28 de agosto de 2009

Calzado de blanco

CAPÍTULO I
O’Shea estaba más trastornado que nunca, llevando así toda la noche. Zanqueaba arriba y abajo de la herbosa pendiente, murmurando entre dientes, dirigiéndose con las manos a algún invisible auditorio, celebrando con cacareos sus propias y misteriosas ocurrencias...; y de madrugada se había echado sobre el pequeño Lipski, que se había atrevido a encender un cigarrillo con desprecio de las instrucciones, y le había golpeado con salvaje brutalidad, sin que los otros dos hombres hubieran osado intervenir.
Joe Connor estaba tumbado en el suelo, masticando una brizna do hierba y observando con ojos sombríos la inquieta figura. Marks, que estaba junto a él con las piernas cruzadas, observaba también, pero había una torcida sonrisa de desprecio en sus delgados labios.
—Loco como una cabra —comentó Joe Connor en voz baja—. Si despacha esta faena sin hacernos ir a la cárcel para el resto de nuestras vidas, estaremos de suerte.
Soapy[1] Marks se lamió los secos labios.
—Es más listo cuando está loco. —Hablaba con el refinado deje que da la cultura. Algunos decían que Soapy había estudiado para cura antes que el deseo de un modo de vivir más fácil e ilícito hiciera de él uno de los más hábiles (y posiblemente el más peligroso) delincuentes de Inglaterra—. La locura, mi querido compañero, no implica estupidez. ¿No puedes hacer que el tipo ese deje de gimotear?
Joe Connor no se levantó. Volvió los ojos en la dirección de la postrada figura de Lipski, que se quejaba y maldecía entre sollozos.
—Se le pasará —dijo con indiferencia—. Cuanto más le zurra O'Shea, más lo respeta.
Reptando, se acercó algo más a su confederado.
—¿Has visto alguna vez a O'Shea... su cara, quiero decir? —preguntó bajando aún más la voz—. Yo nunca, y eso que he hecho dos... —hizo memoria y corrigió—: tres trabajos con él. Siempre lleva puesto el mismo abrigo que ahora, con el cuello alzado hasta la punta de la nariz y el mismo viejo sombrero echado sobre los ojos. Yo antes no creía que en la vida real existieran delincuentes así... Pensaba que eran cosa de película. La primera vez que tuve noticias de él fue cuando me mandó llamar... Me encontré con él en St. Albans Road hacia las doce, pero en ningún momento le vi la cara. Lo sabía todo sobre mí. Me dijo cuántas condenas había yo sufrido y el tipo de trabajo para el que me quería...
—Y te pagó bien —completó Marks perezosamente cuando el otro hizo una pausa—. Siempre paga bien, y siempre recluta su personal del mismo modo.
Frunció los labios como si fuera a silbar, examinando la inquieta figura del jefe pensativamente.
—Está loco... y paga bien. Pagará mejor esta vez.
Connor alzó los ojos bruscamente.
—Doscientos cincuenta papiros y cincuenta de dinero de fuga... Bien pagado, ¿no?
—Pagará mejor —aseguró Marks suavemente—. Este pequeño trabajo lo merece. ¿Acaso voy yo a conducir por las calles de Londres un camión conteniendo tres toneladas de soberanos australianos, arriesgándome a ir a la horca, a cambio de doscientas cincuenta libras... y dinero de fuga? No lo creo.
Se puso de pie y se sacudió delicadamente las rodillas. O'Shea había desaparecido tras la cresta de la colina. Posiblemente se encontrase detrás de la línea de arbustos que corría semicircularmente en torno a la cresta, a menos de dos metros del lugar donde ambos hombres estaban hablando de él.
—Tres toneladas de oro; casi medio millón de libras. Creo que tenemos derecho al menos al diez por ciento.
Connor hizo una mueca, indicando con una sacudida de cabeza al lloroso Lipski.
—¿Y él?
Marks se mordió un labio.
—No creo que pudiéramos incluirlo.
Volvió a echar una ojeada en derredor, buscando señales de la presencia de O'Shea, y se dejó caer junto a su compañero.
—Lo tenemos todo en nuestras manos —dijo con voz que era poco más que un susurro—. Mañana estará lúcido. Estos ataques sólo le sobrevienen a raros intervalos; y un hombre lúcido se atendrá a razones. Vamos a detener ese cargamento de oro... Es uno de los trucos más viejos de O'Shea: llenar completamente de gas una hondonada profunda. Me admira que se atreva a repetirlo. Yo estoy encargado de llevar el camión a la ciudad y esconderlo. ¿Nos daría O'Shea el dinero que nos corresponde si tuviera que elegir entre esa opción y una desagradable entrevista con el inspector Bradley?
Connor arrancó otra brizna de hierba y la mordisqueó melancólicamente.
—Es listo —comentó, y otra vez se torcieron los labios de Marks.
—¿Acaso no lo son todos? —demandó—. ¿No está Dartmoor[2] lleno de listos? En eso estriba el gran chiste del viejo Hallick: a todos los presos los denomina colegiados. No, mi querido Connor; créeme, la inteligencia ha de concebirse como un término relativo...
—¿Qué significa eso? —gruñó Connor haciendo un fruncimiento—. No trates de dártelas conmigo, Soapy. Usa palabras que yo entienda.
Volvió a mirar alrededor, buscando algo inquieto al desaparecido O'Shea. Tras la cresta de la colina, en un estrecho camino, estaba aparcado el gran automóvil de O'Shea, en el cual se alejaría de la zona de peligro una vez finalizado el trabajo. Sus confederados quedarían a merced de todos los riesgos, arrostrando los inevitables peligros que habrían de seguir, por muy hábilmente que el golpe estuviese planeado.
A poca distancia a la izquierda, en el borde del hondo bache, había alineadas cuatro grandes bombonas. Incluso desde donde se encontraba tumbado podía ver la larga y blanca carretera que se desnivelaba introduciéndose en la hondonada. Aquélla era la carretera por la que habían de aparecer las vacilantes luces del convoy de oro. Connor tenía colgando de la mano su máscara antigás; a Marks le asomaba la suya por un bolso del abrigo.
—Debe de estar forrado de dinero —dijo Connor.
—¿Quién... O'Shea? —Marks se encogió de hombros—. No lo sé. Gasta el dinero como un lunático. Yo diría que está arruinado. Hace casi un año que no obtiene un buen botín.
—¿Qué hace con el dinero? —quiso saber Connor.
—Lo gasta, como todo hijo de vecino. Anoche me habló de comprar una gran casa de campo. Parecía dispuesto a sentar la cabeza y vivir como un caballero. Me dijo que necesitaría la mitad de este botín para pagar sus deudas. —Marks se examinó las bien manicuradas uñas, añadiendo a la ligera—: Entre otras cosas, es un mentiroso... ¿Qué ha sido eso?
Miró hacia la cercana línea de arbustos. Había percibido un roce de hojas seguido del chasquido de una ramita, y automáticamente se puso en pie. Cruzó el pequeño espacio intermedio y atisbo por encima de los arbustos. Nadie a la vista. Volvió pensativamente junto a Connor.
—Me pregunto si el muy demonio nos habrá estado escuchando —dijo—, ¡y durante cuánto tiempo!
—¿Quién... O'Shea? —Connor estaba sobresaltado.
Por toda respuesta, Marks exhaló un largo suspiro. Era obvio que se sentía incómodo.
—Si hubiera escuchado algo hubiera venido por mí. Se encuentra en estado impetuoso. Lleva así toda la noche.
Connor se levantó, desperezándose.
—Me gustaría saber qué clase de vida lleva. Apostaría a que tiene una esposa y unos hijos escondidos en alguna parte... Estos pájaros siempre los tienen... ¡Ahí está!
La figura de O'Shea había emergido por la cuesta. Venía hacia ellos.
—Tened preparadas las máscaras. No necesitáis más instrucciones, ¿eh, Soapy?
La voz, amortiguada por el alto cuello que le llegaba a la punta de la nariz, era sosegada, casi afable.
—Levantad a ése —Señaló a Lipsky, y, cuando la orden hubo sido cumplida, llamó al servil hombrecillo a su presencia—. Irás hasta el comienzo del bache, encenderás tu farol rojo y los detendrás. Mejor dicho, les harás aflojar la marcha. No permitas que te vean. Hay diez hombres armados en el camión.
Examinó las bombonas. De la boca de cada una salía un grueso tubo de goma que se introducía en la hondonada. Con una llave abrió la válvula de cada una. El silencio fue roto por el profundo silbido del gas al escaparse.
—El gas se quedará en el fondo, así que no necesitáis» poneros las máscaras hasta el momento de actuar.
Siguió a Lipski hasta el extremo de la hondonada, observó cómo encendía el pequeño farol rojo y le indicó el lugar donde había de esconderse. Luego volvió junto a Marks. Ninguna palabra o gesto traicionaron el hecho de que había sorprendido la conversación de los dos hombres. Aquél no era momento para riñas. O'Shea estaba intensamente lúcido en aquella ocasión.
Oyeron el camión antes de ver la vacilante luz de sus faros emerger de la espesura del bosque de Felsted.
—Ahora —dijo O'Shea bruscamente.
No hizo ningún intento de protegerse con la máscara, a diferencia de sus dos ayudantes.
—No necesitaréis usar las pistolas, pero tenedlas a mano por si algo sale mal... No olvidéis que si los guardianes no pierden el conocimiento instantáneamente, dispararán a quemarropa. Ya sabéis dónde verme mañana, ¿no?
La tapada cabeza de Soapy asintió.
El camión se acercaba más y más. Evidentemente, el conductor había visto la luz roja situada al comienzo de la depresión, pues hizo sonar la bocina. Desde donde se encontraba agazapado, O'Shea dominaba por completo la carretera.
El camión se hallaba ya a menos de cincuenta metros de la hondonada. Había aminorado perceptiblemente la velocidad cuando O'Shea vio a un hombre brotar de la carretera, no en el lugar donde lo había apostado, sino una docena de metros más allá. Era Lipski. Al tiempo que corría hacia el camión en marcha, alzó la mano, y hubo un destello y una detonación. Estaba disparando para llamar la atención. Los ojos de O'Shea brillaron como ascuas. Lipski le había traicionado.
—¡Preparados para escapar! —Su voz raspaba como una sierra.
Y entonces sucedió el milagro. Del camión brotaron dos pinceladas de fuego, y Lipski retrocedió y cayó a un lado de la carretera al tiempo que el vehículo pasaba atronando. Los guardianes habían interpretado mal su acción; pensaron que trataba de detenerlos.
—Glorioso —murmuró O'Shea roncamente, y el camión descendió por la hondonada llena de gas.
Todo sucedió en cuestión de segundos. El conductor cayó hacia adelante en su asiento, y, al faltar su control, las ruedas delanteras del vehículo quedaron atascadas contra un terraplén.
O'Shea pensaba en todo. A no ser por aquella roja luz de aviso, el camión se hubiera estrellado, desbaratándosele los planes. Tal y como estaba el vehículo, lo único que tenía que hacer Marks era trepar al asiento del conductor y dar marcha atrás para sacarlo del temporal bloqueo.
Un minuto después el cargamento de oro había ascendido hasta el otro lado de la depresión. Los guardianes y el conductor, inconscientes, habían sido amontonados a un lado de la carretera. Los últimos preparativos no llevaron más de cinco minutos. Marks se despojó de la máscara y se encasquetó una gorra de uniforme. Connor se acomodó junto a las blancas cajas que contenían el oro.
—En marcha —dijo O'Shea, y el vehículo inició su avance, desapareciendo de vista momentos después.
O'Shea volvió a su grande y potente automóvil. Se alejó en él en dirección opuesta, dejando únicamente las inconscientes figuras de los vigilantes como testimonio de su maquinación.
CAPÍTULO II


Era una noche lluviosa en Londres, y Connor así lo había preferido. Traspuso la puerta lateral de un pequeño restaurante del Solio, subió las estrechas escaleras y llamó a una puerta.
Soapy Marks estaba solo.
—¿Lo viste? —preguntó Connor ansiosamente.
—¿A O'Shea? Sí, lo vi en el Embankment. ¿Has mirado los periódicos?
Connor hizo una mueca.
—Me alegro de que esos pájaros no las diñaran —dijo.
Marks sonrió con sarcasmo.
—Tu humanismo es muy encomiable, mi querido amigo.
Sobre la mesa había un periódico, cuyos grandes titulares resaltaban llamativos. Parecían querer transmitir a voz en grito la sensacional noticia.
EL MAYOR ROBO DE ORO DE NUESTRO TIEMPO. TRES TONELADAS DE ORO DESAPARECEN ENTRE SOUTHAMPTON Y LONDRES. ENCONTRARON A UN LADRÓN MUERTO EN EL BORDE DE LA CARRETERA
El camión, desaparecido
A primeras horas de la mañana de ayer se cometió un audaz atropello que pudo haber costado la vida de varios miembros del C. I. D.[3], y que tuvo como resultado la pérdida, por parte del Banco de Inglaterra, de oro valorado en medio millón de libras.
El buque Aritania, que llegó al puerto de Southampton la pasada noche, trajo una importante consignación de oro de Australia, y, con vistas a que el precioso metal pudiera ser trasladado a Londres con la menor ostentación posible, se tomó la disposición de que un camión cargado con el tesoro partiera de Southampton a las tres de la mañana, llegando a Londres antes de que comenzara la normal afluencia de tráfico. En un paraje próximo al bosque de Felsted la carretera se hunde, encajonada, en una depresión. Evidentemente ésta había sido rellenada de gas, y el vehículo se precipitó desprevenidamente en lo que era prácticamente una cámara letal.
Sin embargo, antes de alcanzar el sitio fatal, los vigilantes advirtieron que existía un proyecto de atraco. Un individuo surgió de unos arbustos y disparó al camión. Los detectives encargados de proteger el convoy replicaron inmediatamente, y el hombre fue encontrado más tarde en estado agonizante. No hizo declaración alguna, si bien mencionó un nombre que se cree corresponde al jefe de la banda.
Los subinspectores Bradley y Hallick, de Scotland Yard, se encuentran encargados del caso.
Seguía un informe más detallado, completado por una declaración oficial de la policía en la que se incluía una breve exposición de los hechos llevada a cabo por uno de los vigilantes.
—Parece haber creado una sensación —sonrió Marks plegando el periódico.
—¿Qué pasa con O'Shea? —preguntó el otro con impaciencia—. ¿Se aviene a repartir?
—Se sintió algo molesto... naturalmente. Pero en sus momentos lúcidos nuestro amigo O'Shea es un hombre muy inteligente. Lo que realmente le molestó fue el hecho de que hubiéramos aparcado el camión en un lugar distinto al ordenado por él. Estaba de lo más ansioso por descubrir nuestro pequeño secreto, y creo que su desconocimiento del paradero del oro es nuestra mayor ventaja sobre él.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Connor en tono preocupado.
—Vamos a llevar el camión a Barnes Common esta noche. Él no sabe que hemos pasado el oro a una camioneta de tres toneladas de carga. Debería estarme muy agradecido por esta precaución, pues el camión auténtico fue descubierto por Hallick esta mañana en el lugar donde O'Shea me dijo que lo aparcase. Y, por supuesto, estaba vacío.
—O'Shea no dejará que nos salgamos con la nuestra. —Connor tenía el ceño hondamente fruncido—. Tú ya lo conoces, Soapy.
—Eso está por ver —replicó Marks sonriendo confiadamente. Sirvió un whisky con soda—. Bebe y marchémonos. —Se consultó el reloj—. Tenemos tiempo de sobra...
Gracias a Dios, estamos en guerra, y las activas e inteligentes fuerzas del orden andan a la caza de espías: las calles están cortésmente oscurecidas y, en fin, todo favorece nuestro pequeño plan. Por cierto, he pintado un cruz roja en el toldo de nuestra camioneta... ¡Casi parece un vehículo oficial!
Que estaban en guerra lo comprobaron tangiblemente poco después de doblar por el Embankment. Bengalas de aviso salían disparadas desde una docena de estaciones; el oscurecido tranvía que tomaron para el sur había alcanzado apenas Kennington Oval cuando los cañones antiaéreos hicieron fuego contra los invisibles merodeadores del firmamento. Cayó una bomba demasiado cerca para la tranquilidad del nervioso Connor. El tranvía se detuvo.
—Será mejor que nos apeemos —susurró Marks—. No van a moverse hasta que acabe el ataque.
Ambos hombres saltaron a la desierta calle y dirigieron sus pasos hacia el sur. El resplandor de los gigantescos proyectores barría el firmamento. De algún punto en las alturas llegó el repiqueteo de una ametralladora.
—Esto acaparará la atención policial —dijo Marks al tiempo que doblaban por una calleja, en un barrio pobre—. No creo que los incidentes bélicos nos impidan asistir a nuestra cita. Ames bien, darán mayor vía libre a nuestra pequeña ambulancia.
—¡A ver si hablas claro alguna vez!
Marks se había detenido ante las verjas de un corral, y las empujó. Una de ellas cedió, y se encaminaron, a través de una desigual senda, hasta el pequeño edificio que albergaba la camioneta. Soapy metió la llave en la cerradura y la hizo girar.
—Ya hemos llegado —dijo, pasando al interior.
Una mano le agarró, y se buscó la pistola.
—No hagas alborotos —dijo la odiada voz del inspector Hallick—. Quedas detenido, Soapy. ¿Podrías decirme qué ha sucedido con vuestra ambulancia?
Soapy Marks dirigió los ojos hacia el hablante, a quien no podía ver, y por un momento quedó con el ánimo en suspenso.
—¿La camioneta?— jadeó—. ¿No está aquí?
—Estaba hace una hora —dijo una segunda voz—. Vamos, Soapy; ¿qué habéis hecho con ella?
Soapy no dijo nada. Oyó el clic de las esposas al cerrarse en torno a las muñecas de Joe Connor, quien prorrumpió en un incoherente balbuceo de rabiosas blasfemias al tiempo que era llevado a empellones hacia el coche que acababa de detenerse silenciosamente junto a la verja, y comprendió que O'Shea estaba sobradamente lúcido aquel día.
CAPÍTULO III


Para Mary Redmayne la vida había sido una sucesión de altibajos. Tenía vivas en su memoria las alternadas fases de prosperidad y de insolvencia que había atravesado su padre. Había residido en suntuosos hoteles y en pensiones baratas, cambiando de tipo de alojamiento con singular brusquedad; y ya durante su infancia había llegado a habituarse tanto a los violentos cambios de la fortuna paterna, que en nada se hubiera sentido sorprendida si en cualquier momento su padre la hubiera sacado del pretencioso centro escolar en que recibía su educación para trasladarla a una escuela pública.
Quienes le conocían le llamaban «coronel», pero él no parecía sentir una preferencia especial por este tratamiento, y de hecho nunca se mostró comunicativo con ella en lo que a su carrera militar concernía. Sólo después de adquirir Monkshall consintió que el título de coronel figurase en sus tarjetas. Era un tratamiento altisonante. Ya de niña, Mary Redmayne había aceptado tales apelaciones con la mayor de las precauciones. En cierta ocasión había vivido en una cierta «Mansión Mortimer», que no era otra cosa que una casita perdida en los arrabales de Wimbledon.
Pero Monkshall había satisfecho todos los sueños de magnificencia de Mary. Era una autentica reliquia de la época Tudor, o posiblemente de un período anterior. Mole imponente y venerable, erguida en medio de una arboleda de cuarenta acres, tan ligada a la antigüedad que, antes de prohibirlo el coronel Redmayne, el ancho camino de acceso solía estar lleno de turistas, en buena parte americanos, ávidos de contemplar las ruinas de lo que había sido una auténtica abadía.
La fortuna le había sobrevenido al coronel Redmayne cuando Mary tenía unos diez años. Llegó inesperada, casi violentamente. De dónde procedía, no podía ni conjeturarlo. Lo único que sabía es que una semana vivían en la penuria, acosados por los acreedores, transitando por calles secundarias para eludir el encuentro con ellos, y a la semana siguiente (¿o fue al cabo de un mes?) él era el dueño y señor de Monkshall y encargaba muebles por valor de miles de libras.
Cuando fue a vivir a Monkshall, ella había alcanzado esa grácil etapa intermedia que separa a la niña de la mujer. Delgada, de estatura mediana y espalda recta, libre de movimientos, atraía la mirada de hombres a quienes encantos más maduros hubieran dejado indiferentes.
Ferdie Fane, el joven que tanto frecuentaba el León Rojo, en verano y en invierno, y que bebía más de lo que convenía a su salud, la observó mientras ella pasaba por la calle acompañada por su padre. No llevaba sombrero; su cabello castaño dorado era de por sí una corona de gloria; el rostro, sin tacha, con la barbilla ligeramente erguida en majestuoso gesto.
—La primavera ronda por aquí, Adolphus —comentó Ferdie gravemente, dirigiéndose al dueño del establecimiento—. Acabo de verla pasar.
Era un hombre de treinta y cinco años, de rostro alargado, bastante agraciado a pesar de sus gruesas gafas con montura de concha. Sostenía una gran jarra de cerveza, en contra de lo usual, ya que la mayor parte de sus bebidas las tomaba a solas en su cuarto. Acostumbraba presentarse en el León Rojo en los momentos más inesperados y, a veces, inoportunos. En cierto sentido, era un pelmazo, y la aparición de Mary Redmayne en compañía de su desaseado padre ofreció al tabernero la oportunidad que había estado esperando.
—Me pregunto por qué no se va usted a vivir a Monkshall, señor Fane.
El señor Fane se quedó mirándolo desaprobadoramente.
—¿Está usted harto de mí como cliente? —preguntó suavemente—. ¿Está tratando de deshacerse de mí? —Movió la cabeza con pesar—. No soy un cliente rentable; además de lo cual, tampoco soy persona honorable. ¿Qué necesidad tiene Redmayne de coger huéspedes?
El tabernero no pudo ofrecer ninguna solución satisfactoria a este misterio.
—Que me aspen si lo sé. El coronel tiene un montón de dinero. Creo que lo hace para combatir la soledad; pero lo cierto es que lleva ya diez años ofreciendo hospedaje y cobrándolo. Desde luego, es muy selectivo.
—Exactamente —dijo Ferdie Fane con suma gravedad—. ¡Y ésa es la razón por la que a mí no me admitiría! Temo que tendrá usted que seguir soportando mis erráticas visitas.
—No me molesta que venga aquí —dijo el tabernero, ansioso por quedar bien—. Usted no me da ningún problema. La única pega...
—La única pega es que prefiere a personas de hábitos más regulares... ¡Salud y dinero!
Levantó la espumosa jarra hasta sus labios, tomó un largo trago y seguidamente comenzó a reír suavemente, como si celebrara algún chiste. Un minuto después, recuperada ya su seriedad, contemplaba la jarra con ceño fruncido.
—Bonita muchacha, esa Mary Redmayne, ¿eh? —comentó.
—Hace sólo un mes que ha salido de la escuela... mejor dicho, del colegio —dijo el tabernero—. Es la damita más encantadora del mundo.
—Todas lo son —fue la elusiva réplica.
Al día siguiente, y por primera vez desde su llegada al lugar, Ferdie Fane salió de excursión provisto de su caña de pescar y de su bolsa de golf.
La vida en Monkshall prometía ser tan risueña, que Mary Redmayne sentía una especial predilección a favor del lugar. Le gustaba el señor Goodman, un caballero de cabellos grises y hablar lento, primero de los huéspedes de su padre. Le cautivaba la sobria belleza de aquella antigua y singular morada, así como los frondosos terrenos circundantes. Se sentía incluso con ánimos de aceptar, sin especial disgusto, la creciente taciturnidad de su padre. Éste había envejecido últimamente. Su rostro había adquirido una palidez nueva. Raramente sonreía. En una ocasión le había visto caminar sin rumbo en medio de la noche, y en otra habíale sorprendido en su habitación, con el habla sospechosamente trabada y una vacía botella de whisky como mudo testigo de su peculiar debilidad.
Pero la casa tenía algo que comenzaba a roerle los nervios. A veces se despertaba en medio de la noche, sobresaltada, y se sentaba en la cama tratando de detectar la causa que la había arrancado del país de los sueños para transportarla, a través de una nube de pavorosas pesadillas, al estado de vigilia. Cierta vez había oído unos peculiares sonidos que le provocaron escalofríos. Y no una, sino muchas veces, le pareció oír el desgarrado sonido de un órgano distante.
Interrogó a Cotton, el huraño mayordomo, pero éste no había oído nada. Otros miembros de la servidumbre habían sido más sensitivos, no obstante. Llegó a haber un constante desfile de cocineras y doncellas que renunciaban a su empleo. Se entrevistó con un par de ellas, pero posteriormente su padre le prohibió hablar con las mismas, y asumió personalmente la función de aceptar las renuncias.
—Este lugar me pone la carne de gallina, señorita —le había dicho una llorosa doncella—. ¿No oye usted chillidos por las noches? Yo, sí; duermo en el ala este. Este lugar está encantado...
—¡Tonterías, Anna! —se burló la muchacha, disimulando un estremecimiento—. ¿Cómo puedes creerte esas cosas?
—Le estoy diciendo la verdad, señorita. Es más: he visto un fantasma paseándose por el césped a la luz de la luna.
Más adelante, también Mary comenzó a tener visiones; y cierto huésped se marchó a los pocos días de su llegada con los nervios destrozados.
—Imaginaciones —dijo el coronel malhumoradamente—. Mi querida Mary, ¡estás adquiriendo mentalidad de criada!
Más tarde pidió disculpas por su rudeza, pero Mary continuó con sus extrañas audiciones, llegando incluso a tener los oídos bien alerta; y finalmente, vio... visiones que le hicieron dudar de su propia capacidad de cognición, de su propia inteligencia, de su propia salud mental.
Un día, caminando sola por el pueblo, vio a un hombre en traje de golf. Era muy alto y usaba gafas con montura de concha, y la saludó con una amistosa sonrisa. Era la primera vez que veía a Ferdie Fane. Lo vería muy a menudo durante los agitados meses que siguieron.
CAPÍTULO IV


El superintendente Hallick fue a la cárcel de Princetown, en Devonshire, para hacer su último ruego; ruego que, sabía, estaba condenado al fracaso. El subdirector salió a su encuentro, al tiempo que las verjas de hierro se cerraban a espaldas del fornido superintendente.
—No creo que consiga sonsacar mucho a esos tipos, superintendente —dijo—. Pienso que se encuentran demasiado próximos al cumplimiento de su condena.
—Nunca se sabe —sonrió Hallick—. En cierta ocasión obtuve la mejor información del mundo de boca de un preso el día en que lo pusieron en libertad.
Se dirigieron al apaisado pabellón que constituía la oficina del subdirector.
—El jefe de vigilancia, que posee un especial don de gentes, afirma que nunca hablarán —dijo el subdirector—. Si hace memoria, superintendente, recordará que hizo cuanto pudo para sonsacarles hace diez años, cuando acababan de entrar aquí. Hay en esta cárcel un montón de personas a quienes les gustaría saber dónde está escondido el oro. Personalmente, no creo que ellos se quedaran con parte alguna, y la historia que refirieron en el juicio, de que O'Shea había desaparecido con él, es probablemente cierta.
El superintendente frunció los labios.
—Lo dudo —dijo pensativamente—. Ésa fue la impresión que tuve la noche en que los arresté, pero he cambiado de opinión desde entonces.
El jefe de vigilancia entró en aquel momento, dirigiendo una amistosa inclinación al superintendente.
—Tengo a esos dos hombres encerrados en sus celdas. Quiere ver a ambos, ¿verdad, superintendente?
—Me gustaría ver a Connor primero.
—¿Ahora? —preguntó el jefe de vigilancia—. Le haré bajar.
Salió y se dirigió, a través del patio de asfalto, a la entrada del grande y feo edificio principal. Una reja de acero precedía a la puerta. Abrió primeramente ésta, y luego la puerta de madera, pasando así al vestíbulo, rayado en cada costado con galerías a las cuales se abrían las estrechas puertas de las celdas. Se dirigió a una de éstas, situada en la grada inferior, hizo ceder la cerradura con un chasquido y abrió de un empujón la puerta. El hombre vestido con ropa de presidiario que estaba sentado al borde de la cama, con el rostro entre las manos, se levantó y lo miró ceñudamente.
—Connor, un caballero de Scotland Yard ha venido a verte. Si eres sensato le darás la información que pide.
Connor lo fulminó con la mirada.
—No tengo nada que decir —repuso hoscamente—. ¿Por qué no me dejan en paz? Si supiera dónde está el botín, desde luego no lo revelaría.
—No seas tonto —dijo el jefe de vigilancia, de buen ánimo—. ¿Qué vas a adelantar con ocultar...?
—¿Que no sea tonto? —interrumpió Connor—. ¡Todo lo que de tonto pueda yo tener se me ha limado aquí! —Su mimo jibareó la celda—. Llevo en este calabozo siete años.
Me conozco cada uno de sus ladrillos... ¿Quién quiere verme?
—El superintendente Hallick.
Connor torció el gesto.
—¿Va a ver a Marks también? Con que Hallick, ¿eh? Pensaba que había muerto.
—Está bien vivo.
El jefe de vigilancia le invitó con una seña a salir al vestíbulo, y, acompañado por un carcelero, Connor fue a la oficina del subdirector. Al reconocer a Hallick le saludó con una inclinación. No albergaba animadversión alguna contra él. Entre ambos existía esa curiosa camaradería que se establece entre la policía y las clases criminales.
—Está usted perdiendo el tiempo conmigo, señor Hallick —dijo Connor. Y añadió en un repentino acceso de ira—: No tengo nada que ofrecerle. Localice a O'Shea. ¡Él hablará! Y encuéntrelo antes que lo haga yo, si quiere que hable.
—Queremos encontrarlo, Connor —dijo Hallick en tono apaciguador.
—Quieren el dinero —repuso Connor con desprecio—; eso es lo que quieren. Quieren conseguir el dinero para obtener la recompensa del banco. —Rió ásperamente—. Pruebe con Soapy Marks... Tal vez participe en su juego para ver si puede sacar algo.
La cerradura giró y otro convicto fue introducido en la estancia. Soapy Marks apenas había cambiado en sus diez años de cárcel. Su delgado y ascético rostro habíase, tal vez, endurecido: sus finos labios habían ganado en firmeza, y sus hundidos ojos habían penetrado algo más en las cuencas. Pero su refinada voz, su untuosa cortesía y esa exquisitez y buen tono que le habían valido su apodo, permanecían inalterables.
—¡Vaya, si es el señor Hallick! —Arrastraba suavemente las sílabas—. ¡Bien venido a nuestro chalet!
Saludó a Connor con un asentimiento que casi era una inclinación.
—Su visita nos es sumamente grata, señor Hallick. ¿No ha visto aún el parque ni el garaje? ¿Ni nuestra fastuosa sala de billar?
—Ya está bien, Marks —recriminó el carcelero.
—Le pido mil perdones, señor. —La inclinación dirigida al carcelero fue algo más profunda que las anteriores, algo más sarcástica—. Sólo era una candida broma. ¡Es un gran placer encontrarle por este páramo, señor Hallick! Supongo que su visita será breve... No vendrá a quedarse con nosotros, ¿verdad?
Hallick aceptó la ofensa con una leve sonrisa.
—Lo siento —siguió Marks—. Hasta la policía comete pequeños errores de juicio en ocasiones. Es deplorable, pero cierto. Una vez tuvimos a un ex inspector en el vestíbulo en que estoy viviendo.
—¿Sabes por qué he venido?
Marks negó con la cabeza, y en su rostro se pintó una expresión de sorpresa y consternación.
—¿No habrá venido a interrogarnos a mí y a mi pobre amigo acerca de ese escandaloso robo de oro? Veo que sí. ¡Cuan desafortunado! ¿De manera que quiere saber dónde fue ocultado el dinero? ¡Qué más quisiera yo que poder decírselo! Desearía que mi pobre amigo pudiera decírselo, o incluso su viejo amigo, el señor Leonard O'Shea. —Sonrió blandamente—. ¡Pero me es imposible!
Connor comenzaba a irritarse ante el derrotero de la entrevista.
—No seguirá usted pretendiendo que yo...
Marks ondeó la mano, advirtiendo:
—Ten paciencia con el querido señor Hallick.
—Escúchame bien, Soapy —dijo Connor airadamente.
Una expresión de dolor se plasmó en el rostro de Marks.
—Soapy, no...; suena vulgar. ¿No está de acuerdo, señor Hallick?
—No pienso responder a ninguna pregunta —dijo Connor—. Puede hacer lo que le parezca. Si no ha encontrado a O'Shea, yo sí lo haré, y el día en que ponga mis manos sobre él, le ajustaré las cuentas. Hay otra cosa que debe saber, Hallick: actuaré por mi propia cuenta desde el día en que salga de este infierno. No voy a pedir a Soapy que me ayude a dar con O'Shea. Llevo ya diez años viéndole a diario, y odio su mera presencia. Voy a arreglármelas por mí mismo para localizar al tipo que me vendió.
—Crees que darás con él. ¿verdad? —inquirió Hallick rápidamente—. ¿Sabes dónde está?
—Sólo sé una cosa —repuso Connor roncamente—, y Soapy la sabe también. O'Shea la dejó escapar la mañana en que estuvimos esperando al camión del oro. Simplemente dejó traslucir... cuál es su concepto de escondrijo seguro. Pero no voy a decírselo. Me quedan cuatro meses que cumplir, y, cuando este tiempo transcurra, encontrare a O'Shea.
—¡Pobre ingenuo! —exclamó Hallick con aspereza—. La policía lleva buscándolo diez años.
—¿Buscando qué? —demandó Connor haciendo caso omiso de la mirada de advertencia de Marks.
—A Len O'Shea —respondió Hallick.
Retumbó una carcajada del convicto.
—¡Están ustedes buscando a un hombre cuerdo, y ahí es donde se equivocan! No les dije antes por qué no darán nunca con su paradero. ¡Es porque está loco! Ustedes no saben eso, pero Soapy, sí. O'Shea ya estaba «volao» hace diez años. ¡Dios sabe cómo estará ahora! Posee la astucia de un loco. Pregunte a Soapy.
Esto era nuevo para Hallick. Sus ojos interrogaron a Marks, quien, tras una sonrisa, dijo suavemente:
—Me temo que nuestro querido amigo esté en lo cierto. ¡Un loco astuto! Incluso en la cárcel recibimos noticias, señor Hallick, y me ha llegado el rumor de que hace algunos años tres funcionarios de Scotland Yard desaparecieron en un intervalo muy breve... ¡Se desvanecieron como el rocío al sol de la mañana! Perdóneme si me muestro poético. La cárcel lo hace a uno así. ¿Y estaría usted traicionando un secreto oficial si me dijese que los hombres mencionados andaban tras el rastro de O'Shea? —Al percibir el cambio operado en el rostro de Hallick, soltó una risita—. Veo que así era. Según la noticia circulada, habían abandonado Inglaterra y habían enviado sus dimisiones... desde París, ¿no es así? O'Shea sabía imitar la letra de cualquiera... Los desaparecidos nunca salieron de Inglaterra.
El rostro de Hallick estaba blanco.
—¡Por Dios!, si hubiera yo llegado a sospechar... —comenzó.
—Nunca salieron de Inglaterra —iteró Marks, implacable—. Estaban buscando a O'Shea... y O'Shea los encontró antes a ellos.
—¿Quieres decir que han muerto?
Marks asintió lentamente.
—Permanece cuerdo, razonable, durante veintidós horas al día. Pero durante las otras dos horas... —Se encogió de hombros—. Señor Hallick, sus hombres debieron de encontrarse con él en uno de sus malos momentos.
—Cuando yo me encuentre con él... —interrumpió Connor, y Marks se volvió hacia él como un relámpago.
—¡Cuando tú te encuentres con él, morirás! —dijo con voz silbante—. Cuando yo me encuentre con él... —Aquel semblante suyo tan cordial se contorsionó repentinamente, y Hallick sondeó los ojos de un demonio.
—¿Cuándo vas a encontrarte con él? —desafió. ¿Dónde tendrá lugar ese encuentro?
El brazo de Marks se disparó al frente, rígido; sus largos dedos engarfiaron a un enemigo invisible.
—Sólo sé dónde puedo echarle mano —repuso con voz entrecortada—. ¡Esta mano!
Hallick regresó a Londres aquella tarde en estado de desconcierto. Había realizado su desplazamiento en un último esfuerzo por conseguir información sobre el oro desaparecido, y nada había obtenido en limpio... a excepción de que O'Shea permanecía en su sano juicio sólo veintidós horas al día.
CAPÍTULO V


Era una hermosa mañana de primavera. Frescos efluvios se fundían con el amarillo sol.
El señor Goodman no había ido a la ciudad aquella mañana, pese a que aquél era uno de sus días fijados (tenía por costumbre acudir a su oficina dos o tres días al mes). La locuaz señora Elvery estaba ocupada en dar los últimos toques a su cutis; y Verónica, su desmañada hija, estaba luchando, con ayuda de un diccionario, con un recalcitrante poema, pues en sus momentos más sosegados gustaba de cortejar a las musas.
El señor Goodman estaba recostado en un sofá, dormitando sobre su periódico. Ningún sonido rompía el silencio a excepción del rasgueo de la pluma de Verónica y del tic-tac del grande y antiguo reloj de pared.
Aquella cámara abovedada que era el salón de Monkshall había cambiado muy poco desde los días en que constituyera la antesala de un auténtico refectorio abacial. Las columnas que habían cincelado manos monacales habían sufrido algún desgaste, pero su labrada beatitud, ahora revestida de roble, era casi tan legible como el día en que aquellos hombres piadosos habían fijado las inscripciones.
La abierta ventana francesa ofrecía una espléndida vista del anchuroso y verde parque, con sus arboledas y su pequeño montón de ruinas que otrora fuera la Meca de los anticuarios.
El señor Goodman no oía el excitado gorjeo de los pájaros, y Verónica Elvery, presa de ese estado de irritación a que tan propensos son los poetas jóvenes, volvió la cabeza un par de veces con mudo reproche.
—Señor Goodman —llamó suavemente.
No hubo respuesta.
—¡Señor Goodman!
—¿Eh? —El interpelado alzó la mirada con sobresalto.
—¿Qué palabra rima con «altiva»? —preguntó Verónica dulcemente.
El señor Goodman se acarició la barbilla reflexivamente.
—¿Quisquilla? —sugirió.
La señorita Elvery chasqueó la lengua, exasperada.
—Ésa no sirve en absoluto. Además de que su rima es meramente vocálica, como palabra es demasiado vulgar.
—Y comportarse como tal, también lo es —repuso el señor Goodman estremeciéndose, y añadió—: ¿Qué está usted haciendo?
Ella confesó su labor.
—¡Dios mío! —exclamó él. escandalizado—. ¡Componiendo poesía a estas horas de la mañana! Es casi como tomar bebidas alcohólicas antes del almuerzo. ¿En quién está inspirada?
Ella le favoreció con una sonrisa en arco.
—Pensaría usted que soy una mala pécora si se lo dijese. —Al hacer su interlocutor un gesto para apoderarse del manuscrito, prosiguió—: ¡Oh!, la verdad es que no me atrevo... Es sobre alguien a quien usted conoce.
El señor Goodman frunció el ceño.
—«Altiva» es la palabra utilizada por usted. ¿Quién demonios es «altiva»?
Verónica sorbió por la nariz. Lo hacía siempre que se encontraba incómoda.
—¿No cree usted que ella lo es... un tanto? Al fin y al cabo, su padre se limita a regentar una hospedería.
—¡Oh!, ¿se refiere a la señorita Redmayne? —preguntó el señor Goodman suavemente—. Una muchacha muy agradable. Conque una hospedería, ¿eh? Bueno, yo he sido el primer huésped de todos cuantos su padre ha tenido, y nunca he considerado este lugar como una hospedería.
Hubo un silencio, roto por la muchacha.
—Señor Goodman, ¿le molestaría que yo le hiciera una confidencia?
—Bueno, hasta ahora no he dado a entender que pudiera molestarme, ¿verdad?
—Supongo que soy romántica por naturaleza. Veo misterio en casi todo. Hasta usted me parece misterioso. —Al notar la alarma de su interlocutor, añadió—: ¡Oh, no he querido decir siniestro!
Él se alegró de que así no fuera.
—Pero el coronel Redmayne sí que es siniestro —aseguró la joven enfáticamente.
Él consideró la cuestión.
—Nunca me ha producido esa impresión —replicó pausadamente.
—Pero lo es. ¿Para qué compró este lugar tan apartado y lo convirtió en una casa de huéspedes?
—Para hacer dinero, supongo.
—Pero no es así. Mi madre dice que debe de estar perdiendo un montón de dinero. Monkshall ha adquirido una reputación horrible. Sabrá usted que está encantado, ¿verdad?
El señor Goodman rió de buena gana. Como huésped antiguo había oído repetidas veces ese comentario.
—He oído cosas y he visto cosas —prosiguió ella—. Mi madre dice que aquí deben de haber cometido algún crimen horrible. ¡Y así es! —Su tono había subido en énfasis.
El señor Goodman pensó que la madre de la muchacha había fustigado excesivamente la imaginación de ésta con el tema de los asesinatos y de la delincuencia en general. Pues la robusta y quisquillosa señora Elvery gustaba de empaparse de las últimas tragedias que llenaban las columnas de los periódicos dominicales.
—A ella le chiflan los asesinatos de alta categoría —comunicó Verónica—. El año pasado tuvimos que aplazar nuestro viaje a Suiza a causa del Misterio de la Bicicleta del Río. ¿Cree usted que el coronel Redmayne es persona capaz de haber cometido algún asesinato?
—¡Qué pregunta tan atroz! —protestó su sobrecogido oyente.
—¿Por qué está tan inquieto? —contrapuso Verónica patéticamente—. ¿Qué es lo que teme? Está siempre rehusando huéspedes. Rechazó a ese chico tan simpático que se presentó ayer.
—Bueno, mañana viene un nuevo huésped —repuso Goodman cogiendo nuevamente su periódico.
—¡Un clérigo! —exclamó Verónica con desdén—. Todo el mundo sabe que los clérigos no tienen dinero.
Él sintió deseos de reír ante esta llana revelación de mentalidad.
—El coronel podría sacar dinero de este lugar, pero no quiere —prosiguió Verónica en tono más confidencial—. Y le diré más. Mi madre conocía al coronel Redmayne antes de que éste comprara Monkshall. Se metió en un terrible aprieto de dinero... Mi madre no sabe exactamente en qué consistía. Pero lo cierto es que se quedó sin un penique. ¿Cómo se las arregló para comprar esta casa?
El señor Goodman sonrió luminosamente.
—¡Pues yo he llegado a saber la respuesta! Recibió una herencia.
Verónica se sintió decepcionada, y no hizo ningún esfuerzo para ocultarlo. Fuese cual fuese el comentario que hubiese podido ofrecer, quedó reducido al silencio por la entrada de su madre.
No es que la señora Elvery «entrase» en la sala, sino que irrumpió, o, mejor dicho, hizo estallido en la misma, dada su arrolladora exuberancia. Fue derecha hasta el sofá donde el señor Goodman estaba desplegando su periódico.
—¿Oyó usted algo anoche? —inquirió dramáticamente.
El asintió, afirmando:
—En el dormitorio contiguo al mío había alguien roncando como un demonio.
—Soy yo quien ocupa ese dormitorio, señor Goodman —repuso la dama gélidamente—. ¿No oyó usted un alarido?
—¿Alarido? —El hombre se quedó estupefacto.
—¡Y anoche volví a oír el órgano!
El señor Goodman suspiró.
—Por suerte, soy algo duro de oído. Nunca oigo órganos ni alaridos. Lo único que oigo con claridad es el gong de la comida.
—Aquí hay gato encerrado. —La señora Elvery era aún más patética que su hija—. Lo comprendí el día en que llegué. En un principio tenía proyectado quedarme una semana, pero ahora pienso quedarme aquí hasta que se resuelva el misterio.
Su interlocutor sonrió de buen humor.
—Es usted un elemento inamovible, señora Elvery.
—Esto me recuerda —prosiguió la dama acelerando las palabras con evidente inquina— la abadía de Pangleton, donde John Roehampton degolló a sus tres nietos, de diecinueve, veintidós y veinticuatro años de edad, enterrándolos después en cemento, crimen por el que lo ejecutaron en la prisión de Exeter. ¡Tuvieron que llevarlo a rastras hasta el cadalso, y dejó escrita una detallada confesión de su culpa!
El señor Goodman se levantó apresuradamente, dispuesto a «batir el ala» ante el hórrido recital que se avecinaba. Afortunadamente, le llegó el salvamento en la esbelta y marcial persona del coronel Redmayne. Era éste hombre de cincuenta y cinco años, de gesto y mirada ausentes. Su trasnochada y mal combinada vestimenta hablaban de abandono, abandono que Goodman había visto crecer día a día.
El coronel los miró de uno en uno.
—Buenos días. ¿Todo bien?
—Más o menos —sonrió Goodman. Tenía la esperanza de que la señora Elvery diera otro curso a la conversación, pero la dama no estaba dispuesta a refrenarse.
—Coronel, ¿oyó usted algo anoche?
—¿Que si oí algo? —Frunció el ceño—. ¿Qué debería haber oído?
Ella hizo recuento de los sucesos nocturnos sirviéndose de sus gordezuelos dedos.
—En primer lugar, el órgano, y luego un espantoso alarido capaz de congelar la sangre. Procedía de los terrenos circundantes... de la parte donde se encuentra la Tumba del Monje.
La dama permaneció a la espera, pero su interlocutor negó con la cabeza.
—No, no oí nada. Estaba dormido —dijo en voz baja.
Verónica, interesada, intervino.
—¡Vaya trola! Vi encendida la luz de su cuarto mucho después que mamá y yo oyéramos el ruido. Su habitación se ve desde mi ventana.
Él la miró ceñudo.
—¿Ah, sí? Me dormí con la luz encendida. ¿Ha visto alguien a Mary?
Goodman apuntó a través del parque, indicando:
—La vi hace media hora.
El coronel Redmayne permaneció indeciso. Seguidamente, sin decir palabra, salió de la estancia con paso enérgico. Le vieron cruzar el parque a grandes zancadas.
—¡Aquí hay gato encerrado! —La señora Elvery exhaló un largo suspiro—. Ese hombre no está en sus cabales. Señor Goodman, ¿recuerda a ese caballero de presencia tan agradable que vino ayer por la mañana? Quería una habitación, y cuando pregunté al coronel por qué no lo aceptó como huésped, ¡se volvió contra mí como una fiera! Dijo que no era ésa la clase de persona que él quería tener en la casa: dijo que ese hombre había tenido la osadía («osadía» fue la palabra empleada) de intentar relacionarse con su hija, y añadió que no quería compartir su techo con ningún borracho pintamonas.
—¡Ya lo creo que se molestó! —dijo el señor Goodman—. No hay que tomarse al coronel demasiado en serio... Está algo decaído esta mañana.
Se puso a hojear el periódico.
—¡Vaya aires que se da! —prosiguió la señora Elvery—. Y su hija no es mucho mejor. No tengo más remedio que decirlo, señor Goodman. Puede parecer una falta de caridad, pero lo cierto es que esa chica es una... —Vaciló.
—¿Pija? —sugirió Verónica, y su madre sufrió una conmoción—. Es una expresión común.
—Pero nosotros no somos gente común —protestó la señora Elvery—. Puedes decir que se da aires. Ciertamente se los da. Y sus modales son deplorables. Hace unos días estuve hablándole del asesinato de Grange Road, un caso de lo más interesante (el del hombre que envenenó a su suegra para quedarse con el dinero del seguro). Pues bien. se limitó a volverme la espalda diciendo que no le interesaban los crímenes.
Cotton, el mayordomo, entró con el correo. Era de semblante melancólico, y parco de palabras. Estaba ya saliendo de la sala cuando la señora Elvery le interpeló:
—¿Oyó usted algún ruido anoche, Cotton?
El hombre se volvió con gesto agrio.
—No, señora. No tardo mucho en dormirme, y ni un disparo hubiera logrado despertarme.
—¿No oyó usted el órgano?
—Nunca oigo nada.
—Creo que este hombre es tonto —dijo la exasperada dama.
—También yo lo creo, señora —convino Cotton, y se retiró.
CAPÍTULO VI


Aquella mañana Mary fue al pueblo a aprovisionarse de sellos para la semana. Apenas miró al joven con pantalones de golf que permanecía sentado en un banco a la entrada del León Rojo, si bien era consciente de su presencia; consciente asimismo de las hablillas que circulaban sobre él.
Había cesado de inspirarle compasión. Había llegado a la conclusión de que era un caso perdido, y, además, se sentía enojada con él por haber provocado la irritación de su padre, pues el señor Ferdie Fane había cometido la temeridad de solicitar hospedaje en Monkshall.
Nunca había hablado con él, ni se le había pasado por la imaginación la posibilidad de que le sobreviniera tamaña desgracia hasta que, al volver aquella mañana del pueblo, se adentró en la callejuela de la que arrancaba un sendero conducente a Monkshall.
Estaba sentado en la escalera de una cerca, las largas manos engarfiadas sobre las rodillas, un cigarrillo colgándole de los labios, contemplando lúgubremente el vacío a través de sus gafas de concha. Mary se detuvo un momento, pensando que él no la había visto y dudando si dar un rodeo para evitar su encuentro.
—Adelante: puede pasar con entera libertad.
A su sonrisa no le faltaba encanto, advirtió ella, pero en aquel momento distaba de sentirse encantada.
—Si yo la acompañase hasta su ancestral morada, echaría su respetable padre mano a una pistola, o soltaría un perro?
Ella le miró con firmeza.
—Usted es el señor Fane, ¿no es así?
Él hizo una inclinación un tanto extravagante, impertinencia que encendió la ira de Mary.
—Pienso que, dadas las circunstancias, no es propio de un caballero este intento de entablar conversación conmigo, señor Fane.
—Puede no ser propio de un caballero, pero es propio de un ser humano con capacidad para pensar y para desear todo lo que es deseable —sonrió él—. ¿Ha reparado alguna vez en cuan pocas personas de este planeta tienen un físico agradable de veras? Una vez estuve parado en una esquina...
—Ahora me tiene parada a mí.
Mary no estaba para contemplaciones aquella mañana; tenía los nervios a flor de piel. Había pasado una noche de tensiones, amedrentada por extraños susurros, estremecida por misteriosos sonidos, impresionada por el distante resonar de música de órgano. En otras circunstancias hubiera ejercido mayor control sobre la situación. Y había visto algo también; algo que nunca antes había visto: una salvaje aparición, gimiente como alma en pena, que había pasado bajo su ventana como una flecha.
Ferdie Fane, en equilibrio algo danzón, tenía clavada en ella su penetrante mirada.
—¿La quiere mucho su padre? —preguntó en tono suave, acariciante.
Ella estaba demasiado sobresaltada para responder.
—Si así es, no puede negarle nada, mi estimada señorita Redmayne. Si usted le dijese: «He aquí a un joven en busca de alojamiento...».
—¿Quiere dejarme pasar, por favor? —Mary temblaba de ira.
De nuevo él se hizo a un lado con exagerada cortesía, y la muchacha, sin decir palabra, ascendió por la escalera de la cerca, sintiéndose ridícula. Había cruzado ya la mitad del parque cuando volvió la cabeza. Comprobó, indignada, que él venía detrás: a considerable distancia, era cierto, pero era evidente que estaba siguiéndola.
No vio al otro indeseado visitante. Había llegado poco después que la señora Elvery y el señor Goodman hubieron salido con sus palos de golf a practicar putting[1] en el liso campo de césped que había en la parte sur de la mansión. Era un individuo de aspecto tosco, con delantal de cuero. Llevaba bajo el brazo varios paraguas estropeados. No se dirigió a la cocina, sino que, tras sigiloso tanteo del lugar, dio un rodeo por el césped, traspuso la abierta puerta principal y se quedó observando cómo Cotton recogía los desperdicios literarios dejados por la poetisa.
Al ver con el rabillo del ojo al recién llegado, Cotton giró bruscamente la cabeza.
—Hola, ¿qué quiere usted? —preguntó ásperamente.
—¿Necesitan reparar algún paraguas? ¿O alguna silla? ¿O alguna olla o sartén viejas? —preguntó el hombre.
Cotton extendió el índice a su modo más señorial.
—¡Fuera! ¿Quién le ha dejado pasar?
—El hospedero dijo que hacía falta arreglar algunas cosas —gruñó el reparador.
—Esas cosas, por la puerta del servicio. ¡Largo de aquí!
Pero el hombre no se movió.
—¿Quién vive aquí?
—El coronel Redmayne, si desea saberlo... y la entrada a la cocina está a la vuelta. ¡Basta ya!
El remendón echó una aprobadora ojeada a la sala.
—Es bonito y confortable este lugar, ¿eh?
El cetrino rostro del señor Cotton se tornó rojo.
—¿En qué idioma hay que hablar con usted? La puerta de la cocina está al volver la esquina. Si no quiere ir allí, ¡puede largarse con viento fresco!
En lugar de tal el hombre se adentró más en la estancia.
—¿Cuánto tiempo hace que vive aquí... ese tipo a quien usted denomina Redmayne?
—Diez años —respondió el exasperado mayordomo—. ¿Es eso todo lo que desea saber? No sabe usted lo gorda que se la está buscando.
—Conque diez años, ¿eh? —El hombre sacudió afirmativamente la cabeza—. Quiero ver a ese coronel.
—De camino, recomiéndeme a él —replicó Cotton sarcásticamente—. ¡Le encantan los remendones!
Fue entonces cuando entró Mary, jadeante.
—¿Quiere hacerme el favor de expulsar a aquel hombre? —Señaló en dirección a Ferdie; por el momento no reparó en la presencia del remendón.
—¿Quién, señorita? —Cotton fue hasta la ventana—. ¡Vaya! Si es el señor que vino ayer... Es todo un caballero, amable como pocos.
—No me importa qué sea o cómo sea. Hay que echarlo fuera.
—¿Puedo servirla en algo, señorita?
La muchacha se sobresaltó al ver al artesano, y miró al mayordomo.
—No, no puede —espetó Cotton.
—¿Quién es usted? —preguntó Mary.
—Un simple chapucero, señorita. —Estaba mirándola pensativamente, y en su mirada había algo que la asustó.
—Entró aquí y le dije que fuera por la cocina —explicó Cotton embarazosamente—. ¡De no haber llegado usted, lo habría enviado ya a hacer puñetas!
—No me importa quién sea... Debe ayudarle a desembarazarse de ese repelente pelmazo —dijo Mary desesperadamente—. Él...
Enmudeció de repente. El señor Ferdinand Fane estaba contemplándola desde la abierta ventana.
—¿Qué tal se encuentran todos? ¿Comment ça va?
—¿Cómo se atreve a seguirme? —Mary dio un furioso zapatazo en el suelo, pero él permaneció impertérrito.
—Me dijo usted que me mantuviera fuera de su vista, así que caminé por detrás. Todo queda claro.
Lo más digno hubiera sido abandonar la sala en silencio... Él tenía la curiosa facultad de hacer que ella se sintiera despojada de su dignidad.
—¿No comprende que su presencia aquí es censurable tanto por mí como por mi padre? No le queremos aquí. No deseamos conocerle.
—No me conocen. —Se sentía herido—. Apuesto a que usted ni siquiera sabía que mi nombre de pila es Ferdie.
—Ha intentado forzarme a mantener trato con usted, y le he dicho claramente que no me apetece en absoluto tener ningún tipo de roce con su persona...
—Quiero quedarme aquí —interrumpió él—. ¿Por que no puedo hacerlo?
—Usted no necesita alojarse aquí. Lo suyo es el León Rojo.
Fue entonces cuando intervino el reparador.
—Oiga, jefe, esta dama no quiere verle aquí... Fuera.
Pero permaneció ignorado.
—No pienso volver al León Rojo —repuso el señor Fane gravemente—. No me gusta la cerveza que allí sirven... Puedo ver a través de ella...
Una mano cayó sobre su hombro.
—¿Va usted a marcharse por las buenas?
El señor Fane se volvió para inspeccionar la cara del remendón.
—No haga eso, muchacho... Es un acto grosero. Evite siempre las groserías, joven... La presencia de una dama...
—¡Vamos! —apremió el remendón.
Entonces una mano le agarró la muñeca con la firmeza de un torno: fue volteado y cayó estrepitosamente contra el suelo.
—Jiu-jitsu —explicó el señor Fane con la mayor gentileza.
Oyó una airada exclamación, y se volvió, encontrándose con el coronel Redmayne.
—¿Que significa esto?
Oyó la incoherente explicación de su hija.
—Lleve a ese hombre a la cocina —ordenó. Cuando el mayordomo y el artesano hubieron desaparecido, prosiguió—: Ahora, caballero, dígame lo que desea.
El tono de su padre era más comedido de lo que Mary había esperado.
—Comida y alojamiento —respondió el joven fríamente, y, haciendo un esfuerzo, el coronel logró contener su ira.
—No puede quedarse aquí, ya se lo dije ayer. No dispongo de ninguna habitación para usted, y no deseo su presencia.
Indicó la puerta con un movimiento de cabeza, y Mary salió apresuradamente. Entonces su voz experimentó un cambio.
—¿Cree que voy a permitir que esta casa sea contaminada por usted? ¿Por una persona embrutecida por el alcohol, sin sentido de la dignidad ni de la decencia, sin otra ocupación que la de gastarse el dinero en bebida?
—No pensaba que fuera usted a ponerme tantos peros.
Un timbrazo hizo entrar a Cotton.
—Acompañe a este... caballero fuera de la casa... y del parque.
En contra de los temores del coronel, el señor Fane se retiró por propio impulso, deshaciéndose así de la escolta del mayordomo.
Acababa de salir de la casa cuando un hombre emergió de un macizo de arbustos, obstruyéndole el paso. Era el remendón. Durante algunos segundos, ambos se miraron en silencio.
—Sólo hay un hombre capaz de voltearme de ese modo, y quiero mirarle a usted bien —dijo el artesano. Escudriñó el rostro de Ferdie Fane y retrocedió un paso.
—¡Dios santo! ¡El mismo que yo pensaba! ¡Hacía diez años que no le veía, y no le hubiera reconocido de no ser por esa manera de voltearme! —jadeó.
—Me conservo en plena forma. —No había ahora ningún farfulleo en la voz de Fane. Sus palabras poseían la vibración del acero—. ¡Ha visto usted mucho más de lo que debiera, señor Connor!
—¡No le tengo miedo! —gruñó el otro—. No trate de asustarme. El viejo truco, ¿eh? ¡Maquillado como un borrachín!
—Connor, voy a darle una oportunidad de conservar la vida. —Fane hablaba lenta y deliberadamente—. Aléjese de este lugar tan rápidamente como pueda. Si aparece por aquí esta noche, ¡es hombre muerto!
Ninguno de ellos vio a la muchacha que, desde una ventana situada por encima de sus cabezas, había estado observando... y escuchando.
CAPÍTULO VII


La señora Elvery se autodescribía como observadora. Personas menos caritativas se quejaban amargamente de su espionaje. Cotton le tenía intensa aversión por este motivo, y se sentía especialmente agraviado por el hecho de que ella le había sorprendido aquella tarde cuando se hallaba enzarzado en animada plática con cierto remendón que se había presentado en la casa aquella mañana, y que ahora le enflautaba con relatos de inmensas riquezas que podrían encontrarse guardadas en las bodegas y criptas de Monkshall.
Fue a llevar la noticia al coronel Redmayne, y encontró a este caballero en estado de aturdimiento y de profunda apatía. Había caído en el hábito de aislarse bajo llave en su pequeño estudio. Allí había un armarito con la capacidad justa para una botella y dos vasos, lo suficientemente a mano para esconder éstos con prontitud cuando alguien llamase.
No se sentía favorablemente dispuesto para con la señora Elvery, y ésta pudo haber sido la causa por la que concedió tan parca atención a su relato.
—Tiene los modales de un oso —dijo la digna dama a su hija. Alzó una esquina de la persiana nerviosamente y escrutó el oscuro exterior—. Estoy segura de que vamos a tener visita esta noche. Así se lo he dicho al señor Goodman. Él contestó: «¡Majaderías!»
—¡Mamá, por favor! ¿No podrías cambiar de tema? —espetó la joven—. Me atacas los nervios.
La señora Elvery escudriñó a través del cristal y la palmeó en la cabeza.
—Lo he visto dos veces —afirmó con cierta morbidez.
Verónica se estremeció.
La señora Elvery guardó un breve silencio, al cabo del cual, volviéndose dramáticamente, alzó su grueso índice.
—¡Cotton! —pronunció cabalísticamente—. Si ese mayordomo es un mayordomo, es que yo nunca he visto mayordomos.
Verónica se quedó de una pieza.
—¡Por Dios, mamá! ¿Qué quieres decir?
—Ha estado todo el día de fisgoneo. Lo sorprendí cuando subía las escaleras de los sótanos, y al verme sufrió tal sobresalto que no sabía dónde tenía la cabeza.
—¿Cómo sabes que no lo sabía? —inquirió la empírica Verónica, y la destemplada réplica de la señora Elvery era quizá justificable.
Verónica miró pensativamente a su madre.
—¿Qué es lo que viste, mamá... cuando chillaste la otra noche?
—Preferiría que no empleases el verbo «chillar» —espetó la señora Elvery—. No es un término adecuado para que lo apliques a tu madre. Yo grité... como lo hubieras hecho tú. Lo vi corriendo por el césped, ondeando las manos... ¡Dios nos asista!
—¿Qué era? —inquirió Verónica con voz desmayada.
La señora Elvery se volvió en su silla.
—Un monje: todo negro; con la cara cubierta por una capucha o algo parecido. ¡Escucha eso!
Era una noche de viento y lluvia, y el tableteo de la celosía había sobresaltado a la señora Elvery.
—¡Vayamos abajo, por Dios! —urgió.
El animoso señor Goodman se hallaba solo cuando ambas mujeres llegaron al salón.
Al ver a la señora Elvery se le escapó un leve gruñido y esperó que ella no le hubiera oído.
—Señor Goodman —el interpelado no estaba preparado para el ataque de Verónica—, ¿le ha referido mi madre lo que vio?
Goodman miró por encima de sus lentes con sufrida expresión.
—Si van a hablar de fantasmas...
—¡De monjes! —interrumpió Verónica con voz hueca.
—De un monje —corrigió la señora Elvery—. Nunca he afirmado haber visto más de uno.
Las cejas de Goodman se elevaron.
—¿Un monje? —Prorrumpió en suave risa, y, levantándose del sofá que constituía su invariable lugar de descanso, cruzó la estancia y golpeó ligeramente la enmaderada pared—. Si de un monje se trataba, ésta es la entrada que debió emplear.
La señora Elvery se quedó mirándole boquiabierta.
—¿Qué entrada? —quiso saber.
—Ésta es la puerta del monje —explicó el señor Goodman con cierto regustillo—. Forma parte del revestimiento original de la pared.
La señora Elvery se caló sus gafas y miró. Reparó entonces en que lo que había considerado parte del revestimiento de la pared era en realidad una puerta. La madera de roble estaba alabeada y en algunos sectores carcomida.
—Ésta es la entrada que utilizaban los monjes siguió el señor Goodman—. Según la leyenda, estaba comunicada con una capilla subterránea que se usaba en los días de la Reforma. Esta habitación constituía la antesala del refectorio. Por supuesto, ahora todo está cambiado... Probablemente el viejo pasadizo que comunicaba con la capilla esté ahora tapiado. Los monjes lo utilizaban para pasar a la capilla, diariamente y de dos en dos, lo que constituía parte de un ritual encaminado, según mis suposiciones, a hacerles presente la brevedad de la vida.
Verónica exhaló un hondo suspiro.
—En conjunto, prefiero las charlas de mamá sobre asesinatos.
—Una capilla —repitió la señora Elvery patéticamente—. Eso explicaría lo del órgano.
Goodman negó con la cabeza.
—Nada explica lo del órgano —replicó—. A manjares ricos, digestión pobre. —Y añadió para cambiar de tema—: Me dijo usted que ese joven apellidado Fane iba a venir aquí.
—No lo hará —repuso la señora Elvery enfáticamente—. Es una persona demasiado interesante. Aquí no admiten sino vejestorios. —Al ver la sonrisa de su interlocutor, añadió apresuradamente—: Por supuesto, no me refiero a usted, señor Goodman.
Oyó abrirse la puerta y volvió la cabeza. Era Mary Redmayne.
—Estábamos hablando del señor Fane —informó.
—¿Ah, sí? —repuso Mary con cierta frialdad—. Debe de haber sido una conversación de lo más deprimente.
La tertulia languideció a partir de entonces. La velada se hizo poco menos que interminable a los tres huéspedes hasta llegado el momento de darse las buenas noches y marchar a la cama. Durante todo aquel tiempo, el padre de Mary había permanecido recluido bajo llave en su estudio. La muchacha esperó hasta que se hubo marchado el último huésped antes de dirigirse al estudio y llamar al mismo. Oyó cerrarse el armarito antes de que girase la llave de la puerta.
—Buenas noches, querida —pronunció su padre torpemente.
—Quiero hablar contigo, papá.
Él extendió los brazos con gesto de cansancio.
—Preferiría que lo dejaras para mejor momento. Esta noche tengo los nervios deshechos.
Ella cerró la puerta tras de sí. Se acercó hasta el lugar donde su progenitor estaba sentado y descansó una mano sobre su hombro.
—Papá, ¿no podemos marcharnos de este lugar? ¿No puedes venderlo?
Él no alzó la mirada, limitándose a murmurar algo sobre lo monótono que aquel sitio pudiera resultarle a ella.
—No es más monótono que lo fue el colegio, pero —se estremeció— es horrible. De este lugar emana un no sé qué perverso.
Él rehuyó la mirada de ella.
—No comprendo...
—Papá, tú sabes que aquí se esconde algo espantoso. No, no; no soy ninguna neurasténica. Lo oí anoche... ¡Primero el órgano y luego aquel grito! —Se cubrió el rostro con las manos—. ¡No puedo soportarlo! Vi algo que corría por el césped... Era una figura negra, terrible. La señora Elvery percibió lo mismo que yo... ¿Qué es eso?
Redmayne vio cómo su hija se sobresaltaba y palidecía. Estaba escuchando.
—¿Lo oyes? —susurró ella.
—Es el viento —replicó él roncamente—: nada más que el viento.
—¡Escucha!
Incluso Redmayne debió de oír unas desmayadas y graves notas de órgano que subían y bajaban de volumen.
—¿No oyes nada?
—No oigo nada —repuso él tercamente.
Ella se inclinó hacia el suelo y aprestó el oído.
—¿Oyes? —insistió.
—Un arrastrar de pies sobre losas, y... ¡Dios mío!, ¿qué es eso?
Era el sonido de unos golpes, fuertes y persistentes.
—Hay alguien en la puerta —cuchicheó ella, blanca hasta los labios.
Redmayne abrió un cajón y extrajo algo que deslizó en un bolsillo de su bata.
—Sube a tu cuarto —dijo.
Atravesó el oscurecido salón, se detuvo para encender una luz y, encendida ésta, apareció Cotton, procedente del ala de la servidumbre. Estaba completamente vestido.
—¿Qué es eso? —preguntó Redmayne.
—Alguien está llamando a la puerta, creo. ¿La abro?
El coronel vaciló durante un segundo.
—Sí —dijo por fin.
Cotton apartó la cadena y, tras hacer girar la llave, abrió la puerta de un tirón. Plantada en el peldaño de la puerta había una figura larguirucha que se tambaleaba inquietamente.
—Lamento molestarles. —Ferdie Fane. con el abrigo chorreando, entró haciendo eses. Miró fijamente de uno a otro—. Soy el segundo visitante que tienen ustedes esta noche.
—¿Qué quiere usted? —inquirió Redmayne.
De un modo extraño e indefinible, la visión de aquel despreciable individuo le proporcionó cierto alivio.
—Me han echado del León Rojo. —Los vidriosos ojos de Ferdie estaban clavados en él—. Quiero quedarme aquí.
—Déjale quedarse, papá.
Redmayne se volvió; era la muchacha.
—Por favor, déjale quedarse. Puede dormir en el número siete.
Una lenta sonrisa alboreó en el agraciado rostro del señor Fane.
—Gracias por la invitación, que es aceptada.
Ella lo miró intrigada. La lluvia le había empapado el abrigo, que goteaba formando charcos. Debía de haber permanecido durante horas expuesto a la tormenta. ¿Dónde habría estado? Fue curiosamente reservado; se dejó guiar por Cotton hasta la habitación número siete, que se encontraba en el ala posterior. El pequeño y coquetón dormitorio de Mary se hallaba encima del salón. Tras despedirse de su padre, se encerró bajo llave y cerrojo en su cuarto, se desvistió lentamente y se acostó. Tenía demasiado agitada la mente para poder dormir, y se puso a dar vueltas en la cama.
Estaba dormitando cuando llegó hasta ella cierto sonido, y se incorporó. El viento gemía en torno a las esquinas de la casa, y la lluvia tamborileaba a intervalos contra su ventana; pero no eran estos sonidos los que la habían despertado. Era un murmullo de voces procedente de la habitación de abajo. Le pareció oír a Cotton; ¿o era su padre? Ambos tenían el mismo timbre grave.
Entonces percibió un sonido que le congeló la sangre; un demencial estallido de risa proveniente de la estancia inferior. Durante un segundo permaneció paralizada. Luego saltó de la cama, se puso al vuelo la bata y bajó a paso ligero por la escalera. Desde la barandilla distinguió una figura que se desplazó al vestíbulo.
—¿Quién es ése?
—No sucede nada, Mary.
Era su padre, cuyo dormitorio era contiguo a su estudio, en la planta baja.
—¿Has oído algo, papá?
—Nada... nada —repuso él ásperamente—. Acuéstate.
Pero a Mary Redmayne no le faltaba coraje.
—No voy a acostarme —replicó, y bajó las escaleras—. Había alguien en el salón. He oído sus voces.
Tenía la mano puesta en la puerta del salón cuando él la asió por un brazo.
—¡Por Dios, Mary, no entres!
Ella se liberó impacientemente de él y abrió de golpe la puerta.
No había luz; la muchacha alcanzó el interruptor y lo accionó. Por un instante nada vio. Luego...
Tendido en medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre con una mueca terrorífica en su rostro muerto.
¡Era el remendón, el hombre que se había peleado con Ferdie Fane aquella mañana, el hombre a quien Fane había amenazado!

Edgar Wallace

No hay comentarios: