soy para todos ésos y para los que los leen. ¡Y ninguno de estos grandes reveladores del corazón humano han descubierto la razón desesperada de mis aventuras, ni siquiera uno ha adivinado que fui libertino contra mi voluntad y voluble contra mi deseo!
"Podría volver a evocar las noches de mi primera adolescencia, cuando antes de dormirme intentaba imaginar y decidir cuál iba a ser mi vida. No ha habido ningún muchacho más apacible y puro que yo. Pensaba en el amor como en una cosa sagrada y en la mujer como en un proemio misterioso que me esperaba en el umbral de la juventud. Y la juventud llegó, y vino la primavera, y temblaron las estrellas y reverdecieron los árboles, y las mujeres se envolvieron en sus bellos vestidos claros. Pero el amor no vino. El amor fue para mí una palabra. No sentí ninguna de aquellas palpitaciones que hacen poner pálidos de repente los rostros de los hombres. No tuve sobresaltos ni estremecimientos a la vista de un querido rostro, al sonido de una voz clara. Mis sentidos se despertaron, pero mi corazón permaneció tranquilo, pausado, como antes. Tenía el deseo del amor, pero no la capacidad de amar. Comprendía que no amaría nunca, que no podría conocer nunca los extravíos y los perfumes de la pasión. Comprendía que podría disfrutar de las mujeres, que podría hacerme amar por ellas, pero que no conseguiría agitar por un solo momento mi corazón o turbar mi alma. No quise creer en los primeros tiempos en esa imposibilidad de amar y busqué todos los caminos para desmentir mis primeras experiencias, ya que creía en la belleza y en la grandeza del amor, y no quería que las mujeres fuesen para mí únicamente un juego y un pasatiempo. Traté, pues, de hacer nacer en mí, por todos los medios, esa pasión de la que me sentía espontáneamente incapaz; probé todos los métodos para que se desarrollara en mí, aunque no fuese más que por una sola vez, la loca llama del amor.
"Pensé que lo conseguiría obrando 'como si' estuviese enamorado, esperando que, a fuerza de repetir ciertas palabras y de realizar ciertos actos, nacería también en mí el sentimiento que los demás expresaban con esos actos y palabras. Por eso fingí perfectamente amar e imité todos los gestos, las sonrisas, las miradas, las palabras, las expresiones que usan los enamorados. Repetí mil, diez mil veces las más tiernas imágenes, las más ardientes confidencias y los más apasionados suspiros de lírica apasionada; besé, acaricié, suspiré, pasé largas horas bajo una ventana; esperé noches enteras envuelto en mi capa, la aparición de una luz conocida; escribí cartas desatinadas, me esforcé en verter lágrimas de emoción y conseguí perfectamente comprometerme a los ojos de todos, jurándome solemnemente prometido a una jovencita que mi comedia amorosa había turbado. Pero todo fue vano. De nada valió mi diligente ficción, estudiada con arreglo a los modelos más perfectos y los libros más célebres. Continuaba siendo incapaz del verdadero y único amor; tenía que reconocer siempre mi radical imposibilidad de amar.
"Entonces comenzó mi vida legendaria, aquella que ha hecho de mí el tipo del inconstante libertino. Hasta aquel tiempo había sido puro de cuerpo y había buscado con toda el alma aquel afecto potente y terrible de que todos los hombres son presa, al menos una vez. Pero ante mi impotencia pasional no tuve valor para resignarme. Quise aún, y por toda la vida, tentar la suerte. Esperaba que, tal vez repentinamente, el amor surgiría a oleadas de mi corazón, más intenso e impetuoso a causa de la larga espera. Creía que hasta aquel momento no había nacido en mí porque no había encontrado todavía la mujer que debía hacer brotar y bullir mi interna fuente de pasión. Y comencé a buscar desesperadamente a esa mujer; recorrí todos los países, todas las ciudades del mundo, toda la Tierra, seduciendo muchachas, atrayendo vírgenes, conquistando viudas y esposas; siempre inquieto, incansable, descontento, no satisfecho; siempre al acecho de esa mujer única, de esa liberadora desconocida que debía existir en alguna parte, que debía encontrar, que debía hacerme conocer el amor inmortal. Y hubo mujeres que huyeron conmigo, y mujeres que lloraron por mí, y mujeres que murieron por mí, y nunca tuve la alegría y la sorpresa de encontrar aquella que debía hacer estremecer mi corazón y confundir mi espíritu. Disfruté los cuerpos de innumerables mujeres, sentí latir sobre mi pecho innumerables corazones de amantes, y, sin embargo, ni por un momento fui capaz de fundir mi alma con la de la que amaba. Me hallaba a su lado con el espíritu frío, insensible, lúcido: interesado únicamente en las formas de sus miembros y en la graciosa curiosidad de sus pequeñas almas ardientes. Las miraba a los ojos -ojos negros, ojos azules, ojos grises, ojos de espasmo y de pasión- y veía en ellos reflejarse mi rostro, y veía brillar la alegría de ellas al sentirme a su lado, y, sin embargo, mis ojos no se velaron ni por un instante, y cuando las había poseído, las dejaba sin remordimientos.
"Se dijo entonces que yo era un vil lujurioso que buscaba el placer del cuerpo y despreciaba el amor, ¡cuando yo iba de mujer en mujer, de aventura en aventura, para buscar precisamente el único amor, y mi volubilidad nacía de la constancia en quererlo encontrar, y mi capricho nacía de la desesperación de no encontrarlo! Creían que yo me divertía, cuando estaba triste por mi vana persecución; dijeron que era cruel, cuando la suerte era cruel conmigo. Buscaba mil mujeres porque no conseguía amar a una sola para siempre, y se imaginaban que yo quería burlarme de todas. No vieron bajo la aparente ligereza del voluble caballero toda la rabiosa tristeza del 'amante no correspondido por el amor'. Muchos corazones de mujeres sufrieron por mi culpa, pero ninguna conoció, ni en las lágrimas ni en los sollozos del abandono, toda la acerba desesperación de mi alma no satisfecha de la mórbida carne ni de las veloces fortunas. Bajo la máscara de mi leyenda se halla la amarga sonrisa del que fue amado demasiado y no consiguió amar".
Calló el viejo seductor en este momento, y el otro viejo comenzó a hablar con voz lejana:
-Lo que has dicho es tal vez verdad y ciertamente terrible. Pero no has dicho más que la causa interna, la prehistoria de tu leyenda, y no has ofrecido ninguna nueva interpretación, no has añadido ningún nuevo sentido. Yo, que hace siglos y siglos recorro el mundo y he aprendido a meditar en la soledad; yo, que he llegado a ser como el errante Edipo, descifrador de enigmas y filósofo trágico, comprendo perfectamente la moraleja que se desprende de tu lamentable historia. Aquello que los hombres han querido condenar y matar en ti es "el amor a la diversidad, el amor al cambio". Ante tu ir de mujer en mujer, ante la continua movilidad de tus gustos y de tus deseos, ellos han levantado la blanca y rígida estatua del Comendador, el verdadero símbolo, diría un lógico, del inmóvil concepto ante la continua variedad de la intuición. ¡Y por eso, oh don Juan, eres mi hermano! También en mí los hombres han expresado su odio y su miedo al cambio.
"Me han condenado a ser un eterno vagabundo, imaginándose que el cambiar continuamente de lugar, ver siempre cosas nuevas, no tener morada fija, un rincón estable del nacimiento a la muerte, constituye la más grande maldición para el alma de un hombre. En cambio, yo he convertido en alegría su condena; me he hecho un alma magnífica, de pasajero, de explorador, de peregrino, de caballero errante, de globetrotter aficionado, y así vivo, en el continuo diverso y en el perpetuo cambio, una vida bastante más rica que la de mis jueces y mis verdugos. Yo y tú, don Juan, somos los héroes de la diversidad y de la mutabilidad, y los esclavos de la casa única y de la mujer única nos han querido escupir con desprecio. Pero nosotros corremos, ¡oh don Juan!, nosotros corremos más de prisa que ellos y ellos irán pronto bajo tierra a incubar su económica felicidad".
Pero don Juan no escuchaba al sentencioso viajero, y apenas éste hubo callado, continuó hablando:
-Bajo la máscara de mi leyenda hay tal vez una sonrisa, una amarga sonrisa, pero dentro de mi corazón no hay más que angustia, siempre renovada por mis desilusiones. Ahora ya soy viejo, y no sabré nunca qué cosa es el amor. La mujer que buscaba no me ha salido al encuentro por ningún camino, y cuando ha llegado la vejez y he tenido necesidad del reposo y de cuidados, no he encontrado más que una pobre criada que haya querido cuidarme.
El Judío Errante iba a sacar alguna consecuencia filosófica de las palabras de don Juan, cuando un hombrecillo muy cumplido, vestido de negro y con un lunar sobre el bigote izquierdo, vino a anunciar que la cervecería se cerraba. Don Juan sacó de su bolsa una moneda de oro, pero el hombrecillo la miró y la rechazó. Era un doblón español de 1662. Juan Buttadeo, más práctico, sacó del bolsillo una moneda de plata, la hizo sonar sobre la mesa y los tres salimos juntos a la plaza desierta, riéndonos estrepitosamente sin razón ninguna.

La squaw

En aquella época, Nuremberg estaba muy lejos de ser la ciudad conocida y frecuentada en que se ha convertido en nuestros días.
Esta antigua ciudad no evocaba demasiadas cosas para los viajeros de aquel entonces. Mi esposa y yo estábamos en la segunda semana de nuestro viaje de bodas; y, sin mencionarlo, comenzamos a desear la presencia de un tercero. Por ello acogimos con satisfacción la compañía de un tal Elias P. Hutcheson, de Isthmain City, Bleeding Gulch, condado de Maple Tree (Nebraska), cuando ese alegre sujeto, apenas salir de la estación de Frankfurt del Main, declaró, con marcado acento yanqui, que se proponía visitar una maldita vieja ciudad de Europa que, por lo menos, tenía los años de Matusalén, pero que un viaje así requería, necesariamente, alguna compañía. Todo hombre, explicó, aunque tenga un carácter activo y sensato, se arriesga, a fuerza de viajar siempre solo, a acabar sus días encerrado entre las cuatro paredes de un manicomio. Tanto Amelia como yo constatamos algunos días más tarde, al comparar nuestros respectivos diarios, que habíamos decidido no relacionarnos con él sino de forma circunspecta y controlada con el fin de no parecer demasiado contentos de haberlo conocido, lo cual no hubiera parecido demasiado compatible con un inicio de vida conyugal. Pero, por muy laudable que fuese, esta resolución quedó en agua de borrajas por el hecho de empezar a hablar los dos al interrumpirnos los dos al mismo tiempo y luego volver a empezar a hablar los dos al mismo tiempo. De todas maneras, no importaba cómo, ya estaba hecho, y Elias P. ya,, no se apartó de nuestro lado. Y Amelia y yo sacamos de ello un buen beneficio; en vez de pelearnos, como habíamos estado haciendo, descubrimos que la influencia restrictiva de una tercera persona era tal que ahora aprovechábamos todas las oportunidades para besarnos por los rincones. Amelia afirma que desde entonces, y como resultado de esa experiencia, aconseja a todas sus amigas que lleven a un amigo en su luna de, miel. Bien, «hicimos» Nuremberg juntos; y nos lo pasamos muy bien con la sabrosa forma de hablar de nuestro nuevo amigo del otro lado del Atlántico, el cual, tanto por sus pruebas de ingenio como por los alucinantes relatos de sus aventuras pasadas, parecía salido directamente de alguna novela picaresca. Habíamos decidido, reservar como plato fuerte la visita al castillo imperial de Nuremberg, el Kaiserburg, y el día prefijado para la visita rodeamos la muralla exterior de la ciudad por su lado este.
El Kaiserburg se alza sobre una escarpada roca que domina la ciudad; inmensos fosos, muy profundos, defienden el acceso por la parte norte. Nuremberg tuvo la fortuna de no haber sido saqueada jamás; de otra manera no habría podido mostrar aquel aspecto nuevo y flamante que contemplamos entonces. Los fosos ya no servían desde hacía siglos: el fondo estaba ocupado por casas de té al aire libre y plantaciones de árboles frutales, algunos de los cuales alcanzaban un tamaño respetable. Avanzamos junto al largo muro fortificado bajo el ardiente sol de julio, deteniéndonos a menudo para admirar la vista que se abría ante nosotros, en especial la gran llanura cubierta de ciudades y pueblos y enmarcada en una línea azul de colinas, como un paisaje de Claude Lerraine. Las torres del Kaiserburg, ahora cercanas, se alzaban a nuestra derecha; y más cerca aún, la altiva, la orgullosa Torre de las Torturas que era, y quizá lo sea todavía, el lugar más interesante de la ciudad. Durante siglos se ha citado a la Virgen de Hierro de Nuremberg como el ejemplo más claro de los horrores y la crueldad en los que puede caer el hombre. Por nuestra parte, siempre habíamos deseado poder verla algún día; y hete aquí que finalmente nos hallábamos a la entrada de lo que era su hogar.
Durante uno de nuestros altos en el camino, nos asomamos por encima del muro que circundaba los fosos. Allá abajo, muy al fondo, estaban los jardines somnolientos bajo el sol, quizás a quince o veinte metros de profundidad, aplastados bajo el sofocante y opresivo calor. Más allá, unas enormes murallas grises y hoscas, de una altura impresionante, se perdían a izquierda y derecha en los ángulos del bastión y la contraescarpa. Árboles y arbustos coronaban la cumbre. Detrás se alzaban altivas mansiones a las que el tiempo había dado una belleza aún mayor.
El calor nos agobiaba; caminábamos lentamente. Sin prisa alguna, nos detuvimos allí mismo y nos volvimos a asomar por en 1 cima del muro. Entonces se nos ofreció un cuadro encantador: una gran gata negra estaba tendida cuan larga era al sol, mientras un gatito del mismo color correteaba alegremente a su alrededor. La madre agitaba lentamente la cola para divertir a su pequeño y lo empujaba con la pata para animarlo a jugar. Los dos animales estaban al pie del muro, a nuestro nivel, y Elias P. Hutcheson se inclinó y tomó una piedra de tamaño bastante considerable con el fin de participar en sus juegos.
-¡Miren! -nos dijo con su divertido acento yanqui-. La voy a lanzar cerca del gatito, y se van a quedar preguntando de donde habrá salido.
-¡Oh!, vaya con cuidado -le recomendó mi esposa-, podría herir al pobre gatito
-¿Yo? Jamás lo intentaría, mi querida amiga -replicó Elias P.-. Tengo un corazón tan tierno como un cerezo de New Hampshire. ¡Por Dios!, tengo tan pocas intenciones de dañar a ese hermoso animalillo como de arrancarle la cabellera a un niño de teta. Por lo demás, no hay ningún peligro. ¡Mire, podría apostar lo que quisiera, hasta sus medias de fantasía, a que no voy a fallar! Fíjese, la voy a lanzar un poco hacia un lado, así...
Dicho esto, se inclinó hacia adelante, extendió el brazo y lanzó la piedra. Tal vez exista una fuerza de atracción que haga que un cuerpo, sea cual sea su volumen, acabe siempre por alcanzar a otro más grande que él, o quizá simplemente el muro no fuera totalmente vertical, cosa que no podíamos comprobar desde el punto en que nos hallábamos. Fuera lo que fuese, nos llegó un ruido blando, desgarrador, a través del cálido aire: la piedra acababa de dar de lleno en la cabeza del gatito y le había reventado el cráneo. La gata negra lanzó una rápida mirada en nuestra dirección; y vimos sus pupilas verdes y llameantes fijarse intensamente en Elias P. Hutcheson. Luego se volvió hacia el cuerpecillo tendido junto a ella, cuyas patitas todavía se agitaban imperceptible, presas de convulsiones, mientras un hilillo de sangre brotaba de la herida abierta. Entonces, con un sollozo ahogado, casi humano, se inclinó sobre el gatito, ahora inerte, y se puso a lamerle gimoteando la herida.
De pronto pareció darse cuenta de su muerte; y, una vez más, alzó su mirada hacia nosotros. Una mirada que nunca voy a olvidar, tal era el odio que de ella se desbordaba. Un fuego enconado ardía en el fondo de sus ojos verdes; sus dientes blancos y agudos parecían, brillar bajo la sangre que manchaba sus labios y bigotes. Y esos dientes rechinaban, mientras el animal descubría y alargaba unas enormes uñas afiladas. De pronto saltó desesperadamente hacia el muro para intentar alcanzamos; pero no lo logró y volvió a caer sobre el pequeño cadáver. Cuando se volvió a alzar, todavía nos pareció más horrible, tan pegajoso estaba su pelo oscuro por la sangre y los sesos. Amelia se desvaneció. Fue preciso que la transportase hasta un banco próximo, bajo la sombra de un plátano, donde recobró lentamente el conocimiento. En ese momento regresé junto a Hutcheson que, inmóvil de pie, observaba la enfurecida gata.
-¡Vaya por Dios! -exclamó al ver que me acercaba-. No creo haber visto un aspecto más feroz que el de esa bestia..., excepto en cierta ocasión, en una india de la tribu de los apaches, una squaw, como las llaman allí. Recuerdo cuando la squaw apache tuvo entre sus manos a un mestizo al que llamaban Astillas, para vengarse de lo que éste le había hecho al papoose, o sea el niño de esa squaw, al que había raptado en una correría para vengarse a su vez de la forma en que los apaches habían aplicado la tortura del fuego a su madre. La india estuvo mirando lo que le hacía el mestizo a su papoose, como si no quisiera olvidar un solo detalle. Persiguió a Astillas durante más de tres años, hasta que al final los bravos de su tribu lo atraparon y se lo entregaron. Dicen que ningún hombre, blanco o indio, ha tardado tanto en morir bajo las torturas apaches... La única vez que la vi sonreír fue cuando la eliminé. Llegué a su campamento justo cuando Astillas exhalaba su último suspiro, y les aseguro que a él tampoco le supo mal morir. Era un tipo demasiado duro, y yo nunca le había mostrado ninguna amistad después de lo del crío indio, pues había sido una gran canallada, y eso que tenía todo el aspecto de un hombre blanco. Pero pagó su deuda hasta el último centavo, y más aún, con creces. ¡Lo único que pude hacer con él fue conservar un trozo de su piel, ya que lo habían despellejado totalmente, y mandar que me forraran una agenda con ella! Aquí está -dijo, palmeándose el bolsillo del chaleco.
Mientras hablaba, la gata trataba de alcanzar frenéticamente la parte alta del muro. Primero tomaba impulso y luego saltaba, llegando a veces a una altura sorprendente. Aunque siempre volvía a caer al fondo, no parecía importarle: volvía a intentarlo con creciente ardor. Hutcheson era un buen muchacho- tanto mi mujer como yo nos habíamos fijado en la amabilidad con que trataba tanto a personas como a animales, y parecía sinceramente entristecido por el estado de furor en que veía a la gata.
-Lamento mucho no poder hacer nada -dijo-. Pobre animal, parece tan desesperado... Mira, no es culpa mía, ha sido un accidente. Y todo esto no te devolverá a tu pequeño. Lo lamento, nunca hubiera deseado que sucediese tal cosa, ni siquiera por un fajo de billetes... Espero, coronel -una de sus diversiones habituales era la de atribuirnos títulos imaginarios-, que su esposa no esté demasiado irritada conmigo por este desgraciado incidente. La culpa no es mía, y no se pue de llegar a imaginar hasta qué punto lo lamento.
Se aproximó a Amelia y se deshizo en excusas. Ella lo confortó, asegurándole que nunca había dudado de que se tratase de un accidente. Luego regresamos al muro para ver lo que hacía la gata. Ésta, al no ver a Hutcheson, se había quedado al acecho al borde del foso, dispuesta a abalanzarse de nuevo. En cuanto lo vio, saltó con un furor ciego que hubiera parecido
risible en otras circunstancias. Ya no trataba de alcanzar la parte alta del muro; simplemente se limitaba a lanzarse hacia Hutcheson como si la violencia de su odio, prestándole alas, pudiera permitirle franquear aquella gran distancia que los separaba. Amelia, con el infalible instinto de su sexo, se dio cuenta de inmediato del peligro.
-Tenga cuidado -le dijo a Elias P. con voz inquieta-, porque es seguro que, si estuviera aquí, ese animal trataría de matarlo. La muerte brilla en sus ojos.
-Perdóneme, mi pequeña amiga -replicó Hutcheson con una carcajada-, pero no puedo impedir reírme. ¡Es demasiado divertido! ¡Yo! ¡Yo, que he cazado al oso pardo y al indio, quiere que tenga cuidado de una gata!
Cuando el animal oyó las risas interrumpió sus intentos. Fue a sentarse lentamente junto al cadáver de su pequeño, y comenzó a lamerlo como si aún estuviera vivo.
-Ahí tienen –dije- los resultados de la acción de la voluntad de un hombre fuerte. La misma gata, a pesar de su furor, ha reconocido a su dueño y se inclina ante él.
-¡Exactamente igual que una squaw! -fue el único comentario de Elias P. Hutcheson, mientras reemprendíamos nuestro camino a lo largo de los fosos.
De vez en cuando nos volvíamos para mirar por encima del muro y, cada vez, veíamos a la gata que nos seguía. A veces regresaba al lado del pequeño cadáver. Pero, como la distancia no dejaba de aumentar, lo tomó en su boca, y así nos siguió. Sin embargo, al cabo de un tiempo lo abandonó, pues la vimos seguirnos sola; evidentemente había escondido el cadáver en alguna parte. La alarma de Amelia empezó a crecer ante la persistencia de la gata, y más de una vez repitió su advertencia; pero el americano se reía siempre, divertido, hasta que finalmente, viendo que comenzaba a estar Preocupada, le dijo:
-Le aseguro, señora, que no debe asustarla esa gata. ¡Soy un hombre prevenido, puede estar segura! -Y se palmeó el bolsillo de la parte trasera de su pantalón, donde siempre llevaba una pistola-. Vaya, antes que seguir viéndola preocupada estoy dispuesto a matar de un tiro a ese animalillo, aquí mismo, y arriesgarme a que la policía se mezcle en los asuntos de un ciudadano de los Estados Unidos por llevar un arma sin permiso.
Mientras hablaba miró por encima del muro. Pero la gata, al verle, se retiró con un gruñido y se ocultó en un macizo de flores.
-Vaya por Dios -dijo Hutcheson-. Ese animal tiene más sentido común que el que poseen la mayoría de cristianos. ¡Supongo que ya no la veremos nunca más! Les apostaría cualquier cosa a que ahora va a buscar a: su cría para hacerle un hermoso entierro.
Amelia no dijo nada más, por miedo a que en un erróneo acto de amistad hacia ella cumpliese su amenaza de matar a la gata; así que proseguimos nuestro camino y cruzamos el pequeño puente de madera que llevaba a la puerta en la que se iniciaba la empinada senda: enlosada entre el Kaiserburg y la pentagonal Torre de las Torturas. Mientras cruzábamos el puente vimos de nuevo a la gata debajo de nosotros. Cuando nos vio, su furia pareció ganarla de nuevo, e hizo frenéticos esfuerzos por escalar la pared vertical. Hutcheson se rió al verla y le dijo:
-Adiós, vieja amiga. Lamento haber herido tus sentimientos, pero ya se te pasará el enfado. ¡Hasta otra!
Y atravesamos la alta y oscura arcada y llegamos a la puerta del Kaiserburg.
Cuando salimos de nuevo, tras nuestra exploración de aquel hermoso lugar antiguo, que ni siquiera los bienintencionados esfuerzos de los restauradores góticos de hace cuarenta años habían logrado estropear (pese a que esta restauración era de un blanco brillan te), parecíamos haber olvidado por completo el poco placentero episodio de la mañana. El viejo tilo con gran tronco retorcido por el paso de casi nueve siglos, profundo pozo excavado en el corazón de la roca p aquellos cautivos de la antigüedad y la hermosa vista desde las murallas de la ciudad en las que oímos, durante casi un cuarto de hora, el sonido de los múltiples carillones.... todo había contribuido a borrar de nuestras mentes el incidente del gatito muerto.
Éramos los únicos visitantes que habían entrado aquella mañana en la Torre de las Torturas, al menos eso es lo que nos dijo el viejo guardián, así que teníamos el lugar para nosotros solos, y pudimos llevar a cabo una visita mucho más detallada y satisfactoria de lo que habría sido posible en otras circunstancias. El guardián, viendo en nosotros la única fuente de ingresos de aquel día, se mostró dispuesto a cumplir todos nuestros deseos. La Torre de las Torturas es ciertamente un lugar opresivo, incluso ahora, cuando muchos millares de visitantes le han dado una cierta chispa de vida y la alegría que ella comporta. Pero en aquel tiempo al que yo me refiero aún mantenía su aspecto más primitivo y terrible. El polvo de los siglos parecía estar en todas partes, y la oscuridad y el horror de sus recuerdos parecían haberse hecho sensibles de una forma que hubiera satisfecho a las almas panteístas de Filo o Espinoza. La cámara inferior, por la que entramos, estaba al parecer normalmente en tinieblas, y hasta la cálida luz diurna que entraba a chorros por la puerta parecía perderse en el grosor de las paredes, y solo mostraba los burdos ladrillos tal y como los había dejado el constructor, pero cubiertos de polvo y teñidos aquí y allá por manchas oscuras que, si las paredes pudieran hablar, habrían contado terribles recuerdos de miedo y sufrimiento.
Por todo ello, nos sentimos satisfechos al subir por la polvorienta escalera de madera, dejando el guardián abierta la puerta exterior para que nos iluminase algo el camino, pues, para nuestros ojos, la única y maloliente vela colocada en un candelabro clavado a la pared no daba bastante luz. Cuando salimos por la trampilla de un rincón de la cámara superior, Amelia se apretó tan fuertemente contra mí que pude notar cómo palpitaba su corazón.
Por mi parte debo decir que no me sorprendió su temor, Pues esa sala aún era más terrible que la que acabábamos de abandonar. Ciertamente, aquí había más luz, pero esto sólo contribuía a que pudiésemos contemplar mejor los horribles detalles del lugar. Evidentemente, los constructores de la torre habían pensado que sólo los que llegasen a la cima debían beneficiarse de la luz y de la visión, pues en todo el resto de la torre solo había algunas estrechas troneras como las de las construcciones militares medievales.
Unas pocas de éstas iluminaban la cámara, y estaban colocadas a tanta altura que desde ningún lugar podía verse el cielo a causa del grosor de las paredes. Desordenadamente, en unos armeros a lo largo de los muros, se veían espadas de decapitar, grandes armas de larga empuñadura, ancha hoja y afilados bordes. Junto a ellas, varios tajos en los que habían descansado las cabezas de las víctimas, en los que se veían los profundos cortes hechos por el acero que había cercenado las carnes, clavándose en la madera. Por toda la cámara, dispuestos al azar, se veían muchos aparatos de tortura que hacían estremecer el corazón: sillas llenas de clavos que daban idea de un terrible dolor; sillas y camastros tachonados de puntas romas cuya tortura parecía menor, pero que, aunque más lenta, era igualmente eficaz; potros, cinturones, guantes, collares, todos ellos dispuestos para comprimir a voluntad; caperuzas de acero en las que las cabezas podían ser machacadas lentamente; garfios de largos mangos y afiladas puntas muy utilizados por la antigua policía de Nuremberg; y muchos, muchos otros artefactos creados por el hombre para hacer daño a sus semejantes.
Amelia se puso muy pálida ante lo horrible de todas aquellas cosas, pero afortunadamente no se desmayó, aunque se sintió algo mareada y se sentó en una de las sillas de tortura, poniéndose inmediatamente en pie de un salto, con un grito, desaparecido su comienzo de mareo. Ambos hicimos ver como si hubieran sido las herrumbrosas púas lo que la habían asustado, y el señor Hutcheson aceptó nuestra explicación con una risita amable.
Pero el objeto principal de aquella cámara de los horrores era el artilugio conocido como la Virgen de Hierro, colocado en el centro de la habitación. Tenía la forma aproximada de una mujer de amplias formas. Uno apenas hubiera reconocido en ella la figura humana si no se hubiera preocupado el herrero de dar a su rostro una forma más cuidada. El artefacto estaba cubierto por una capa de óxido y polvo; había una cuerda atada a una anilla en la parte delantera, más o menos donde debiera de haber tenido la cintura, cuerda que pasaba por una polea clavada a la viga de madera que sostenía el techo. Tirando de la cuerda, el guardián nos mostró que la parte frontal se movía sobre unas bisagras como si fuera una puerta; entonces vimos que el artilugio tenía unas paredes de considerable grosor, que apenas dejaban lugar en su interior para que en él fuera introducido un cuerpo humano. La puerta era de grosor similar y gran peso, pues fue necesario todo el esfuerzo del guardián, ayudado por la polea, para abrirla.
Este peso era debido en parte al hecho de que evidentemente se había diseñado la puerta de forma que colgase de tal modo que su propio peso la hiciera cerrarse en cuanto se soltase la cuerda. El interior estaba manchado por el óxido, pero no solo por eso, pues el óxido producido por el tiempo no hubiera podido morder tan profundamente las paredes de hierTo, y las señales interiores eran verdaderamente profundas. Tan sólo cuando nos acercamos a mirar detenidamente el interior de la puerta fue cuando nos dimos cuenta de su diabólica misión. Había allí varias largas púas, cuadradas y gruesas, de amplia base y afilado extremo, colocadas de tal forma que cuando se cerrase la puerta las superiores atravesasen los ojos de la víctima y las inferiores su corazón y otras partes vitales. La visión fue demasiado para la pobre Amelia y esta vez cayó desmayada, y tuve que bajarla por la escalera de madera y llevarla hasta un banco del exterior, donde se recuperó. La impresión que sintió fue tan grande que mi primogénito tiene un antojo en el pecho que, según toda mi familia, representa a la Virgen de Nuremberg.
Cuando regresamos a la cámara nos encontramos a Hutcheson frente a la virgen de hierro. Evidentemente, había estado reflexionando, y ahora nos transmitió el fruto de sus meditaciones en forma de exordio:
-Bueno, creo que he estado aprendiendo algo mientras la señora se recuperaba de su desmayo. Me parece que estamos muy atrasados en nuestro lado del gran charco. Allá en las llanuras solíamos pensar que los indios nos daban lecciones en lo referente a cómo hacer que un hombre se sintiera mal, pero me parece que sus defensores de la ley y el orden medievales los superaban absolutamente. Los apaches saben hacer muy bien las cosas, pero esta jovencita de aquí les tenía ganada la mano. Las puntas de estas púas aún siguen estando bien afiladas, aunque los bordes estén embotados por lo mucho en lo que se clavaron. Seria una buena cosa que la Oficina de Asuntos Indios se hiciese con unos cuantos ejemplares de este juguetito para llevarlos a las, reservas: esto iba a meter en cintura a los bravos, y también a sus squaws, mostrándoles cómo la vieja civilización todavía tiene mucho que enseñarles. ¡Francamente, me gustaría entrar un momento en esa caja para ver lo que se siente!
-¡Oh, no, no! -dijo Amelia-. ¡Es demasiado terrible!
-Mi pequeña amiga, no hay nada demasiado terrible para una mente inquisitiva. Me he metido muchas veces en buenos líos. Pasé toda una noche en el interior del cadáver de un caballo mientras ardía toda la pradera del territorio de Montana.... y en otra ocasión dormí en el interior de un búfalo muerto cuando los comanches estaban en el sendero de la guerra y no me quedaba otro remedio si es que no quería hacer compañía al animal. he pasado dos días en un túnel derrumbado en la mina de oro de Billy Broncho en Nuevo Méjico, y fui uno de los cuatro que permaneció encerrado durante las tres cuartas partes de un día en la campana estanca que rompió las amarras cuando estábamos excavando los cimientos del puente de Buffalo. No me he dejado perder ni una sola sensación extraña hasta ahora, y no pienso perderme ésta.
Vimos que nada podría disuadirle, así que le dije:
-Bueno, entonces apresúrese, amigo, y acabemos de una vez.
-De acuerdo, mi general -me contestó-. Pero aún falta una cosa. Mis predecesores, los caballeros que se encontraron anteriormente en esta lata de sardinas, no lo hicieron voluntariamente.... ¡seguro que no! Imagino que los debían de traer bien atados antes de dejar caer el telón. Deseo hacer bien las cosas, así que primero necesito que me aten a conciencia. Me imagino que este buen hombre podrá encontrar un poco de cuerda para ello, ¿no, jefe?
Esto último se lo preguntó al viejo guardián, pero éste, que comprendía a grosso modo nuestra conversación, aunque quizá no entendiese todas las palabras, negó con la cabeza. Sin embargo, su negativa era un puro formulismo que únicamente buscaba una mayor propina. El americano le colocó una moneda de oro en la mano y le dijo:
-Tenga, compañero, para que beba un trago. Y no tenga miedo: desde luego no tengo ninguna intención de acabar aquí mis días.
Entonces el guardián buscó un trozo de cuerda, delgada y desgastada, y procedió a atar a nuestro amigo, dispuesto a cumplir con sus deseos. Cuando la parte superior de su cuerpo estuvo atada, Hutcheson le dijo:
-¡Un momento, señor juez! Evidentemente peso demasiado para que pueda meterme en vilo en la lata de sardinas. Déjeme meter, y entonces podrá acabar de atarme las piernas.
Mientras así hablaba se había introducido por la 1 abertura, que apenas si era lo bastante grande como para dejarle paso: el lugar era mínimo para un hombre de su corpulencia. Amelia lo contemplaba con temor en sus ojos, pero evidentemente sin deseos de intervenir. Entonces el guardián completó su tarea atando los pies del americano de forma que quedase por completo inerme y obligado a permanecer en su voluntaria prisión. Parecía estar disfrutando del momento, y la sonrisa habitual en su rostro se hizo más grande cuando dijo:
-¡Vaya, esta Eva debió ser hecha de la costilla de un enano! No hay en ella sitio para un ciudadano adulto de los Estados Unidos. En el territorio de Idaho acostumbramos a hacer los ataúdes más grandes. Ahora, señor juez, puede comenzar a dejar caer, muy lentamente, la, puerta sobre mí. Quiero sentir el mismo placer que los otros muchachos cuando las púas empezaban a moverse hacia sus ojos.
-¡Oh, no, no, no! ---estalló histéricamente Amelia-. ¡Es demasiado terrible! ¡No deseo verlo! ¡No puedo! ¡No puedo!
Pero el americano era testarudo:
-Oiga, coronel -me dijo-. ¿Por qué no se lleva a la señora a dar un paseo? Por nada del mundo querría herir sus sentimientos, pero ahora que estoy aquí, tras atravesar doce mil kilómetros, me costaría mucho dejar¡ de sentir la sensación que ando buscando. ¡No todos los días tiene un hombre la oportunidad de ser enlatado! Yo y el juez arreglaremos este asunto en un momento, y cuando vuelvan todos nos reiremos de ello.
Una vez más triunfó la resolución nacida de la curiosidad, y Amelia se quedó allí, aferrada a mi brazo y estremeciéndose mientras el guardián comenzaba a soltar, centímetro a centímetro, la cuerda que sujetaba la puerta de hierro. El rostro de Hutcheson estaba radian te mientras sus ojos seguían el movimiento de las púas.
-¡Bueno! -dijo-. Creo no haberme sentido tan dichoso desde que salí de Nueva York. Excepto una pelea que tuve en Wapping con un marino francés, y eso que tampoco fue gran cosa, no ha habido nada que me complaciera realmente en este podrido continente, en el que no hay ni osos ni indios y en el que los hombres van desarmados. ¡Atento ahora, señor juez! ¡No se dé prisa! ¡Deseo un buen trabajo por mi dinero!
El guardián debía de tener en sus venas algo de la sangre de sus predecesores en aquella siniestra torre, pues maniobró la puerta con tal deliberada lentitud que al cabo de cinco minutos, en los que la puerta apenas si se había movido, Amelia comenzó a perder el control de sus nervios. Vi cómo sus labios perdían el color, y noté que su presión sobre mi brazo disminuía. Miré a mi alrededor para buscar un lugar donde depositarla, y cuando la contemplé de nuevo vi que su mirada estaba clavada en un lugar al lado de la virgen. La seguí, y vi a la gata negra acurrucada en un rincón. Sus ojos verdes brillaban como luces de peligro en la penumbra del lugar, y su color se veía resaltado por la sangre que aún manchaba su piel y enrojecía su boca. No pude evitar el gritar:
-¡La gata! ¡Cuidado con la gata!
Pero ya había saltado frente al artefacto. En aquel momento parecía un demonio triunfante. Sus ojos brillaban feroces, su pelo se erizó hasta que pareció doblar su tamaño, y su cola azotaba el aire como la de un tigre cuando tiene su presa ante él. En cuanto la vio, Elias P. Hutcheson sonrió divertido, y sus ojos chisporrotearon al decir:
-¡Vaya, la squaw se ha puesto sus pinturas de guerra! Denle una patada si intenta buscarme las cosquillas, pues el jefe me ha atado tan bien que no podría evitar que me sacase los ojos si lo intentase. ¡Cuidado, señor juez! ¡No suelte esa cuerda o estoy frito!
En aquel momento Amelia se desmayó al fin, y tuve que aferrarla por la cintura para que no se desplomase, al suelo. Mientras me ocupaba de ella, vi cómo la gata negra se acurrucaba para saltar, y me volví para apartarla.
Pero en aquel instante, con un maullido infernal, se lanzó, no contra Hutcheson como esperábamos, sino directamente a la cara del guardián. Sus garras parecieron rasgar salvajemente su rostro, como se ve en los dibujos chinos de los dragones rampantes. Y, mientras miraba, vi cómo una de sus patas caía sobre el ojo del pobre hombre y le rasgaba toda la mejilla, dejándole una profunda herida sangrante.
Con un aullido de puro terror, sentido antes que el dolor, el hombre saltó hacia atrás, soltando al mismo tiempo la cuerda que sostenía la puerta de hierro. Yo salté a por ella, pero ya era tarde, pues la cuerda voló como un rayo por la polea y la pesada masa cayó por su propio peso.
Mientras se cerraba la puerta entreví el rostro de nuestro pobre compañero. Parecía paralizado por el terror. Sus ojos se abrieron con terrible angustia, anonadados, y ningún sonido salió de sus labios.
Y las púas hicieron su trabajo. Por fortuna, el final fue rápido, pues cuando abrí la puerta de un tirón ya se habían clavado tan profundamente que su cráneo machacado quedó clavado en ellas, y con mi tirón lo arranqué de su prisión, por lo que, atado como estaba, cayó al suelo hacia adelante con un repugnante sonido blando, volviendo lo que antes había sido su cara hacia mí al derrumbarse. Corrí hacia mi esposa, la alcé y me la llevé fuera, pues temía por su razón si, al recobrarse del desmayo, veía aquella escena. La dejé sobre el banco del exterior y corrí de nuevo dentro. Apoyado contra una columna de madera estaba el guardián, sollozando de dolor mientras se cubría los ojos con un pañuelo ensangrentado. Y sentada sobre la cabeza del pobre americano estaba la gata, ronroneando fuertemente mientras lamía la sangre que brotaba de las reventadas pupilas.
Creo que nadie me podrá acusar de crueldad si confieso que tomé una de las antiguas espadas de ejecución y partí en dos a la gata, que ni se movió.