7 de octubre de 2009

Un habitante de Carcosa

Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
-¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

5 de octubre de 2009

La mano

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.
El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio:
-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella:
-Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:
-¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:
-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:
«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.
«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.
«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.
«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.
«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.
«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.
«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.
«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.
«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.
«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa.
«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose:
«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.
«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije:
«-Todos esos animales son temibles.
«Sonrió:
«-¡Oh, no! El más malo es el hombre.
«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:
«-He cazado mocho al hombre también.
«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.
«Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:
«-Eso ser un tela japonesa.
«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante. Pregunté:
«-¿Qué es esto?
«El inglés contestó tranquilamente:
«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:
«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.
«El inglés dijo con dulzura:
«-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
«Creí que bromeaba. Dije:
«-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.
«Sir John Rowell prosiguió con tono grave:
«-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.
«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: "¿Estará loco o será un bromista pesado?"
«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.
«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.
«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.
«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.
«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.
«Nunca pudimos encontrar al culpable.
«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.
«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.
«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras:
«-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto.
«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.
«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.
«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.
«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:
«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.
«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.
«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.
«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.
«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.
«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.
«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.»
Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó:
-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.
El magistrado sonrió con severidad:
-¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró:
-No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó:
-Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.

Frankenstein

Aunque el nombre de Frankenstein es de sobra conocido, el argumento de la novela no lo es tanto, ya que las numerosas adaptaciones libres (es decir, totalmente alejadas del original) han desfigurado la historia.
Así, en la novela Frankenstein es un joven estudiante que crea a partir de restos de cadáveres un ser monstruoso al que dota de vida (curiosamente, y contrariamente a lo que muchos creen, este mostruo, llamado en la novela "el monstruo de Frankenstein" no tuvo, en realidad, nombre).
El monstruo huye y trata de ser aceptado por los demás, pero a pesar de sus buenas intenciones originales, lo horroroso de su aspecto hace que todos huyan de él o lo ataquen. Así, rechazado por los demás a pesar de sus intentos de hacer el bien, se revela contra la sociedad.
Decide entonces vengarse de su creador, a quien considera (no sin razón) responsable de sus males. Mata a sus seres queridos y llega a pedirle una compañera.
Frankenstein se niega y decide perseguir y dar muerte al monstruo.