18 de agosto de 2009

Almas perdidas

Todo lo que la mujer ciega le había dicho que había visto parecía in­discutiblemente real. Fuera cual fuese el ojo interno que poseyera Nor­ma Paine (aquella extraordinaria habilidad que le permitía escudriñar la isla de Manhattan desde el Puente de Broadway hasta Pattery Park sin moverse ni una pulgada de su habitación en la setenta y cinco), era agu­do como el cuchillo de un ilusionista. Aquí estaba la casa abandonaba de Ridge Street, con las manchas de humo ensuciando el ladrillo. Aquí estaba cl perro muerto que había descrito, tendido en la acera armo si estuviera dormido, pero sin la mitad de la cabeza. Aquí, también, si ha­bía que creer a Norma, estaba el demonio que Harry había venido a buscar: el tímido y sublimemente maligno Cha'Chat.
Harry pensó que la casa no era un lugar muy adecuado para ta resi­dencia de un desesperado como Cha'Chat. Aunque los engendros infer­nales podían ser una panda de brutos, era la propaganda cristiana la que los vendía como habitantes del hielo y los excrementos. Era más proba­ble que el demonio huido estuviera tragando huevos de mosca y vodka en el Waldorf-Astoria que ocultándose entre estas ruinas.
Pero Harry había acudido desesperado a la vieja clarividente, tras fracasar en localizar a Cha'Chat por cualquier medio más convencional disponible para un detective privado como él. Había admitido ante la mujer que era responsable del hecho de que el demonio anduviera suel­to. Parecía que nunca había aprendido, en sus demasiados frecuentes encuentros con el Abismo y su progenie, que el infierno poseía habili­dad para engañarle. ¿Por qué si no había creído en el niño que había aparecido ante sus ojos justo cuando apuntaba a Cha'Chat con su pisto­la?... Un niño, por supuesto, que se había evaporado en una nube de aire en cuanto la diversión fue redundante y el demonio hizo su esca­pada.
Ahora, después de casi tres semanas de vana persecución, era casi Navidad en Nueva York; la época de la buena voluntad y los suicidios. Las calles estaban atestadas; el aire, como sal en las heridas; Mammon en su gloria. Un patio de juegos más perfecto para Cha'Chat a pesar de que apenas podía imaginarlo. Harry tenía que encontrar rápidamente al demonio, antes de que hiciera ningún daño de importancia; encontrarlo y devolverlo al pozo del que provenía. /n extremis incluso utilizaría las palabras atadoras que el fallecido padre Hesse le había confiado una vez, acompañándolas de advertencias tales que Harry nunca había lle­gado a anotarlas. Lo que hiciera falta. Siempre que Cha'Chat no viera la Navidad a este lado del Cisma.
Parecía que dentro de la casa de Ridge Street hacía más frío que fue­ra. Harry podía sentirlo introduciéndose entre sus dos pares de calceti­nes y empezando a aturdirle sus pies. Se dirigía al primer piso cuando oyó el suspiro. Se dirigió, esperando ver a Cha'Chat allí, de pie, su ojo facetado mirando a una docena de lugares al mismo tiempo, su pelaje ondulando. Pero no. En su lugar había una mujer joven al otro extremo del pasillo. Sus rasgos desnutridos sugerían extracción puertorriqueña, pero eso (y el hecho de que estaba embarazada) fue todo lo que Harry tuvo tiempo de ver antes de que saliera corriendo escalera abajo.
Al escuchar bajar a la muchacha, Harry supo que Norma se había equivocado. Si Cha'Chat hubiera estado aquí, una víctima tan perfecta no habría escapado con los ojos en la cara. El demonio no se encontraba aquí.
Lo que dejaba el resto de Manhattan para buscarle.
La noche anterior le había pasado algo muy peculiar a Eddie Axel. Había empezado cuando salía tambaleándose de su bar favorito, que es­taba a seis manzanas de la tienda de alimentación que poseía en la Ter­cera Avenida. Estaba borracho y feliz; y con razón. Hoy había cumplido cincuenta y cinco años. Se había casado tres veces; había tenido cuatro hijos legítimos y un puñado de bastardos y (quizá lo más significativo) había hecho de Axel's Superette un negocio muy lucrativo. El mundo marchaba perfectamente.
¡Pero Jesús, sí que hacía frío! No había ninguna oportunidad, en esta noche que amenazaba una segunda Edad del Hielo, de encontrar un taxi. Tendría que volver a casa andando.
Había recorrido tal vez media manzana cuando (milagro de mila­gros) se le cruzó un taxi. Lo llamó, entró en él y entonces comenzaron a suceder cosas extrañas.
Para empezar, el taxista sabía su nombre.
-¿A casa, señor Axel? -dijo.
Eddie no se había cuestionado el don del cielo. Simplemente mur­muró que sí y supuso que éste era su regalo de cumpleaños, cortesía de alguien del bar.
Quizá había dado una cabezada; quizá incluso se había quedado dor­mido. Fuera lo que fuese, lo siguiente que supo era que el taxi corría por calles que no reconocía. Se sacudió el sueño. Esto era el Village, claro; una zopa de la que Eddie se mantenía apartado. Su vecindario eran las calles Noventa, cerca de su tienda. La decadencia del Village no era para él, donde el cartel de un establecimiento ofrecía «Se taladran ore­jas. Con o sin dolor», y jóvenes de caderas sospechosas se apoyaban en las puertas.
-Vamos en dirección contraria -dijo, llamando al cristal situado entre el conductor y él.
Sin embargo, no hubo ni una palabra de disculpas o explicación. El taxi giró hacia el río, aparcó junto a unos almacenes y el viaje acabó. -Esta es su parada -dijo el chofer.
Eddie no necesitó una invitación más explícita para desembarcar. Mientras salía del coche, el taxista señaló la oscuridad de un solar va­cío entre dos almacenes cerrados.
-Ella le está esperando -dijo, y se marchó. Eddie se quedó solo en la acera.
El sentido común aconsejaba una rápida retirada, pero lo que vieron sus ojos le dejó pegado al suelo. Allí estaba, la mujer de la que había ha­blado el taxista, y era la criatura más obesa que Eddie había visto en toda su vida. Tenía más papadas que dedos, y sus michelines, que ame­nazaban con desbordar en todas partes el ligero vestido de verano que llevaba, brillaban por acción del aceite o del sudor.
-Eddie -dijo ella.
Todo el mundo parecía conocer su nombre esta noche. Mientras ella se le acercaba, se formaron olas en la grasa de su torso y extremidades. -¿Quién es usted? -estuvo a punto de preguntar Eddie, pero las palabras murieron cuando advirtió que los pies de la gorda no tocaban el suelo. Estaba flotando.
Si Eddie hubiera estado sobrio habría tomado esto como una pista y habría salido corriendo, pero la bebida en su sistema sanguíneo suavizó su inquietud. Se quedó clavado.
-Eddie -dijo ella-. Querido Eddie. Tengo una buena noticia y una mala noticia. ¿Cuál quieres oír primero?
Eddie reflexionó durante un momento.
-La buena -concluyó.
-Vas a morir mañana -fue la respuesta, acompañada de la más dé­bil de las sonrisas.
-¿Ésa es la buena?
-El Paraíso espera tu alma inmortal... -murmuró ella-. ¿No es una alegría?
-Entonces, ¿cuál es la mala noticia?
Ella introdujo sus dedos regordetes en la grieta situada entre sus bri­llantes tetas. Hubo un chillidito de queja, y sacó algo oculto. Era un cru­ce entre una salamanquesa enana y una rata enferma, que poseía las
peores cualidades de ambas. Sus lastimosos miembros pedalearon en el aire mientras lo tendía para que Eddie lo viera.
-Esta es tu alma inmortal -dijo.
Tenía razón, pensó Eddie. No era una buena noticia.
-Sí -dijo ella-. Es una visión patética, ¿verdad? -el alma babea­ba y se retorcía mientras ella continuaba-. Está desnutrida. Débil has­ta el punto de expirar también. ¿Y por qué? -no le dio a Eddie oportu­nidad de replicar-. Escasez de buenas obras...
Los dientes de Eddie habían empezado a castañetear.
-¿Qué se supone que tengo que hacer? -preguntó.
-Te queda un poco de tiempo. Tienes que compensar toda una vida de ganancias rampantes...
-No entiendo.
-Mañana, convierte Axel's Superette en un Templo de Caridad, y puede que aún metas algo de carne en los huesos de tu alma.
Había empezado a ascender, advirtió Eddie. En la oscuridad, sobre ella, sonaba una música triste que la envolvió en coros menores hasta que se eclipsó por completo.
La muchacha se había ido cuando Harri llegó a la calle. Lo mismo había pasado con el perro muerto. Ya que no tenía otra cosa que hacer, regresó al apartamento de Norma Paine, más por compañía que por la satisfacción de decirle que se había equivocado.
-Nunca me equivoco -le dijo ella por encima del estrépito de los cinco televisores y los muchos aparatos de radio que tenía encendidos constantemente. Decía que la cacofonía era la única manera segura de evitar que los espíritus se inmiscuyeran incesantemente en su vida priva­da: el ruido los distraía-. Vi poder en esa casa de Ridge Street -le dijo a Harry-, seguro como que la mierda existe.
Harry estaba a punto de ponerse a discutir cuando la imagen de una de las pantallas le llamó la atención. Un noticiario emitido en directo mostraba a un reportero de pie en una acera frente a una tienda (el car­tel decía «Axel's Superette») de donde estaban sacando unos cuerpos.
-¿Qué es eso? -demandó Norma.
-Parece que ha estallado una bomba -replicó Harry, intentando localizar la voz del reportero a través del jaleo de las otras emisoras. -Sube el volumen -dijo Norma-. Me gustan los desastres.
No había sido una bomba lo que había provocado tal destrucción, sino un motín. En mitad de la mañana había empezado una lucha en el almacén; nadie sabía muy bien por qué. Rápidamente había escalado hasta convertirse en un baño de sangre. Una valoración estimativa redu­cía a treinta el número de muertos, con el doble de heridos. El informe, con su mención al espontáneo brote de violencia, despertó una terrible sospecha en Harry.
-Cha'Chat... -murmuró.
A pesar de los ruidos que había en la habitación, Norma le oyó.
-¿Qué te hace estar tan seguro?
Harry no respondió. Estaba escuchando la recopilación de los acon­tecimientos, esperando oír la localización de Axel's Superette. Y allí es­taba. Tercera Avenida, entre la Noventa y cuatro y la Noventa y cinco.
-Sigue sonriendo -le dijo a Norma, y la dejó con su brandy y los muertos cotilleando en el cuarto de baño.
Linda había vuelto en última instancia a la casa de Edge Street, espe­rando encontrar allí a Bolo. Calculaba vagamente que era el candidato más probable para ser el padre del hijo que llevaba en sus entrañas, pero había habido algunos hombres extraños en su vida en aquella época; hombres con ojos que parecían dorados con cierto tipo de luz; hombres con súbitas sonrisas sin alegría. De todas formas, Bolo no estaba en la casa y aquí se encontraba ella (como había sabido todo el tiempo), sola. Todo lo que podía esperar era tumbarse y morir.
Pero había muertes y muertes. Estaba la extinción por la que rezaba todas las noches, la de dormirse y dejar que el frío se apoderara de ella gradualmente; y estaba la otra muerte, la que veía cada vez que la fatiga cerraba sus párpados. Una muerte que no tenía dignidad en la partida ni esperanza de un Más Allá; una muerte provocada por un hombre de tra­je gris cuya cara, a veces, recordaba a un santo medio familiar y otras a una pared de yeso podrido.
Mendigando, como había venido, se dirigió hacia Times Square. Aquí, entre el tráfico de consumidores, se sintió segura durante un rato. Encontró un restaurante de mala muerte y pidió huevos y café, calcu­lando que la comida le costaría la suma que había recolectado. La comi­da sacudió al bebé. Ella lo sintió revolverse en su sueño, cerca ya del despertar. Pensó que tal vez debería seguir luchando un poco más. Si no por ella, por el niño.
Se retrasó en la mesa, sopesando el problema, hasta que los murmu­llos del propietario la hicieron salir de nuevo a la calle.
Era tarde ya, y el tiempo empeoraba. Una mujer cantaba cerca, en italiano; un aria trágica. A punto de echar a llorar, Linda se alejó del do­lor que provocaba la canción y se marchó de nuevo en ninguna dirección particular.
Mientras la multitud la engullía, un hombre de traje gris salió del grupo que se había congregado en torno a la diva callejera, enviando por delante al muchacho que estaba con él para asegurarse de que no perdían su presa.
Marchetti lamentaba tener que perderse el espectáculo. El canto le divertía mucho. La voz de la mujer, ahogada por el alcohol desde hacía tiempo, tenía ese semitono vital tan alejado de sus intenciones (un testa­mento perfecto a la imperfección), que convertía el arte de Verdi en risi­ble a pesar de que parecía trascendente. Tendría que regresar a este sido cuando hubiera despachado a la bestia. Escuchar aquel éxtasis mar­chito le había hecho sentirse más cerca de las lágrimas de lo que había estado en muchos meses, y le encantaba llorar.
Harry se plantó en la Tercera Avenida frente a Axel's Superette y observó a los curiosos. Se habían congregado a cientos bajo la fría noche para ver qué podían ver; no quedaron decepcionados. Los cuerpos con­tinuaban saliendo: en bolsas, en sacos. Incluso había algo en un cubo.
-¿Sabe alguien qué pasó exactamente? -preguntó Harry a sus ami­gos espectadores.
Un hombre se volvió. Tenía la cara colorada por el frío.
-El dueño del local decidió regalarlo todo -dijo, sonriendo ante aquel absurdo-. Y el almacén estaba repleto. Alguien resultó aplas­tado...
-He oído que la pelea empezó con una lata de carne -informó otro-. Golpearon a alguien hasta la muerte con una lata de carne.
El rumor fue contestado por otros; todos tenían versiones de los he­chos.
Harry estaba a punto de cruzar la calle para diferenciar ficción de realidad, cuando a su derecha algo le llamó la atención.
Un niño de nueve o diez años tiró de la manga a un compañero.
-¿La has olido? -quiso saber. El otro asintió vigorosamente-. Repugnante, ¿verdad? -aventuró el primero.
-La mierda huele mejor -respondió el segundo, y los dos se mar­charon con una risa conspiradora.
Harry observó el objeto de su diversión. Una mujer terriblemente obesa, inadecuadamente vestida para la estación, permanecía en la peri­feria de la multitud y contemplaba la escena del desastre con ojos pe­queños y brillantes.
Harry olvidó las preguntas que iba a hacer a los curiosos. Lo que re­cordó, claro como el agua, fue la forma en que sus sueños conjuraban al engendro infernal. No recordó sus maldiciones, ni siquiera las deformi­dades de las que hacía alarde: fue su olor. De aire quemado y halitosis; de carne dejada pudrirse al sol. Ignorando el debate a su alrededor, se dirigió hacia la mujer.
Ella le vio acercarse. Los rollos de grasa de su cuello se encogieron al mirarlo.
Era Cha'Chat, de eso Harry no tenía ninguna duda. Y para probar­lo, el demonio salió corriendo. Sus piernas y sus prodigiosos glúteos bai­laban un fandango con cada paso. Cuando Harry terminó de abrirse paso entre la multitud, el demonio ya estaba doblando la esquina hacia la calle Noventa y cinco, pero su cuerpo robado no estaba diseñado para ' la velocidad. Las farolas estaban apagadas en algunos puntos de la calle, y cuando finalmente localizó al demonio y oyó el sonido rasgante, la os­curidad disfrazó la vil verdad durante cinco segundos hasta que se dio
cuenta de que Cha'Chat se había despojado de su carne usurpada, de­jando a Harry con un gran abrigo de ectoplasma que se fundía como queso pasado. El demonio, libre de su carga, se había escapado; delga­do como la esperanza y dos veces más resbaladizo. Harry soltó el abrigo de inmundicia y corrió dándole caza, gritando las sílabas de Hesse mien­tras lo hacía.
Sorprendentemente, Cha'Chat se detuvo y se volvió hacia él. Los ojos miraban a todas partes menos hacia el cielo; la boca era ancha e in­tentaba una risa. Parecía alguien vomitando por el hueco de un ascensor.
-¿Palabras, D'Amour? -dijo, burlándose de las sílabas de Hes­se-. ¿Crees que puedes detenerme con palabras?
-No -respondió Harry, e hizo un agujero en el abdomen de Cha'Chat antes de que los muchos ojos del demonio tuvieran tiempo de localizar la pistola.
-;Bastardo! -gimió-. ¡Mamón!
Y cayó al suelo, la sangre del color de orín manando del agujero. Harry corrió calle abajo hasta donde estaba. Era imposible matar a un demonio del grado de Cha'Chat con balas; pero una cicatriz era sufi­ciente vergüenza entre los de su clan. Dos, casi insoportables.
-No -suplicó el demonio cuando le apuntó a la cabeza-. En la cara no.
-Dame una buena razón para no hacerlo.
-Necesitarás las balas -fue la respuesta.
Harry había esperado tratos y amenazas por parte del demonio. Esta respuesta le dejó callado.
-Hay algo que va a desencadenarse esta noche, D'Amour -dijo Cha'Chat. La sangre que le rodeaba había empezado a volverse pasto­sa, como cera derretida-. Algo aún peor que yo.
-Explícate.
El demonio sonrió.
-¿Quién sabe? Es una estación extraña, ¿no? Noches largas. Cielos despejados. Hay cosas que nacen en noches como ésta, ¿entiendes?
-¿Dónde? -dijo Harry, apretando la pistola contra la nariz de Cha'Chat.
-Eres un matón, D'Amour -dijo el demonio, reprochante-. ¿Lo sabías?
-Dime...
Los ojos de la cosa se hicieron más oscuros; su cara pareció difumi­narse.
-Al sur de aquí, diría yo... Un hotel... -El tono de su voz cambia­ba súbitamente; los rasgos perdían su solidez. Harry ansiaba apretar el gatillo y producirle a la maldita cosa una herida que le mantuviera aleja­do de un espejo de por vida, pero aún estaba hablando, y no podía per­mitirse interrumpirlo-. En la Cuarenta y cuatro -dijo-. Entre la Seis..., la Seis y Broadway -la voz era indiscutiblemente femenina aho­ra-. Persianas azules -murmuró-. Puedo ver persianas azules...
Mientras hablaba, los últimos vestigios de sus auténticos rasgos de­saparecieron, y de repente fue Norma quien sangraba en la acera a los pies de Harry.
-No le dispararás a una anciana, ¿verdad? -chilló.
El truco sólo duró unos segundos, pero la duda de Harry fue todo lo que Cha'Chat necesitó para pasar de un plano al siguiente y escapar. Había perdido a la criatura por segunda vez en un mes.
Y para añadir incomodidad a su enojo, había empezado a nevar.
El pequeño hotel que Cha'Chat había descrito había visto días mejo­res; incluso la luz del vestíbulo parecía temblar al borde de la extinción. No había nadie en recepción. Harry estaba a punto de empezar a subir la escalera cuando un joven cuya coronilla había sido rapada hasta de­jarla tan calva como un huevo, a excepción de una tonsura en forma de ricito, salió de la penumbra y le agarró del brazo.
-Aquí no hay nadie -le informó a Harry.
En días mejores, Harry habría podido cascar el huevo con los puños desnudos, y además habría disfrutado. Esta noche, suponía que iba a sa­lir mal parado.
-Bien -dijo simplemente-, entonces tendré que buscar otro ho­tel, ¿eh?
Ricito pareció aplacarse; la tenaza se relajó. Un segundo después, Harry encontró su pistola, y la pistola encontró la barbilla de Ricito. Una expresión de asombro cruzó la cara del muchacho mientras caía contra la pared, escupiendo sangre.
Mientras subía la escalera, oyó al muchacho gritar desde abajo:
-¡Darieux!
Ni el grito ni el ruido de la pelea habían despertado ninguna respues­ta de las habitaciones. El lugar estaba vacío. Harry empezó a compren­der que había sido elegido para un propósito distinto a la hostelería.
Cuando llegó al descansillo, el grito de una mujer, empezado pero sin acabar, vino a recibirle. Se detuvo en seco. Ricito subía tras él los es­calones de dos en dos; por delante, estaba muriendo alguien. Harry sos­pechó que esto no podía terminar bien.
Entonces la puerta del fondo del pasillo se abrió, y la sospecha se volvió plena realidad. Un hombre vestido con un traje gris salió al des­cansillo, quitándose un par de guantes quirúrgicos manchados de san­gre. Harry le conocía vagamente; en realidad, había empezado a sentir una terrible lógica en todo esto desde el momento en que oyó a Ricito gritar el nombre de su jefe. Era Darieux Marchetti, también llamado «el Extirpador»; uno de los miembros de la orden de asesinos teológicos que sólo seguía órdenes de Roma, el infierno, o de ambos sitios. -D'Amour -dijo.
Harry tuvo que resistir el impulso de sentirse halagado de que lo re­cordaran.
-¿Qué ha pasado aquí? -quiso saber, dando un paso hacia la puer­ta abierta.
-Asuntos privados -dijo el Extirpador-. Por favor, no se acerque más.
Había velas encendidas en el cuartucho, y, con su luz, Harry pudo ver los cuerpos tendidos sobre la cama. La mujer de la casa de Ridge Street y su hijo. Los dos habían sido eliminados con eficiencia romana.
-Ella protestó -dijo Marchetti, no excesivamente preocupado por que Harry viera los resultados de su trabajo-. Todo lo que necesitaba era el niño.
-¿Qué era? -preguntó Harry-. ¿Un demonio? Marchetti se encogió de hombros.
-Nunca lo sabremos -respondió-. Pero en esta época del año siempre hay algo que intenta colarse. Nos gusta estar a salvo y no la­mentarlo luego. Además, están aquellos, entre los que me cuento, que creen que hay un exceso de Mesías...
-¿Mesías? -dijo Harry. Volvió a mirar al cuerpecito.
-Sospecho que había poder aquí -dijo Marchetti-. Pero podría haber tomado cualquier dirección. Siéntase agradecido, D'Amour. Su mundo no está preparado para la revelación.
Miró más allá de Harry, al joven que se encontraba junto a la esca­lera.
-Patrice. Sé un ángel, ¿quieres traer el coche? Llego tarde a la misa.
Tiró los guantes sobre la mesa.
-No está por encima de la ley -dijo Harry.
-Oh, por favor -protestó el Extirpador-, dejémonos de tonte­rías. Es demasiado tarde.
Harry sintió un agudo dolor en la base del cráneo, y un rastro de ca­lor donde manaba la sangre.
-Patrice piensa que debería irse a casa, D'Amour. Y yo también. La punta del cuchillo apretó un poco más.
-¿Sí? -dijo Marchetti.
-Sí -contestó Harry.
-Estuvo aquí -dijo Norma cuando Harry llegó a la casa.
-¿Quién?
-Eddie Axel, de Axel's Superette. Se materializó, claro como la luz del día.
-¿Muerto?
-Claro que sí. Se mató en su celda. Me preguntó si había visto su alma.
-¿Y qué le dijiste?
-Soy telefonista, Harry; sólo hago las conexiones. No pretendo comprender la metafísica. -Cogió la botella de brandy que Harry había colocado sobre la mesa junto a su silla-. Qué amable de tu parte. Sién­tate y bebe.
-En otra ocasión, Norma. Cuando no esté tan cansado. -Se diri­gió a la puerta-. Por cierto, tenías razón. Había algo en Ridge Street...
-¿Dónde está ahora?
-Se ha ido... a casa.
-¿Y Cha'Chat? -Todavía está por ahí. Con un humor de perros...
-Manhattan las ha visto peores, Harry.
Era un pobre consuelo, pero Harry murmuró su agradecimiento mientras cerraba la puerta.
La nieve caía cada vez con más fuerza.
Se detuvo en el porche y miró cómo los copos giraban bajo la luz de las farolas. Había leído en alguna parte que no había dos iguales. Cuan­do había tal variedad en unos humildes copos efe nieve, ¿podía sorpren­derle que los hechos tuvieran caras tan impredecibles?
Cada momento era su propio amo, musitó, metiendo la cabeza entre los dientes de la tormenta. Tendría que aceptar todo el alivio que pudie­ra encontrar en el conocimiento de que, entre esta hora helada y el ama­necer, habría innumerables momentos así (ciegos, tal vez, y salvajes y hambrientos), pero al menos ansiosos por nacer.

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