15 de marzo de 2011

Charon

Charon se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.
Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.
Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario esto habria dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.
Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no pordían percibirla.
Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Charon considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Chanon se inclinaba hacia adelante y remaba.
Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.
Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Charon grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.
Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Charon.
Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Charon volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.
"Soy el último", dijo.
Nunca nadie antes había hecho sonreír a Charon, nunca nadie antes lo había hecho llorar.

El fracaso

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.
-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.
Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:
-¡Nada de su carácter!... -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.
-¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...
-¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.
-Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... -un suspiro-. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!
-También yo puedo hacerle versos si lo desea.
-¿Y sobre qué sabe usted escribir?
-Sobre el amor..., sobre los sentimientos.... ¡Sobre sus ojos!... Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?
-¡Vaya una tontería!... ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.
Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.
-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!... ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!...
-¡Yo!... ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!... -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!... ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!...
La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.
«Me han cogido... Me han cogido... -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano... Ya no te escaparás...» Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo: «¡Tómenla..., estoy vencido!»
-¡Los... ben.., bendigo... -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!... ¡Hija mía!... ¡Ponte a su lado!... ¡Petrovna, trae la imagen!
Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.
-¡Zoquete!... ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?...
-¡Ay, Dios mío!... ¡Virgen Santísima!...
¿Qué había ocurrido?... El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.

EL SIRVIENTE DE LOS HUESOS



Azriel, el Sirviente de los Huesos, un fantasma de tiempos inmemoriales atado a sus huesos y condenado a obedecer a todo aquel que lo invoque, aparece en Nueva York a tiempo de presenciar el asesinato de Esther Belkin, hija de Gregory Belkin, líder del Templo de la Mente. Tras vengar su muerte, se presenta en casa de Jonathan, profesor de la chica, y le cuenta la historia de su vida, cuando era un mortal que vivía en Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor.

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