21 de agosto de 2010

¿Dónde esta mi cabeza?

- I -
Ayer, como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana, correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el meollo que contiene.

Pues señor... digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.

Imposible reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de cielo y tierra.

Andaban, como he dicho, presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o aldehuelas de gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella parte del mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en silencio. Deparoles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice el papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era de las tierras que caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían considerarse libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón de a ocho, reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara. No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.

- II -

Tranquilos y gozosos, después de dejar al rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron en la ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o jura de un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza, que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres que en nuestra civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas, metales y marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el gozo febril.

Recorrieron los fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el anciano miraba uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda del niño, la madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños con pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades y demonios coronados.

No tardaron en encontrar lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se armaban y desarmaban; en fin... no se puede contar. Para que nada faltase, había teatros con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto, sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes, cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado para recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los siglos.

- III -

En medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.

Y en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y desvanecimiento.

Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho.»

Como las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad.

Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad.

El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza militar.

Vierais allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados reinos.

A un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza.

Malleus Maleficarum

El Malleus Maleficarum o martillo de las brujas fue compilado y escrito por dos monjes inquisidores dominicos, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, quienes aseguraron en el libro que les habían sido otorgados poderes especiales para procesar brujas en Alemania por el Papa Inocencio VIII , por medio de un decreto papal del 5 de diciembre de 1484 ; pero este decreto había sido emitido antes de que el libro fuese escrito y antes de que sus planeados métodos fueran dados a conocer.
Kramer y Sprenger presentaron el Malleus Maleficarum a la Facultad de Teología de la Universidad de Colonia el 9 de mayo de 1487, esperando que fuese aprobado, en cambio, el clero de la Universidad lo condenó, declarándolo tanto ilegal como antiético. Kramer, no obstante, insertó una falsa nota de apoyo de la Universidad en posteriores ediciones impresas del libro.La fecha de 1487 es generalmente aceptada como la fecha de publicación, aunque ediciones más tempranas de la obra pudieron haber sido producidas en 1485 o 1486.La Iglesia proscribió el libro poco después de la publicación. A pesar de esto entre los años 1487 y 1520, la obra fue publicada 13 veces. Después de unos 50 años, fue nuevamente publicada, entre 1574 y la edición de Lyon de 1669, un total de 16 veces. La supuesta aprobación que aparece al inicio del libro contribuyó a su popularidad, dando la ilusión de que se le había otorgado un respaldo garantizado.
Con todo, el texto llegó a ser tan popular que vendió más copias que cualquier otro, aparte de la Biblia, hasta que El Progreso del Peregrino, de John Bunyan fue publicado en 1678.
Los efectos del Malleus Maleficarum se esparcieron mucho más allá de las fronteras de Alemania, causando gran impacto en Francia e Italia, y en menor grado, en Inglaterra

La mecanica del corazón

En la noche más fría del siglo XIX, nace en Edimburgo, Jack, el frágil hijo de una prostituta. El bebé nace con un corazón débil y para salvarlo le colocan un reloj de madera al que habrá de dar cuerda toda su vida. La prótesis funciona y Jack sobrevive, pero debe respetar una regla: evitar todo tipo de emoción que pueda alterar su corazón. Nada de enfados, y sobre todo, nada de enamorarse. Pero Jack conoce a una pequeña cantante de ojos grandes, Miss Acacia, una joven andaluza que pondrá a prueba el corazón de nuestro tierno héroe. Por el amor que siente hacia la joven, Jack se lanzará a una aventura quijotesca que le llevará desde Edimburgo a París, a las calles de Granada, haciéndole conocer las dulzuras y durezas del amor.
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Malzieu Mathias

16 de agosto de 2010

El amante de Janis Joplin

Desde que mató en defensa propia a uno de los siete hermanos Castro, conocidos traficantes del Triángulo Dorado, esa región de Sinaloa donde mejor se cosecha la cannabis, la vida del beisbolista David Valenzuela corre gran peligro. Perseguido por narcos, guerrilleros, el Comandante de la Policía Judicial y los sanguinarios parientes de su víctima, el fugitivo también es acosado por una bella mujer que lo desea y los consejos de una inquietante voz interior que dice ser su parte reencarnable. Ya que la inteligencia no es uno de sus dones, quizá sean su buena suerte y su extraordinario talento como pítcher, por no hablar de su fabulosa recta de noventa millas, quienes lo lleven de la sierra de Chacala a la violenta ciudad de Culiacán y de ahí hasta Los Angeles, donde por fin sabrá para qué lo busca ese representante de Los Dodgers y quién es la misteriosa mujer que lo invitó a su cama, una cantante a quien él sólo conoce como Janis.

Élmer Mendoza
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El informe de Brodie

En un ejemplar del primer volumen de las Mil y una noches (Londres, 1840) de Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía -arte que las máquinas de escribir nos están enseñando a perder- sugiere que fue redactado por esa misma fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una níbrica figura al pie, nada he podido averiguar, salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta.

Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.



"...de la región que infestan los hombres monos (Apemen) tienen su morada los Mlch1, que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la frente más baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura. Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y la barriga, tal vez para indicar que los muertos también son alimento o -pero esto acaso es demasiado sutil- para que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.

En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas. Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas.

Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un cerro, he alegado este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más fresco.

La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten y que lo han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna; lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común es que muera inmediatamente bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.

En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente; joven y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornan su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda. Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.

Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación los mueve a ser crueles.

He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro: este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar. Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan, porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas, pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior. Gozan también de la facultad de la previsión; declaran con tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos. Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado este curioso don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado, el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar, indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente, la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de mañana está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos, que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo. Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran asimismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.

A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.

El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.

La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.

Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina o de haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe. Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.

He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro de fusil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre arma en mano, y maté a dos de esos animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista, el Padre Fernandes, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.

Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos: Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe."

4 de agosto de 2010

El ruiseñor y la rosa

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.

-Llora por una rosa roja.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto meneó la cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.

"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedo dormido.

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.

Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.

El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la cogió.

Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo.

Un pesado carro la aplastó.

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa.

"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

El beso

El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:
-Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa...

El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.

-¡Maldita sea! -rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos-. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!

Los oficiales de las seis baterías recordaban muy vivamente un caso del año anterior, cuando durante unas maniobras, un conde terrateniente y militar retirado los invitó del mismo modo a tomar el té, y con ellos a los oficiales de un regimiento de cosacos. El conde, hospitalario y cordial, los colmó de atenciones, les hizo comer y beber, no les dejó regresar a los alojamientos que tenían en el pueblo y les acomodó en su propia casa. Todo eso estaba bien y nada mejor cabía desear, pero lo malo fue que el militar retirado se entusiasmó sobremanera al ver aquella juventud. Y hasta que rayó el alba les estuvo contando episodios de su hermoso pasado, los condujo por las estancias, les mostró cuadros de valor, viejos grabados y armas raras, les leyó cartas autógrafas de encumbrados personajes, mientras los oficiales, rendidos y fatigados, escuchaban y miraban deseosos de verse en sus camas, bostezaban con disimulo acercando la boca a sus mangas. Y cuando, por fin, el dueño de la casa los dejó libres era ya demasiado tarde para irse a dormir.

¿No sería también de ese estilo el tal Von Rabbek? Lo fuese o no, nada podían hacer. Los oficiales se cambiaron de ropa, se cepillaron y marcharon en grupo a buscar la casa del terrateniente. En la plaza, cerca de la iglesia, les dijeron que a la casa de los señores podía irse por abajo: detrás de la iglesia se descendía al río, se seguía luego por la orilla hasta el jardín, donde las avenidas conducían hasta el lugar; o bien se podía ir por arriba: siguiendo desde la iglesia directamente el camino que a media versta del poblado pasaba por los graneros del señor. Los oficiales decidieron ir por arriba.

-¿Quién será ese Von Rabbek? -comentaban por el camino-. ¿No será aquel que en Pleven mandaba la división N de caballería?

-No, aquel no era Von Rabbek, sino simplemente Rabbek, sin von.

-¡Ah, qué tiempo más estupendo!

Ante el primer granero del señor, el camino se bifurcaba: un brazo seguía en línea recta y desaparecía en la oscuridad de la noche; el otro, a la derecha, conducía a la mansión señorial. Los oficiales tomaron a la derecha y se pusieron a hablar en voz más baja... A ambos lados del camino se extendían los graneros con muros de albañilería y techumbre roja, macizos y severos, muy parecidos a los cuarteles de una capital de distrito. Más adelante brillaban las ventanas de la mansión.

-¡Señores, buena señal! -dijo uno de los oficiales-. Nuestro séter va delante de todos; ¡eso significa que olfatea una presa!

El teniente Lobitko, que iba en cabeza, alto y robusto, pero totalmente lampiño (tenía más de veinticinco años, pero en su cara redonda y bien cebada aún no aparecía el pelo, váyase a saber por qué), famoso en toda la brigada por su olfato y habilidad para adivinar a distancia la presencia femenina, se volvió y dijo:

-Sí, aquí debe de haber mujeres. Lo noto por instinto.

Junto al umbral de la casa recibió a los oficiales Von Rabbek en persona, un viejo de venerable aspecto que frisaría en los sesenta años, vestido en traje civil. Al estrechar la mano a los huéspedes, dijo que estaba muy contento y se sentía muy feliz, pero rogaba encarecidamente a los oficiales que, por el amor de Dios, le perdonaran si no les había invitado a pasar la noche en casa. Habían llegado de visita dos hermanas suyas con hijos, hermanos y vecinos, de suerte que no le quedaba ni una sola habitación libre.

El general les estrechaba la mano a todos, se excusaba y sonreía, pero se le notaba en la cara que no estaba ni mucho menos tan contento por la presencia de los huéspedes como el conde del año anterior y que sólo había invitado a los oficiales por entender que así lo exigían los buenos modales. Los propios oficiales, al subir por la escalinata alfombrada y escuchar sus palabras, se daban cuenta de que los habían invitado a la casa únicamente porque resultaba violento no hacerlo, y, al ver a los criados apresurarse a encender las luces abajo en la entrada, y arriba en el recibidor, empezó a parecerles que con su presencia habían provocado inquietud y alarma. ¿Podía ser grata la presencia de diecinueve oficiales desconocidos allí donde se habían reunido dos hermanas con sus hijos, hermanos y vecinos, sin duda con motivo de alguna fiesta o algún acontecimiento familiar?

Arriba, a la entrada de la sala, acogió a los huéspedes una vieja alta y erguida, de rostro ovalado y cejas negras, muy parecida a la emperatriz Eugenia. Con sonrisa amable y majestuosa, decía sentirse contenta y feliz de ver en su casa a aquellos huéspedes, y se excusaba de no poder invitar esta vez a los señores oficiales a pasar la noche en la casa. Por su bella y majestuosa sonrisa que se desvanecía al instante de su rostro cada vez que por alguna razón se volvía hacia otro lado, resultaba evidente que en su vida había visto muchos señores oficiales, que en aquel momento no estaba pendiente de ellos y que, si los había invitado y se disculpaba, era sólo porque así lo exigía su educación y su posición social.

En el gran comedor donde entraron los oficiales, una decena de varones y damas, unos entrados en años y jóvenes otros, estaban tomando el té en el extremo de una larga mesa. Detrás de sus sillas, envuelto en un leve humo de cigarros, se percibía un grupo de hombres. En medio del grupo había un joven delgado, de patillas pelirrojas, que, tartajeando, hablaba en inglés en voz alta. Más allá del grupo se veía, por una puerta, una estancia iluminada, con mobiliario azul.

-¡Señores, son ustedes tantos que no es posible hacer su presentación! -dijo en voz alta el general, esforzándose por parecer muy alegre-. ¡Traben conocimiento ustedes mismos, señores, sin ceremonias!

Los oficiales, unos con el rostro muy serio y hasta severo, otros con sonrisa forzada, y todos sintiéndose en una situación muy embarazosa, saludaron bien que mal, inclinándose, y se sentaron a tomar el té.

Quien más desazonado se sentía era el capitán ayudante Riabóvich, oficial de pequeña estatura y algo encorvado, con gafas y unas patillas como las de un lince. Mientras algunos de sus camaradas ponían cara seria y otros afectaban una sonrisa, su cara, sus patillas de lince y sus gafas parecían decir: «¡Yo soy el oficial más tímido, el más modesto y el más gris de toda la brigada!» En los primeros momentos, al entrar en la sala y luego sentado a la mesa ante su té, no lograba fijar la atención en ningún rostro ni objeto. Las caras, los vestidos, las garrafitas de coñac de cristal tallado, el vapor que salía de los vasos, las molduras del techo, todo se fundía en una sola impresión general, enorme, que alarmaba a Riabóvich y le inspiraba deseos de esconder la cabeza. De modo análogo al declamador que actúa por primera vez en público, veía todo cuanto tenía ante los ojos, pero no llegaba a comprenderlo (los fisiólogos llamaban «ceguera psíquica» a ese estado en que el sujeto ve sin comprender). Pero algo después, adaptado ya al ambiente, empezó a ver claro y se puso a observar. Siendo persona tímida y poco sociable, lo primero que le saltó a la vista fue algo que él nunca había poseído, a saber: la extraordinaria intrepidez de sus nuevos conocidos. Von Rabbek, su mujer, dos damas de edad madura, una señorita con un vestido color lila y el joven de patillas pelirrojas, que resultó ser el hijo menor de Von Rabbek, tomaron con gesto muy hábil, como si lo hubieran ensayado de antemano, asiento entre los oficiales, y entablaron una calurosa discusión en la que no podían dejar de participar los huéspedes. La señorita lila se puso a demostrar con ardor que los artilleros estaban mucho mejor que los de caballería y de infantería, mientras que Von Rabbek y las damas entradas en años sostenían lo contrario. Empezaron a cruzarse las réplicas. Riabóvich observaba a la señorita lila, que discutía con gran vehemencia cosas que le eran extrañas y no le interesaban en absoluto, y advertía que en su rostro aparecían y desaparecían sonrisas afectadas.

Von Rabbek y su familia hacían participar con gran arte a los oficiales en el debate, pero al mismo tiempo estaban pendientes de vasos y bocas, de si todos bebían, si todos tenían azúcar y por qué alguno de los presentes no comía bizcocho o no tomaba coñac. A Riabóvich, cuanto más miraba y escuchaba, tanto más agradable le resultaba aquella familia falta de sinceridad, pero magníficamente disciplinada.

Después del té, los oficiales pasaron a la sala. El instinto no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas señoritas y damas jóvenes. El séter-teniente se había plantado ya junto a una rubia muy jovencita vestida de negro e, inclinándose con arrogancia, como si se apoyara en un sable invisible, sonreía y movía los hombros con gracia. Probablemente contaba alguna tontería muy interesante, porque la rubia miraba con aire condescendiente el rostro bien cebado y le preguntaba con indiferencia: «¿De veras?» Y de aquel indolente «de veras», el séter, de haber sido inteligente, habría podido inferir que difícilmente le gritarían «¡Busca!»

Empezó a sonar un piano; un vals melancólico escapó volando de la sala por las ventanas abiertas de par en par, y todos recordaron, quién sabe por qué motivo, que más allá de las ventanas empezaba la primavera y que aquella era una noche de mayo. Todos notaron que el aire olía a hojas tiernas de álamo, a rosas y a lilas. Riabóvich, en quien, bajo el influjo de la música, empezó a dejarse sentir el coñac que había tomado, miró con el rabillo del ojo la ventana, sonrió y se puso a observar los movimientos de las mujeres, hasta que llegó a parecerle que el aroma de las rosas, de los álamos y de las lilas no procedían del jardín, sino de las caras y de los vestidos femeninos.

El hijo de Von Rabbek invitó a una cenceña jovencita y dio con ella dos vueltas a la sala. Lobitko, deslizándose por el parquet, voló hacia la señorita lila y se lanzó con ella a la pista. El baile había comenzado... Riabóvich estaba de pie cerca de la puerta, entre los que no bailaban, y observaba. En toda su vida no había bailado ni una sola vez y ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer honesta. Le gustaba enormemente ver cómo un hombre, a la vista de todos, tomaba a una doncella desconocida por el talle y le ofrecía el hombro para que ella colocara su mano, pero de ningún modo podía imaginarse a sí mismo en la situación de tal hombre. Hubo un tiempo en que envidiaba la osadía y la maña de sus compañeros y sufría por ello; la conciencia de ser tímido, cargado de espaldas y soso, de tener un tronco largo y patillas de lince, lo hería profundamente, pero con los años se había acostumbrado. Ahora, al contemplar a quienes bailaban o hablaban en voz alta, ya no los envidiaba, experimentaba tan solo un enternecimiento melancólico.

Cuando empezó la contradanza, el joven Von Rabbek se acercó a los que no bailaban e invitó a dos oficiales a jugar al billar. Éstos aceptaron y salieron con él de la sala. Riabóvich, sin saber qué hacer y deseoso de tomar parte de algún modo en el movimiento general, los siguió. De la sala pasaron al recibidor y recorrieron un estrecho pasillo con vidrieras, que los llevó a una estancia donde ante su aparición se alzaron rápidamente de los divanes tres soñolientos lacayos. Por fin, después de cruzar una serie de estancias, el joven Von Rabbek y los oficiales entraron en una habitación pequeña donde había una mesa de billar. Empezó el juego.

Riabóvich, que nunca había jugado a nada que no fueran las cartas, contemplaba indiferente junto al billar a los jugadores, mientras que éstos, con las guerreras desabrochadas y los tacos en las manos, daban zancadas, soltaban retruécanos y gritaban palabras incomprensibles. Los jugadores no paraban mientes en él; sólo de vez en cuando alguno de ellos, al empujarlo con el codo o al tocarlo inadvertidamente con el taco, se volvía y le decía «Pardon!». Aún no había terminado la primera partida cuando le empezó a parecer que allí estaba de más, que estorbaba. De nuevo se sintió atraído por la sala y se fue.

Pero en el camino de retorno le sucedió una pequeña aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta de que no iba por donde debía. Se acordaba muy bien de que tenía que encontrarse con las tres figuras de lacayos soñolientos, pero había cruzado ya cinco o seis estancias, y era como si a aquellas figuras se las hubiera tragado la tierra. Percatándose de su error, retrocedió un poco, dobló a la derecha y se encontró en un gabinete sumido en la penumbra, que no había visto cuando se dirigía a la sala de billar. Se detuvo unos momentos, luego abrió resuelto la primera puerta en que puso la vista y entró en un cuarto completamente a oscuras. Enfrente se veía la rendija de una puerta por la que se filtraba una luz viva; del otro lado de la puerta, llegaban los apagados sones de una melancólica mazurca. También en el cuarto oscuro, como en la sala, las ventanas estaban abiertas de par en par, y se percibía el aroma de álamos, lilas y rosas...

Riabóvich se detuvo pensativo... En aquel momento, de modo inesperado, se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido, una anhelante voz femenina balbuceó «¡Por fin!», y dos brazos mórbidos, perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida mejilla se apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso. Pero acto seguido la que había dado el beso exhaló un breve grito y Riabóvich tuvo la impresión de que se apartaba bruscamente de él con repugnancia. Poco faltó para que también él profiriera un grito, y se precipitó hacia la rendija iluminada de la puerta...

Cuando volvió a la sala, el corazón le martilleaba y las manos le temblaban de manera tan notoria que se apresuró a esconderlas tras la espalda. En los primeros momentos le atormentaban la vergüenza y el temor de que la sala entera supiera que una mujer acababa de abrazarlo y besarlo, se retraía y miraba inquieto a su alrededor, pero, al convencerse de que allí seguían bailando y charlando tan tranquilamente como antes, se entregó por entero a una sensación nueva, que hasta entonces no había experimentado ni una sola vez en la vida. Le estaba sucediendo algo raro... El cuello, unos momentos antes envuelto por unos brazos mórbidos y perfumados, le parecía untado de aceite; en la mejilla, a la izquierda del bigote, donde lo había besado la desconocida, le palpitaba una leve y agradable sensación de frescor, como de unas gotas de menta, y lo notaba tanto más cuanto más frotaba ese punto. Todo él, de la cabeza a los pies, estaba colmado de un nuevo sentimiento extraño, que no hacía sino crecer y crecer... Sentía ganas de bailar, de hablar, de correr al jardín, de reír a carcajadas... Se olvidó por completo de que era encorvado y gris, de que tenía patillas de lince y «un aspecto indefinido» (así lo calificaron una vez en una conversación de señoras que él oyó por azar). Cuando pasó por su vera la mujer de Von Rabbek, le sonrió con tanta amabilidad y efusión que la dama se detuvo y lo miró interrogadora.

-¡Su casa me gusta enormemente...! -dijo Riabóvich, ajustándose las gafas.

La generala sonrió y le contó que aquella casa había pertenecido ya a su padre. Después le preguntó si vivían sus padres, si llevaba en la milicia mucho tiempo, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el estilo... Contestadas sus preguntas, siguió ella su camino, pero después de aquella conversación Riabóvich comenzó a sonreír aún con más cordialidad y a pensar que lo rodeaban unas personas magníficas...

Durante la cena, Riabóvich comió maquinalmente todo cuanto le sirvieron. Bebía y, sin oír nada, procuraba explicarse la reciente aventura. Lo que acababa de sucederle tenía un carácter misterioso y romántico, pero no era difícil de descifrar. Sin duda, alguna señorita o dama se había citado con alguien en el cuarto oscuro, había estado esperando largo rato y, debido a sus nervios excitados, había tomado a Riabóvich por su héroe. Esto resultaba más verosímil dado que Riabóvich, al pasar por la estancia oscura, se había detenido caviloso, es decir, tenía el aspecto de una persona que también espera algo... Así se explicaba Riabóvich el beso que había recibido.

«Pero ¿quién será ella? -pensaba, examinando los rostros de las mujeres-. Debe de ser joven, porque las viejas no acuden a las citas. Estaba claro, por otra parte, que pertenecía a un ambiente cultivado, y eso se notaba por el rumor del vestido, por el perfume, por la voz...»

Detuvo la mirada en la señorita lila, que le gustó mucho; tenía hermosos hombros y brazos, rostro inteligente y una voz magnífica. Riabóvich deseó, al contemplarla, que fuese precisamente ella y no otra la desconocida... Pero la joven se echó a reír con aire poco sincero y arrugó su larga nariz, que le pareció la nariz de una vieja. Entonces trasladó la mirada a la rubia vestida de negro. Era más joven, más sencilla y espontánea, tenía unas sienes encantadoras y se llevaba la copa a los labios con mucha gracia. Entonces Riabóvich habría deseado que esa fuese aquella. Pero poco después le pareció que tenía el rostro plano, y volvió los ojos hacia su vecina...

«Es difícil adivinar -pensaba, dando libre curso a su fantasía-. Si de la del vestido lila se tomaran solo los hombros y los brazos, se les añadieran las sienes de la rubia y los ojos de aquella que está sentada a la izquierda de Lobitko, entonces...»

Hizo en su mente esa adición y obtuvo la imagen de la joven que lo había besado, la imagen que él deseaba, pero que no lograba descubrir en la mesa.

Terminada la cena, los huéspedes, ahítos y algo achispados, empezaron a despedirse y a dar las gracias. Los anfitriones volvieron a disculparse por no poder ofrecerles alojamiento en la casa.

-¡Estoy muy contento, muchísimo, señores! -decía el general, y esta vez era sincero (probablemente porque al despedir a los huéspedes la gente suele ser bastante más sincera y benévola que al darles la bienvenida). ¡Estoy muy contento! ¡Quedan invitados para cuando estén de regreso! ¡Sin cumplidos! Pero ¿por dónde van? ¿Quieren pasar por arriba? No, vayan por el jardín, por abajo, el camino es más corto.

Los oficiales se dirigieron al jardín. Después de la brillante luz y de la algazara, pareció muy oscuro y silencioso. Caminaron sin decir palabra hasta la portezuela. Estaban algo bebidos, alegres y contentos, pero las tinieblas y el silencio los movieron a reflexionar por unos momentos. Probablemente, a cada uno de ellos, como a Riabóvich, se le ocurrió pensar en lo mismo: ¿llegaría también para ellos alguna vez el día en que, como Rabbek, tendrían una casa grande, una familia, un jardín y la posibilidad, aunque fuera con poca sinceridad, de tratar bien a las personas, de dejarlas ahítas, achispadas y contentas?

Salvada la portezuela, se pusieron a hablar todos a la vez y a reír estrepitosamente sin causa alguna. Andaban ya por un sendero que descendía hacia el río y corría luego junto al agua misma, rodeando los arbustos de la orilla, los rehoyos y los sauces que colgaban sobre la corriente. La orilla y el sendero apenas se distinguían y la orilla opuesta se hallaba totalmente sumida en las tinieblas. Acá y allá las estrellas se reflejaban en el agua oscura, tremolaban y se distendían, y sólo por esto se podía adivinar que el río fluía con rapidez. El aire estaba en calma. En la otra orilla gemían los chorlitos soñolientos, y en esta un ruiseñor, sin prestar atención alguna al tropel de oficiales, desgranaba sus agudos trinos en un arbusto. Los oficiales se detuvieron junto al arbusto, lo sacudieron, pero el ruiseñor siguió cantando.

-¿Qué te parece? -Se oyeron unas exclamaciones de aprobación-. Nosotros aquí a su lado y él sin hacer caso, ¡valiente granuja!

Al final el sendero ascendía y desembocaba cerca de la verja de la iglesia. Allí los oficiales, cansados por la subida, se sentaron y se pusieron a fumar. En la otra orilla apareció una débil lucecita roja y ellos, sin nada que hacer, pasaron un buen rato discutiendo si se trataba de una hoguera, de la luz de una ventana o de alguna otra cosa... También Riabóvich contemplaba aquella luz y le parecía que ésta le sonreía y le hacía guiños, como si estuviera en el secreto del beso.

Llegado a su alojamiento, Riabóvich se apresuré a desnudarse y se acostó. En la misma isba que él se albergaban Lobitko y el teniente Merzliakov, un joven tranquilo y callado, considerado entre sus compañeros como un oficial culto, que leía siempre, cuando podía, el Véstnik Yevrópy, que llevaba consigo. Lobitko se desnudó, estuvo un buen rato paseando de un extremo a otro, con el aire de un hombre que no está satisfecho, y mandó al ordenanza a buscar cerveza. Merzliakov se acostó, puso una vela junto a su cabecera y se abismó en la lectura del Véstnik.

«¿Quién sería?», pensaba Riabóvich mirando el techo ahumado.

El cuello aún le parecía untado de aceite y cerca de la boca notaba una sensación de frescor como la de unas gotas de menta. En su imaginación centelleaban los hombros y brazos de la señorita de lila. Las sienes y los ojos sinceros de la rubia de negro. Talles, vestidos, broches. Se esforzaba por fijar su atención en aquellas imágenes, pero ellas brincaban, se extendían y oscilaban. Cuando en el anchuroso fondo negro que toda persona ve al cerrar los ojos desaparecían por completo tales imágenes, empezaba a oír pasos presurosos, el rumor de un vestido, el sonido de un beso, y una intensa e inmotivada alegría se apoderaba de él... Mientras se entregaba a este gozo, oyó que volvía el ordenanza y comunicaba que no había cerveza. Lobitko se indignó y se puso a dar zancadas otra vez.

-¡Si será idiota! -decía, deteniéndose ya ante Riabóvich ya ante Merzliakov-. ¡Se necesita ser estúpido e imbécil para no encontrar cerveza! Bueno, ¿no dirán que no es un canalla?

-Claro que aquí es imposible encontrar cerveza -dijo Merzliakov, sin apartar los ojos del Véstnik Yevrópy.

-¿No? ¿Lo cree usted así? -insistía Lobitko-. Señores, por Dios, ¡arrójenme a la luna y allí les encontraré yo enseguida cerveza y mujeres! Ya verán, ahora mismo voy por ella... ¡Llámenme miserable si no la encuentro!

Tardó bastante en vestirse y en calzarse las altas botas. Después encendió un cigarrillo y salió sin decir nada.

-Rabbek, Grabbek, Labbek -se puso a musitar, deteniéndose en el zaguán-. Diablos, no tengo ganas de ir solo. Riabóvich, ¿no quiere darse un paseo?

Al no obtener respuesta, volvió sobre sus pasos, se desnudó lentamente y se acostó. Merzliakov suspiró, dejó a un lado el Véstník Yevrópy y apagó la vela.

-Bueno... -balbuceó Lobitko, encendiendo un pitillo en la oscuridad.

Riabóvich metió la cabeza bajo la sábana, se hizo un ovillo y empezó a reunir en su imaginación las vacilantes imágenes y a juntarlas en un todo. Pero no logró nada. Pronto se durmió, y su último pensamiento fue que alguien lo acariciaba y lo colmaba de alegría, que en su vida se había producido algo insólito, estúpido, pero extraordinariamente hermoso y agradable. Y ese pensamiento no lo abandonó ni en sueños.

Cuando despertó, la sensación de aceite en el cuello y de frescor de menta cerca de los labios ya había desaparecido, pero la alegría, igual que la víspera, se le agitaba en el pecho como una ola. Miró entusiasmado los marcos de las ventanas dorados por el sol naciente y prestó oído al movimiento de la calle. Al pie mismo de las ventanas hablaban en voz alta. El jefe de la batería de Riabóvich, Lebedetski, que acababa de alcanzar a la brigada, conversaba con su sargento primero en voz muy alta, como tenía por costumbre.

-¿Y qué más? -gritaba el jefe.

-Ayer, al herrar los caballos, señoría, herraron a Golúbchik. El practicante le aplicó un emplaste de arcilla con vinagre. Ahora lo conducen de la rienda, aparte. Y también ayer, su señoría, el herrador Artémiev se emborrachó y el teniente mandó que lo ataran en el avantrén de una cureña de repuesto.

El sargento primero informó además de que Kárpov había olvidado los nuevos cordones de las trompetas y las estaquillas de las tiendas, y de que los señores oficiales habían estado de visita la noche anterior en casa del general Von Rabbek. En plena conversación, apareció en el vano de la ventana la barba roja de Lebedetski. Miró con los ojos miopes semientornados las soñolientas caras de los oficiales y los saludó.

-¿Todo marcha bien? -preguntó.

-El caballo limonero se ha hecho una rozadura en la cerviz -respondió Lobitko bostezando-. Ha sido con la nueva collera.

El jefe suspiró, reflexionó unos momentos y dijo en voz alta:

-Pues yo pienso ir a ver a Aleksandra Yevgráfovna. Tengo que visitarla. Bueno, adiós. Los alcanzaré antes de que anochezca.

Un cuarto de hora después, la brigada se puso en marcha. Cuando pasaba por delante de los graneros del señor, Riabóvich miró a la derecha hacia la casa. Las ventanas tenían las celosías cerradas. Evidentemente, allí dormía aún todo el mundo. También dormía aquella que la víspera lo había besado. Se la quiso imaginar durmiendo. La ventana de la alcoba abierta de par en par, las ramas verdes mirando por aquella ventana, la frescura matinal, el aroma de álamos, de lilas, y de rosas, la cama, la silla y en ella el vestido que el día anterior rumoreaba, las zapatillas, el pequeño reloj en la mesita, todo se lo representaba él con claridad y precisión, pero los rasgos de la cara, la linda sonrisa soñolienta, precisamente aquello que era importante y característico, le resbalaba en la imaginación como el mercurio entre los dedos. Recorrida una media versta, miró hacia atrás: la iglesia amarilla, la casa, el río y el jardín se hallaban inundados de luz; el río, con sus orillas de acentuado verdor, reflejando en sus aguas el cielo azul y mostrando algún que otro lugar plateado por el sol, era hermoso. Riabóvich lanzó una última mirada a Mestechki y experimentó una profunda tristeza, como si se separara de algo muy íntimo y entrañable.

En cambio, en la ruta sólo aparecían ante los ojos cuadros sin ningún interés, conocidos desde hacía mucho tiempo... A derecha y a izquierda, campos de centeno joven y de alforfón, por los que saltaban los grajos. Miras hacia adelante y sólo ves polvo y nucas; miras hacia atrás, y ves el mismo polvo y caras... Delante marchan cuatro hombres armados con sables: forman la vanguardia. Tras ellos va el grupo de cantores, a los que siguen los trompetas, que montan a caballo. La vanguardia y los cantores, como los empleados de las pompas fúnebres que llevan antorchas en los entierros, olvidan a cada momento la distancia que estipula el reglamento y se adelantan demasiado... Riabóvich se encuentra en la primera pieza de la quinta batería. Ve las cuatro baterías que le preceden. A una persona que no sea militar, la fila larga y pesada que forma una brigada en marcha le parece un baturrillo enigmático, poco comprensible; no entiende por qué alrededor de un solo cañón van tantos hombres, ni por qué lo arrastran tantos caballos guarnecidos con un extraño atelaje como si la pieza fuera realmente terrible y pesada. En cambio, para Riabóvich todo es comprensible y, por ello, carece del menor interés. Sabe hace ya tiempo por qué al frente de cada batería cabalga junto al oficial un vigoroso suboficial, y por qué se llama «delantero»; a la espalda de este suboficial se ve al conductor del primer par de caballos, y luego al del par central; Riabóvich sabe que los caballos de la izquierda, en los que los conductores montan, se llaman de ensillar, y los de la derecha se llaman de refuerzo. Eso no tiene ningún interés. Detrás del conductor van dos caballos limoneros. Uno de ellos lo cabalga un jinete con el polvo de la última jornada en la espalda y con un madero tosco y ridículo sobre la pierna derecha; Riabóvich sabe para qué sirve ese madero y no le parece ridículo. Todos los que montan a caballo agitan maquinalmente los látigos y de vez en cuando gritan. El cañón por sí mismo es feo. En el avantrén van los sacos de avena, cubiertos con una lona impermeabilizada, y del cañón propiamente dicho cuelgan teteras, macutos de soldado y saquitos; todo eso le da un aspecto de pequeño animal inofensivo al que, no se sabe por qué razón, rodean hombres y caballos. A su flanco, por la parte resguardada del viento, marchan balanceando los brazos seis servidores. Detrás de la pieza se encuentran otra vez nuevos artilleros, conductores, caballos limoneros, tras los cuales se arrastra un nuevo cañón tan feo y tan poco imponente como el primero. Al segundo 1e siguen el tercero y el cuarto. Junto a este va un oficial, y así sucesivamente. La brigada consta en total de seis baterías y cada batería tiene cuatro cañones. La columna se extiende una media versta. Se cierra con un convoy a cuya vera, bajando su cabeza de largas orejas, marcha cavilosa una figura en sumo grado simpática: el asno Magar, traído de Turquía por uno de los jefes de batería.

Riabóvich miraba indiferente adelante y atrás, a las nucas y a las caras. En otra ocasión se habría adormilado, pero esta vez se sumergía por entero en sus nuevos y agradables pensamientos. Al principio, cuando la brigada acababa de ponerse en marcha, quiso persuadirse de que la historia del beso sólo podía tener el interés de una aventura pequeña y misteriosa, pero que en realidad era insignificante, y que pensar en ella seriamente resultaba por lo menos estúpido. Pero pronto mandó a paseo la lógica y se entregó a sus quimeras... Ora se imaginaba en el salón de Von Rabbek, al lado de una joven parecida a la señorita de lila y a la rubia de negro; ora cerraba los ojos y se veía con otra joven totalmente desconocida de rasgos muy imprecisos; mentalmente le hablaba, la acariciaba, se inclinaba sobre su hombro, se representaba la guerra y la separación, después el encuentro, la cena con la mujer y los hijos...

-¡A los frenos! -resonaba la voz de mando cada vez que se descendía una cuesta.

Él también exclamaba «¡A los frenos!», temiendo que ese grito interrumpiera sus ensueños y lo devolviera a la realidad.

Al pasar por delante de una hacienda, Riabóvich miró por encima de la empalizada al jardín. Apareció ante sus ojos una avenida larga, recta como una regla, sembrada de arena amarilla y flanqueada de jóvenes abedules... Con la avidez del hombre embebido en sus sueños, se representó unos piececitos de mujer caminando por la arena amarilla, y de manera totalmente inesperada se perfiló en su imaginación, con toda nitidez, aquella que lo había besado y que él había logrado fantasear la noche anterior durante la cena. La imagen se fijó en su cerebro y ya no ló abandonó.

Al mediodía, detrás, cerca del convoy, resonó un grito:

-¡Alto! ¡Vista a la izquierda! ¡Señores oficiales!

En una carretela arrastrada por un par de caballos blancos, se acercó el general de la brigada. Se detuvo junto a la segunda batería y gritó algo que nadie comprendió. Varios oficiales, entre ellos Riabóvich, se le acercaron al galope.

-¿Qué tal? ¿Cómo vamos? -preguntó el general, entornando los ojos enrojecidos-. ¿Hay enfermos?

Obtenidas las respuestas, el general, pequeño y enteco, reflexionó y dijo, volviéndose hacia uno de los oficiales:

-El conductor del limonero de su tercer cañón se ha quitado la rodillera y el bribón la ha colgado en el avantrén. Castíguelo.

Alzó los ojos hacia Riabóvich y prosiguió:

-Me parece que usted ha dejado los tirantes demasiado largos...

Hizo aún algunas aburridas observaciones, miró a Lobitko y se sonrió:

-Y usted, teniente Lobitko, tiene un aire muy triste -dijo-. ¿Siente nostalgia por Lopujova? ¡Señores, echa de menos a Lopujova!

Lopujova era una dama muy entrada en carnes y muy alta, que había rebasado hacía ya tiempo los cuarenta. El general, que tenía una debilidad por las féminas de grandes proporciones cualquiera que fuese su edad, sospechaba la misma debilidad en sus oficiales. Ellos sonrieron respetuosamente. El general de la brigada, contento por haber dicho algo divertido y venenoso, rió estrepitosamente, tocó la espalda de su cochero y se llevó la mano a la visera. El coche reemprendió la marcha.

«Todo eso que ahora sueño y que me parece imposible y celestial, es en realidad muy común» -pensaba Riabóvich mirando las nubes de polvo que corrían tras la carretela del general-. «Es muy corriente y le sucede a todo el mundo... Por ejemplo, este general en su tiempo amó; ahora está casado y tiene hijos. El capitán Vájter también está casado y es querido, aunque tiene una feísima nuca roja y carece de cintura... Salmánov es tosco, demasiado tártaro, pero ha tenido también su idilio terminado en boda... Yo soy como los demás, y antes o después sentiré lo mismo que todos...»

La idea de que era un hombre como tantos y de que también su vida era una de tantas, lo alegró y reconfortó. Ya se la representaba osadamente a ella, y también su propia felicidad, sin poner freno alguno a su imaginación.

Cuando por la tarde la brigada hubo llegado a su destino y los oficiales descansaban en las tiendas, Riabóvich, Merzliakov y Lobitko se sentaron a cenar alrededor de un baúl. Merzliakov comía sin apresurarse, masticaba despacio y leía el Véstnik Yevrópy que sostenía sobre las rodillas. Lobitko hablaba sin parar y se servía cerveza. Y Riabóvich, con la cabeza turbia por los sueños de toda la jornada, callaba y bebía. Después del tercer vaso, se achispó, se debilitó y experimentó un irresistible deseo de compartir su nueva impresión con sus compañeros.

-Me sucedió algo extraño en casa de esos Von Rabbek... -empezó a decir, procurando imprimir a su voz un tono de indiferencia burlona-. Había ido, no sé si lo saben, a la sala de billar...

Se puso a contar con todo detalle la historia del beso y al minuto se calló... En aquel minuto lo había contado todo y le sorprendía tremendamente que hubiera necesitado tan poco tiempo para su relato. Le parecía que de aquel beso habría podido hablar hasta la madrugada. Habiéndolo escuchado, Lobitko, que contaba muchas trolas y por esta razón no creía a nadie, lo miró desconfiado y sonrió. Merzliakov enarcó las cejas y tranquilamente, sin apartar la mirada del Véstnik Yevrópy, dijo:

-¡Que Dios lo entienda! Arrojarse al cuello de alguien sin antes haber preguntado quién era... Se trataría de una psicópata.

-Sí, debía de ser una psicópata... -asintió Riabóvich.

-Una vez me ocurrió a mí un caso análogo... -dijo Lobitko, poniendo ojos de susto-. Iba el año pasado a Kovno... Tomé un billete de segunda clase... El vagón estaba de bote en bote y no había manera de dormir. Di medio rublo al revisor... Él cogió mi equipaje y me condujo a un compartimiento... Me acosté y me cubrí con la manta. Estaba oscuro, ¿comprenden? De súbito noté que alguien me ponía la mano en el hombro y respiraba ante mi cara... Abrí los ojos, y figúrense, ¡era una mujer! Los ojos negros, los labios rojos como carne de salmón, las aletas de la nariz latiendo de pasión frenesí, los senos, unos amortiguadores de tren...

-Permítame -lo interrumpió tranquilamente Merzliakov-, lo de los senos se comprende, pero ¿cómo podía usted ver los labios si estaba oscuro?

Lobitko empezó a salirse por la tangente y a burlarse de la poca perspicacia de Merzliakov. Esto molesté a Riabóvich, que se apartó del baúl, se acostó y se prometió no volver a hacer nunca confidencias.

Empezó la vida del campamento... Transcurrían los días muy semejantes unos a los otros. Durante todos ellos, Riabóvich se sentía, pensaba y se comportaba como un enamorado. Cada mañana, cuando el ordenanza lo ayudaba a levantarse, al echarse agua fría a la cabeza se acordaba de que había en su vida algo bueno y afectuoso.

Por las tardes, cuando sus compañeros se ponían a hablar de amor y de mujeres, él escuchaba, se les acercaba y adoptaba una expresión como la que suele aflorar en los rostros de los soldados al oír el relato de una batalla en la que ellos mismos han participado. Y las tardes en que los oficiales superiores, algo alegres, con el séter-Lobitko a la cabeza, emprendían alguna correría donjuanesca por el arrabal, Riabóvich, que tomaba parte en tales salidas, solía ponerse triste, se sentía profundamente culpable y mentalmente le pedía a ella perdón... En las horas de ocio o en las noches de insomnio, cuando le venían ganas de rememorar su infancia, a su padre, a su madre y, en general, todo lo que era familiar y entrañable, también se acordaba, infaliblemente, de Mestechki, del raro caballo, de Von Rabbek, de su mujer parecida a la emperatriz Yevguenia, del cuarto oscuro, de la rendija iluminada de la puerta...

El treinta y uno de agosto regresaba del campamento, pero ya no con su brigada, sino con dos baterías. Durante todo el camino soñó y se impacientó como si volviera a su lugar natal. Deseaba con toda el alma ver de nuevo el caballo extraño, la iglesia, la insincera familia Von Rabbek y el cuarto oscuro. La «voz interior» que con tanta frecuencia engaña a los enamorados le susurraba, quién sabe por qué, que la vería sin falta... Unos interrogantes lo torturaban: ¿cómo se encontraría con ella?, ¿de qué le hablaría?, ¿no habría olvidado ella el beso? En el peor de los casos, pensaba, aunque no se encontraran, para él ya resultaría agradable el mero hecho de pasar por el cuarto oscuro y recordar...

Hacia la tarde se divisaron en el horizonte la conocida iglesia y los blancos graneros. A Riabóvich empezó a palpitarle el corazón... No escuchaba al oficial que cabalgaba a su lado y le decía alguna cosa, se olvidó de todo contemplando con avidez el río que brillaba en lontananza, la techumbre de la casa, el palomar encima del cual revoloteaban las palomas iluminadas por el sol poniente.

Se acercaron a la iglesia y luego, al escuchar al aposentador, esperaba a cada instante que por detrás del templo apareciera el jinete e invitara a los oficiales a tomar el té, pero... el informe de los aposentadores tocó a su fin, los oficiales bajaron de sus cabalgaduras y se dispersaron por el pueblo, y el jinete no comparecía.

«Ahora Von Rabbek se enterará de nuestra llegada por los mujiks y mandará por nosotros», pensaba Riabóvich al entrar en una isba, sin comprender por qué su compañero encendía una vela ni por qué los ordenanzas se apresuraban a preparar los samovares...

Una penosa inquietud se apoderé de él. Se acostó, después se levantó y miró por la ventana si llegaba el jinete. Pero no había jinete. Volvió a acostarse. Media hora más tarde se levantó y, sin poder dominar su inquietud, salió a la calle y dirigió sus pasos hacia la iglesia. La plaza, cerca de la verja, estaba oscura y desierta... Tres soldados se habían detenido, juntos y callados, al mismísimo borde del sendero. Al ver a Riabóvich, salieron de su ensimismamiento y lo saludaron. Él se llevó la mano a la visera y empezó a bajar por el conocido sendero.

Por encima de la otra orilla, el cielo se había teñido de un color purpúreo: salía la luna. Dos campesinas, charlando en voz alta, andaban por un huerto arrancando hojas de col; tras los huertos negreaban algunas isbas... Y en la orilla de este lado, todo era igual que en mayo: el sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre el agua... Sólo no se oía al valiente ruiseñor, ni se notaba olor a álamo y a hierba tierna.

Ante el jardín, Riabóvich miró por la portezuela. El jardín estaba oscuro y silencioso... Sólo se distinguían los troncos blancos de los abedules próximos y un pequeño tramo de la avenida, todo lo demás se confundía en una masa negra. Riabóvich aguzaba el oído y miraba ávidamente, pero, tras haber permanecido allí alrededor de un cuarto de hora sin oír ni un ruido y sin haber visto una luz, volvió sobre sus pasos...

Se acercó al río. Ante él se destacaban la caseta de baños del general y unas sábanas colgadas en las barandillas del puentecillo. Subió al pequeño puente, se detuvo un poco, tocó sin necesidad una de las sábanas, que encontró áspera y fría. Miró hacia abajo, al agua... El río se deslizaba rápido y apenas se le oía rumorear junto a los pilotes de la caseta. La luna roja se reflejaba cerca de la orilla; pequeñas ondas corrían por su reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela.

«¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! -pensaba Riabóvich contemplando la corriente-. ¡Qué poco inteligente es todo esto.»

Ahora que ya no esperaba nada, la historia del beso, su impaciencia, sus vagas esperanzas y su desencanto se le aparecían con vívida luz. Ya no le parecía extraño que no se hubiera presentado el jinete enviado por el general, ni no ver nunca a aquella que casualmente lo había besado a él en lugar de otro. Al contrario, lo raro sería que la viera.

El agua corría no se sabía hacia dónde ni para qué. Del mismo modo corría en mayo; el riachuelo, en el mes de mayo, había desembocado en un río caudaloso, y el río en el mar; después se había evaporado, se había convertido en lluvia, y quién sabe si aquella misma agua no era la que en este momento corría otra vez ante los ojos de Riabóvich... ¿A santo de qué? ¿Para qué?

Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y sin objeto. Apartando luego la vista del agua y tras haber elevado los ojos al cielo, recordó otra vez cómo el destino en la persona de aquella mujer desconocida lo había acariciado por azar, se acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.

Cuando regresó a su isba, no encontró en ella a ninguno de sus compañeros. El ordenanza le informó que todos se habían ido a casa del «general Fontriabkin», que había mandado un jinete a invitarlos... Por un instante el gozo estalló en el pecho de Riabóvich, pero él se apresuró a apagar aquella llama, se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara vejarle, no fue a casa del general.

1 de agosto de 2010

Madame Bovary

La novela está dividida en tres partes, que podrían titularse: el matrimonio, la falta y la muerte, respectivamente.
Primera parte. Charles Bovary, un muchacho campesino de quince años, tor­pe y algo ridículo, entra al colegio de la ciudad de Rouen. Más ta/de logra, con mucho esfuerzo, titularse de médico. Se instala en el pueblo de Tostes, cerca de Rouen, y se casa con una viuda ya mayor pero rica. En una de sus visitas profe­sionales, Charles se enamora de Emma. Su esposa muere poco tiempo después y Charles se encuentra en condiciones de pedir la mano de Emma. Esta mujer, que nos será presentada paulatinamente, durante la novela, a través de diferen­tes perspectivas e impresiones, ha desarrollado una vocación y una capacidad casi patológicas para fabular, incentivada por la lectura de novelas románticas. Se siente la heroína de esos libros, y sueña con el marido ideal o con el amante maravilloso que la llevará a países lejanos. Charles y Emma se casan. Si bien Charles es feliz, Emma descubre que la realidad de su vida matrimonial no corresponde a la de los personajes de sus lecturas. Ella, que creyó que el matri­monio satisfaría su gusto por la vida brillante, se ha casado con un mediocre. Es invitada a un baile en un castillo cercano. Penetra por primera vez al "gran mundo", que sólo conocía en las novelas. Aquí se enciende más aún su amor por el lujo y el ensueño. Lo que ve en el castillo es un nuevo alimento para su imagi­nación, ya exaltada por los libros románticos. El carácter se le altera. Se aburre en ese pueblo. Se vuelve irritable hasta llegar a una enfermedad nerviosa. Charles piensa que un cambio de aire sería el remedio y acepta un puesto en Yonville. Cuando parten, ella ya está encinta.
Segunda parte. En Yonville, Emma encuentra la misma vida rutinaria que en Tostes, la misma campiña, los mismos personajes típicos. El escenario ha cam­biado sólo de nombre. Aparecen nuevos personajes secundarios. La atmósfera mediocre de este pueblo está representada por Homais, un farmacéutico imbé­cil, anticlerical y sentencioso, con bastante de grotesco. León Dupuis, un joven pasante de notario, romántico e insignificante, conquista intelectualmente a Emma. En esos días, ella da a luz a Berthe. Emma y León se confiesan sus gustos y descubren que son comunes. León, melancólico y tímido, no se atreve a confe­sarle su amor y se va del pueblo. Deseosa de vivir sus sueños, Emma se deja sedu­cir fácilmente durante los comicios agrícolas de Yonville por Rodolfo, un burgués que siempre creyó que la pasión excerbada de Emma era sólo una comedia. Es un periodo de plena felicidad para Emma, Pero Rodolfo, dotado del buen sentido común burgués, la deja.En esta segunda parte es notable el carácter alucinatorio de las ensoñaciones de Emma, al punto de creerse hermana de todas las heroinas de los libros.
Tercera parte. En adelante, Emma busca el aturdimiento. En Rouen se re­encuentra con León, al que una estancia en París ha vuelto algo menos tímido. Se hacen amantes. León resulta ser un pusilánime sin personalidad. El miedo a comprometerse y el deseo de conformar su futuro según el modelo burgués, lle­van a León a romper con Emma. Lo que no es óbice para que ésta, en sus enso­ñaciones, lo transforme en un ser extraordinario. Comienza la última etapa de La degradación. Emma se entrega a extravagancias. El espacio que hay entre lo que ella es y lo que ella quisiera o sueña ser, es demasiado grande. Se enamora de un tenor de la Opera Cómica. Al fastidio y la fatiga les sigue el derrumbe. Las deudas contraídas a espaldas de su marido para satisfacer su fantasía, acarrean un embargo de sus bienes. El afán de Emma de poseer objetos se conecta tanto con sus amores como con su desengaño y aburrimiento. Intenta compensar una insuficiencia vital adquiriendo objetos. Así pretende llenar la distancia entre el deseo y su cumplimiento. Vienen, pues, el embargo, el desastre. Acosada por to­dos los lados roba arsénico de la farmacia de Homais y, después de una lenta agonía muere presa de una risade atroz. El dolor de Charles es inmenso. Ha perdi­do la razón de su vida. Lo profundo de su desesperación le confiere a este hombre una grandeza impresionante e insospechada. Lleva ahora una existen­cia solitaria, hasta que un día su hija lo encuentra muerto en un banco del jar­dín, con un mechón de cabellos de Emma entre sus dedos. El dolor y su final pa­tético lo elevan más allá de la mediocridad. En cambio, Homais, rico y condeco­rado, ha triunfado. Ha triunfado un hombre mesurado, razonable, un comer­ciante exitoso, un amigo de la humanidad que goza del favor de la autoridad y
de la buena opinión pública; la máscara que esconde la mezquindad, la avari­cia, la idiotez, la maldad, lo ramplón y sin vuelo.



Gustave Flaubert


Vampyr

Resucita los atributos de la novela gótica de misterio con un estilo clásico que acentúa su humor negro. Su ritmo vertiginoso hará latir tu corazón a toda prisa mientras te sumerges en la atmósfera oscura y envolvente que caracteriza las historias de vampiros mas inquietantes. Sus personajes te llevaran en un apasionante recorrido por la Europa del siglo XIX en su afán por descubrir los secretos de los despiadados enemigos que han despertado su sed de venganza. Vampyr esta lleno de peligros, aventuras e intrigas que te encantará desenredar al tiempo que vives su sorprendente historia de amor.
Martina Székely y Carmen Miranda notan que cosas muy extrañas comienzan a ocurrir en el internado de Sainte-Marie-des-Bois a partir de la llegada de una nueva compañera. Martina intuye que esa nueva compañera no es un ser humano común y su inquietud aumenta al recibir unas notas con un sello que la impresiona vivamente; parecen ser de un protector anónimo que le aconseja llevar siempre un crucifijo alrededor del cuello.
Cuando la chica nueva intenta atacarla una noche, Martina se ve obligada a aceptar que sus temores no son infundados: se enfrenta con un VAMPYR.


Carolina Andujar

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¡Renuncia!

Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías, fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:
-¿Por mí quieres conocer el camino?

-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.

-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.