31 de agosto de 2009

El alma de Laploshka

Laploshka fue uno de los tipos más mezquinos que yo haya conocido, y uno de los más divertidos. Decía cosas horribles de la otra gente, con tal encanto que uno le perdonaba las cosas igualmente horribles que decía de uno por detrás. Puesto que odiamos caer en nada que huela a maledicencia, agradecemos siempre a quienes lo hacen por nosotros y lo hacen bien. Y Laploshka lo hacía de veras bien.
Naturalmente, Laploshka tenía un vasto círculo de amistades; y como ponía cierto esmero en seleccionarlas, resultaba que gran parte de ellas eran personas cuyos balances bancarios les permitían aceptar con indulgencia sus criterios, bastante unilaterales, sobre la hospitalidad. Así, aunque era hombre de escasos recursos, se las arreglaba para vivir cómodamente de acuerdo a sus ingresos, y aún más cómodamente de acuerdo a los de diversos compañeros de carácter tolerante.
Pero con los pobres o los de estrechos fondos como él, su actitud era de ansiosa vigilancia. Parecía acosarlo el constante temor de que la más mínima fracción de un chelín o un franco, o cualquiera que fuera la moneda de turno, extraviara el camino de su bolso o provecho y cayera en el de algún compañero de apuros. De buen grado ofrecía un cigarro de dos francos a un rico protector, bajo el precepto de obrar mal para lograr el bien; pero me consta que prefería entregarse al paroxismo del perjurio antes que declararse en culpable posesión de un céntimo cuando hacía falta dinero suelto para dar propina a un camarero. La moneda le habría sido debidamente restituida a la primera oportunidad -él habría tomado medidas preventivas contra el olvido de parte del prestatario-, pero a veces ocurrían accidentes, e incluso una separación temporal de su penique o sou era una calamidad que debía evitarse.
El conocimiento de esta amable debilidad daba pie a la perpetua tentación de jugar con el miedo que Laploshka tenía de cometer un acto de largueza involuntaria. Ofrecerse a llevarlo en un coche de alquiler y fingir no tener dinero suficiente para pagar la tarifa, o confundirlo pidiéndole prestados seis peniques cuando tenía la mano llena de monedas de vuelta, eran algunos de los menudos tormentos que sugería el ingenio cuando se presentaba la ocasión. Para hacer justicia a la habilidad de Laploshka, hay que admitir que, de una forma u otra, solucionaba los dilemas más embarazosos sin comprometer en absoluto su reputación de decir siempre "No". Pero, tarde o temprano, los dioses brindan una ocasión a la mayoría de los hombres, y la mía me llegó una noche en que Laploshka y yo cenábamos juntos en un barato restaurante de bulevar. (A no ser que estuviera expresamente convidado por alguien de renta intachable, Laploshka acostumbraba refrenar su apetito por la vida lujosa; y sólo en tan felices ocasiones le daba rienda suelta). Al final de la cena recibí aviso de que se requería mi presencia con cierta premura y, sin hacer caso a las agitadas protestas de mi compañero, alcancé a gritarle, con sevicia: "¡Paga lo mío; mañana arreglaremos!" Temprano en la mañana, Laploshka me atrapó por instinto mientras yo caminaba por una callejuela que casi nunca frecuentaba. Tenía cara de no haber dormido.
-Me debes los dos francos de anoche -fue su saludo jadeante.
Le hablé evasivamente de la situación en Portugal, donde al parecer se fermentaban más conflictos. Pero Laploshka me escuchó con la abstracción de una víbora sorda y pronto volvió al tema de los dos francos.
-Me temo que quedaré debiéndotelos -le dije, con tanta ligereza como brutalidad-. No tengo ni un centavo.
Y añadí, falsamente:
-Me marcho por seis meses, si no más.
Laploshka no dijo nada, pero sus ojos se abultaron un poco y sus mejillas adquirieron los abigarrados colores de un mapa etnográfico de la península balcánica. Ese mismo día, al ocaso, falleció. "Ataque al corazón", dictaminó el doctor. Pero yo, que estaba más al tanto, supe que había muerto de aflicción.
Surgió el problema de qué hacer con sus dos francos. Una cosa era haber matado a Laploshka; pero haberme quedado con su dinero habría sido muestra de una dureza de sentimiento de la que soy incapaz. La solución usual de dárselo a los pobres de ningún modo se habría acomodado a la presente situación, ya que nada habría afligido más al difunto que semejante malbaratamiento de sus posesiones. Por otra parte, la donación de dos francos a los ricos era una operación que requería cierto tacto. No obstante, una manera fácil para salir de apuros pareció presentarse al domingo siguiente, estando yo apiñado entre la multitud cosmopolita que atestaba la nave lateral de una de las más populares iglesias parisinas. Un bolso de limosnas, para "los pobres de Monsieur le Curé", bregaba por cumplir su tortuoso derrotero a través de la aparentemente impenetrable marejada humana; y un alemán que había frente a mí y que evidentemente no deseaba que el pedido de una contribución le estropeara el disfrute de la sublime música, expresaba en voz alta a un compañero sus críticas sobre la validez de dicha caridad.
-No necesitan el dinero -dijo-; ya tienen demasiado. Y no tienen pobres. Están ahítos.
Si en realidad eso era cierto, mi camino se hallaba despejado. Dejé caer los dos francos de Laploshka en el bolso y musité una bendición para los ricos de Monsieur le Curé.
Al cabo de unas tres semanas el azar me había llevado a Viena, en donde me deleitaba yo una noche en una modesta pero excelente Gasthaus en el barrio de Wäringer. El decorado era algo primitivo, pero las chuletas de ternera, la cerveza y el queso eran inmejorables. La buena mesa traía buena clientela y, a excepción de una mesita junto a la puerta, todos los puestos estaban ocupados. A mitad de la cena miré por casualidad en dirección de la mesa vacía y descubrí que ya no lo estaba. La ocupaba Laploshka, que estudiaba el menú con el absorto escrutinio del que busca lo más barato de lo más barato. Reparó en mí una sola vez, abarcó de un vistazo mi convite como si quisiera decir: "Te estás comiendo mis dos francos", y desvió rápidamente la mirada. Evidentemente, los pobres de Monsieur le Curé eran pobres auténticos. Las chuletas se me volvieron de cuero en la boca, la cerveza se me hizo insulsa; no toqué el Emmenthaler. Sólo se me ocurrió alejarme del recinto, alejarme de la mesa donde eso estaba sentado; y al huir sentí la mirada de reproche que Laploshka dirigió a la suma que le di al piccolo... sacada de sus dos francos. Al día siguiente almorcé en un costoso restaurante, en donde estaba seguro de que el Laploshka vivo jamás habría entrado por cuenta propia. Tenía la esperanza de que el Laploshka muerto observara las mismas restricciones. No me equivoqué; pero al salir lo encontré leyendo con rostro miserable el menú pegado en el portón. Y luego echó a andar lentamente hacia una lechería. Por vez primera fui incapaz de experimentar la alegría y encanto de la vida vienesa.
De allí en adelante, en París, en Londres o dondequiera que estuviese, seguí viendo con frecuencia a Laploshka. Si estaba sentado en el palco de un teatro, tenía la permanente sensación de que me echaba vistazos furtivos desde un oscuro rincón de la galería. Al entrar a mi club en una tarde de lluvia, lo alcanzaba a ver precariamente guarecido en un portal de enfrente. Incluso si me daba el modesto lujo de alquilar una silla en el parque, él por lo general me confrontaba desde uno de los bancos públicos, sin fijar nunca en mí la vista pero en actitud de estar siempre al tanto de mi presencia. Mis amigos empezaron a comentar lo desmejorado de mi aspecto y me aconsejaron olvidarme de montones de cosas. A mí me hubiera gustado olvidar a Laploshka.
Cierto domingo -probablemente de Resurrección, pues el hacinamiento era peor que nunca- me encontraba otra vez apiñado entre la multitud que escuchaba la música en la iglesia parisina de moda, y otra vez el bolso de limosnas se abría paso a través de la marejada humana. Detrás de mí había una dama inglesa que en vano trataba de hacer llegar una moneda al apartado bolso, de modo que tomé la moneda a petición suya y le ayudé a alcanzar su destino. Era una pieza de dos francos. Se me ocurrió de pronto una idea brillante: dejé caer sólo mi sou en el bolso y deslicé la moneda de plata en mi bolsillo. Les quité así los dos francos de Laploshka a los pobres, que nunca debieron haber recibido ese legado. Mientras retrocedía para alejarme de la multitud, oí una voz femenina que decía: "No creo que haya puesto mi dinero en el bolso. ¡París está repleto de gente así!". Pero salí con la conciencia más liviana que había tenido en mucho tiempo. Todavía quedaba por delante la delicada misión de donar la suma recuperada a los ricos que la merecían. Otra vez puse mi confianza en la inspiración del momento y otra vez el destino me sonrió.
Un aguacero me obligó, dos días después, a refugiarme en una de las iglesias históricas de la orilla izquierda del Sena, en donde me encontré, dedicado a escudriñar las viejas tallas de madera, al barón R., uno de los hombres más ricos y más zarrapastrosos de París. O era ahora, o nunca. Dándole un fuerte acento americano al francés que yo solía hablar con inconfundible acento británico, interrogué al barón sobre la fecha de construcción de la iglesia, las dimensiones y demás pormenores que con seguridad desearía conocer un turista americano. Tras recibir la información que el barón estuvo en condiciones de suministrar sin previo aviso, con toda seriedad le puse la moneda de dos francos en la mano y, afirmándole cordialmente que era pour vous, di media vuelta y me marché. El barón se quedó un poco desconcertado, pero aceptó la situación de buen talante. Caminó hasta una cajita adosada a la pared y echó por la ranura los dos francos de Laploshka. Encima de la caja había un letrero: Pour les pauvres de M. le Curé. Aquella noche, en el hervidero de la esquina del Café de la Paix, avisté fugazmente a Laploshka. Me sonrió, alzó un poco el sombrero y se esfumó. No volví a verlo nunca. Después de todo, el dinero había sido donado a los ricos que lo merecían, y el alma de Laploshka descansaba en paz.

30 de agosto de 2009

El beso siniestro

El ser de las aguas Graham Dean aplastó nerviosamente su cigarrillo y se encontró con los ojos intrigados del doctor Hedwig. –Nunca estuve tan preocupado anteriormente –dijo–. Estos sueños son tan extrañamente persistentes. No son como las pesadillas comunes y casuales. Parecen –sé que suena un tanto ridículo– parecen estar planeados. –¿Sueños planeados? Tonterías –el doctor Hedwig lanzó una mirada desdeñosa–. Usted, señor Dean, es un artista, y por naturaleza, de temperamento impresionable. Esta casa de San Pedro es nueva para usted, y dice que oyó relatos extravagantes. Los sueños se deben a la imaginación y al exceso de trabajo. Dean miró por la ventana hacia afuera, con el ceño fruncido en su rostro desusadamente pálido. –Espero que tenga usted razón –dijo en voz baja–. Pero no puede atribuirse este semblante a los sueños. ¿O sí? Señaló con un gesto las grandes ojeras azules que había debajo de los ojos del joven artista. Las manos señalaron la exangüe palidez de sus delgadas mejillas. –Eso se debe al exceso de trabajo, señor Dean. Sé lo que le pasa mejor que usted mismo. El canoso médico tomó una hoja cubierta con sus propias y casi indescifrables notas, y la examinó repasando lo que había escrito. –Usted heredó esta casa en San Pedro hace pocos meses, ¿no? Y se mudó a ella solo para trabajar un poco. –Sí. La costa del mar tiene aquí unos paisajes maravillosos. –Durante un momento el rostro de Dean adquirió un aspecto juvenil, al avivar el entusiasmo sus fuegos casi extinguidos. Entonces continuó, con el ceño fruncido en gesto preocupado: –Pero últimamente no he podido pintar, ni siquiera marinas; de cualquier modo es muy extraño. Mis bocetos ya no parecen estar enteramente correctos. Parece haber en ellos un poder que yo no pongo allí... –¿Un poder, dijo? –Sí, un poder de malignidad, si puedo llamarlo con esa palabra. Es algo que no se puede definir. Algo que hay detrás del cuadro le extrae toda su belleza. Y en estas últimas semanas no he estado trabajando en exceso, doctor Hedwig. El doctor echó otra mirada al papel que tenía en la mano. –Bueno, en eso no estoy de acuerdo con usted. Usted podría no ser consciente del esfuerzo que realiza. Esos sueños con el mar que parecen preocuparlo carecen de significado, excepto como indicio de su estado nervioso. –Está equivocado. –Dean se levantó repentinamente. Su voz era estridente–. Eso es lo terrible del caso. Los sueños no carecen de significado. Parecen ser acumulativos; acumulativos y planeados. Se vuelven cada noche más vívidos, y cada vez veo más: de ese lugar verde y brillante situado debajo del mar. Me voy acercando cada vez más a esas sombras negras que nadan allí; esas sombras de las que yo sé que no son sombras, sino algo peor. Cada noche veo más. Es como si fuera completando un boceto, agregando gradualmente. cada vez más hasta que... Hedwig observaba agudamente a su paciente. Insinuó: –¿Hasta? Pero el tenso rostro de Dean se relajó. Se había detenido justo a tiempo. –No, doctor Hedwig. Usted debe tener razón. Es exceso de trabajo y nervios, como usted dice. Si creyera lo que me dijeron los mejicanos sobre Morella Godolfo... Bueno, estaría loco y sería un tonto. –¿Quién es esa tal Morella Godolfo? ¿Alguna mujer que ha estado llenándole la cabeza de cuentos disparatados? Dean sonrió. –No tiene que preocuparse por Morella. Fue mi tía tatarabuela. Vivía en la casa de San Pedro e inició las leyendas, creo. Hedwig había estado garabateando algo en un papel. –Y bien, ¡ya entiendo, joven! Usted escuchó esas leyendas; su imaginación voló usted soñó. Esta receta lo pondrá bien. –Gracias. Dean tomó el papel, levantó su sombrero de la mesa, y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo en el vano, sonriendo torcidamente. –Pero usted no está en lo cierto al pensar que las leyendas me hicieron soñar, doctor. Empecé a soñar antes de haber oído la historia de la casa. Y una vez dicho eso, salió. Mientras conducía de regreso a San Pedro, Dean trató de comprender qué le había ocurrido. Pero siempre se estrellaba contra el muro de la imposibilidad. Cualquier explicación lógica se perdía en la maraña de la fantasía. Lo único que no podía explicar –y que el doctor Hedwig no había podido explicar– eran los sueños. Los sueños comenzaron al poco tiempo de haber entrado en posesión de su heredad: esta antigua casa al norte de San Pedro, que había permanecido desierta durante tanto tiempo. El lugar era de una pintoresca antigüedad, y eso atrajo a Dean desde el principio. Había sido construida por uno de sus antepasados cuando los españoles aún gobernaban California. Uno de estos Dean –entonces el apellido era Dena– había ido a España y había regresado con una novia. Su nombre era Morella Godolfo, y alrededor de esta mujer, desaparecida tanto tiempo atrás, giraban todas las leyendas posteriores. Todavía había en San Pedro mejicanos arrugados y desdentados, que murmuraban increíbles relatos sobre Morella Godolfo, la que nunca había envejecido, y tenía un poder sobrenaturalmente maligno sobre el mar. Los Godolfo se habían contado entre las más orgullosas familias de Granada; pero furtivas leyendas se referían a su relación con los terribles hechiceros y nigromantes moriscos. Según esos mismos horrores insinuados, Morella había aprendido misteriosos secretos en las tétricas torres de la España morisca, y cuando Dena la trajo como novia al otro lado del mar, ella ya había sellado un pacto con las fuerzas del mal y había experimentado un cambio. Así decían los relatos, y decían aún más cosas sobre la vida de Morella en la antigua casa de San Pedro. Su esposo había vivido durante diez o más años después del matrimonio; pero los rumores decían que ya no poseía un alma. Es cierto que su muerte fue mantenida en secreto, en forma muy misteriosa, por Morella Godolfo, que siguió viviendo sola en la gran casa situada junto al mar. Las murmuraciones de los peones crecieron monstruosamente a partir de entonces. Se referían al cambio sufrido por Morella Godolfo; ese cambio operado por medio de la hechicería, que le llevaba a nadar mar adentro en las noches de luna, de modo que los que la observaban veían su cuerpo blanco que fulguraba entre la espuma. Hombres lo suficientemente audaces como para contemplarla desde los acantilados podían vislumbrar de modo fugaz su figura, jugando con extrañas criaturas marinas que saltaban a su alrededor en las negras aguas, frotando su cuerpo con sus cabezas espantosamente deformes. Estas criaturas no eran focas, ni tampoco ninguna forma conocida de vida submarina, según se afirmaba; aunque a veces podían oírse las carcajadas de una risa ahogada y cloqueante. Se dice que Morella Godolfo se alejó nadando una noche, para no regresar jamás. Pero a partir de entonces las risas eran más fuertes a la distancia, y los juegos entre las negras rocas continuaron, de modo que los relatos de los primeros peones se habían ido trasmitiendo hasta el presente. Tales eran las leyendas que Dean conocía. Los hechos eran dispersos y poco convincentes. La antigua casa se había venido deteriorando, y en el transcurso de los años sólo había sido arrendada ocasionalmente. Esos arrendamientos habían sido tan cortos como infrecuentes. No pasaba nada definidamente malo en la casa situada entre Punta White y Punta Fermín, pero los que allí habían vivido decían que el fragor de las olas sonaba en una forma sutilmente diferente cuando era escuchado desde las ventanas que dominaban el mar, y, además, ellos tenían sueños desagradables. A veces, los ocasionales arrendatarios habían mencionado con particular horror las noches de luna, cuando todo el mar se volvía claramente visible. De cualquier modo, los ocupantes por lo general abandonaban la casa de manera precipitada. Dean se había trasladado a la casa inmediatamente después de heredarla, por que había pensado que sería el lugar ideal para pintar los paisajes que amaba. Se había enterado de la leyenda de los hechos relacionados a ella con posterioridad, y por ese entonces habían comenzado sus sueños. Al principio habían sido bastante convencionales, aunque, extrañamente todos giraban en torno del mar que él tanto amaba. Pero no era el mar que él amaba el que veía en sus sueños. Las Gorgonas poblaban sus sueños. Escila se retorcía horriblemente en las aguas oscuras y embravecidas, donde huían aullando las arpías. Criaturas horripilantes emergían lentamente de las profundidades negras como la tinta donde habitaban bestias marinas hinchadas y desprovistas de ojos. Terribles y gigantescos leviatanes saltaban y se sumergían mientras monstruosas serpientes trepaban en extraña obediencia a una falsa luna. Horrores ocultos e inmundos de las profundidades del mar lo tragaban en sueños. Esto ya era bastante malo, pero sólo fue un preludio. Los sueños empezaron a cambiar. Era casi como si los primeros de ellos formaran un marco definido para horrores aún mayores por venir. De las imágenes míticas de antiguos dioses del mar emergía otra visión. Sólo incipiente al principio, fue tomando una forma y un significado definidos muy lentamente, en un período de varias semanas. Y era éste el sueño que Dean temía ahora. Había ocurrido por lo general justo antes de despertarse: la visión de una luz verde y translúcida, en la que nadaban lentamente unas sombras tenebrosas. Noche tras noche, el límpido resplandor esmeralda se fue volviendo más claro, y las sombras se trasformaron en un horror más visible. Éstas no se veían nunca con claridad, aunque sus cabezas amorfas tenían una cualidad extrañamente repulsiva que Dean podía reconocer. Pronto, en este sueño suyo, las sombrías criaturas se apartaban como para permitir el paso de otra. Nadando a través de la bruma verde, se acercaba una forma enroscada, que Dean no podía asegurar si era similar a las demás o no, porque su sueño siempre terminaba allí. La proximidad de esta última forma lo hacía despertar siempre en un paroxismo de terror de pesadilla. Soñaba que estaba en alguna parte debajo del mar, en medio de sombras con cabezas deformes que nadaban; y cada noche una sombra, en particular, se iba acercando cada vez más. Ahora, todos los días, cuando se despertaba con el frío viento marino del temprano amanecer que soplaba por las ventanas, permanecía acostado con el ánimo lánguido y perezoso hasta mucho después de la salida del sol. Cuando en aquellos días se levantaba se sentía inexplicablemente cansado y no podía pintar. En esa mañana en particular, el aspecto de su rostro ojeroso al mirarse en el espejo lo había impulsado a visitar al médico. Pero el doctor Hedwig no había resultado útil. Sin embargo, Dean hizo preparar la receta en el camino de regreso a su casa. Un trago del tónico pardusco y amargo lo hizo sentir un poco más fuerte; pero, al estacionar el coche, el sentimiento de depresión volvió instalarse en él. Caminó hasta la casa, aún confundido y presa de un extraño temor. Debajo de la puerta había un telegrama. Dean lo leyó perplejo, con el ceño fruncido: RECIEN ENTERADO USTED ESTA VIVIENDO CASA SAN PEDRO STOP ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE DESALOJE INMEDIATAMENTE STOP MUESTRE ESTE CABLE AL DOCTOR MAKOTO YAMADA 17 BUENA STREET SAN PEDRO STOP VUELVO VIA AEREA STOP VEA A YAMADA HOY MICHAEL LEIGH Dean volvió a leer el mensaje, y un recuerdo relampagueó en su mente. Michael Leigh era su tío, pero no lo había visto en años. Leigh había sido un enigma para la familia; era un ocultista y pasaba la mayor parte del tiempo investigando en lejanos rincones de la tierra. Desaparecía ocasionalmente durante largos períodos. El cable que tenía Dean había sido enviado desde Calcuta, y supuso que Leigh había salido recientemente de algún lugar del interior de la India para entonces enterarse de la herencia de Dean. Dean buscó en su mente. Ahora recordaba que había habido alguna disputa familiar sobre esta misma casa, años atrás. No recordaba exactamente los detalles; pero sí recordaba que Leigh había pedido que la casa de San Pedro fuera demolida. Leigh no había alegado motivos valederos, y cuando la petición fue denegada había desaparecido durante algún tiempo. Y ahora llegaba este inexplicable telegrama. Dean estaba cansado después de su largo viaje en coche; y la insatisfactoria entrevista con el doctor lo había irritado más de lo que había pensado. Tampoco tenía ánimo para cumplir el pedido efectuado por el tío en su telegrama, y para emprender el largo viaje hasta Buena Street, que estaba a varias millas de distancia. La somnolencia que sentía era empero un saludable agotamiento normal, a diferencia de la languidez de las últimas semanas. El tónico que había tomado había servido para algo, después de todo. Se dejó caer en su silla favorita, junto la ventana que dominaba el mar, despabilándose para observar los llameantes colores de la puesta de sol. Pronto el sol desapareció debajo del horizonte, y la oscuridad gris se fue acercando. Aparecieron las estrellas, y muy lejos, hacia el norte, pudo ver las borrosas luces de los barcos de juego frente a Venice. Las montañas le impedían ver San Pedro, pero un pálido y difuso resplandor en esa dirección le indicaba que los nuevos bárbaros despertaban a una vida rugiente y agitada. La superficie del Pacífico se fue aclarando lentamente. La luna llena estaba saliendo por encima de las colinas de San Pedro. Durante un largo rato Dean permaneció sentado junto a la ventana, con la pipa olvidada en la mano, y la vista fija en las lentas ondas del océano, que parecían latir con una vida poderosa y extraña. Gradualmente aumentó la somnolencia, y lo venció. De inmediato, antes de caer en el abismo del sueño, pasó por su mente el dicho de da Vinci: "Las dos cosas más maravillosas del mundo son la sonrisa de una mujer y el movimiento de las poderosas aguas". Soñó, y esta vez tuvo un sueño diferente. Primero sólo había oscuridad, y un bramido y estrépito como de mares agitados, y, extrañamente mezclado con esto, el confuso pensamiento en una sonrisa de mujer... y en unos labios de mujer... labios que hacían un mohín, seductores; pero, cosa extraña, los labios no eran rojos, ¡no! Eran muy pálidos, exangües, como los labios de algo que ha permanecido durante mucho tiempo debajo del mar... La brumosa visión se trasformó y durante un brevísimo instante, Dean creyó ver el verde y silencioso lugar de sus visiones anteriores. Las sombrías formas negras se movían con mayor rapidez detrás del velo, pero este cuadro no duró más que un segundo. Cruzó por su mente como un relámpago y desapareció, y Dean se quedó solo en una playa; una playa que reconoció en sueños: la arenosa ensenada situada debajo de la casa. La brisa salina le acarició fríamente la cara, y el mar resplandeció como la plata a la luz de la luna. Un débil chapoteo le reveló que algo en el mar hendía la superficie de las aguas. Hacia el norte, el mar bañaba la abrupta cara del acantilado, obstruido y sembrado de sombras tenebrosas. Dean sintió el impulso súbito inexplicable de moverse en aquella dirección. Cedió a él. Mientras trepaba por las rocas fue súbitamente consciente de una extraña sensación, como si unos penetrantes ojos estuvieran clavados en él: ¡unos ojos que lo observaban y le advertían! Vagamente surgió en su mente el delgado rostro de su tío, Michael Leigh, con sus profundos ojos que lo miraban de manera amenazadora. Pero esto desapareció velozmente, y se encontró ante una oscura cavidad más profunda en la cara del acantilado. Supo que debía entrar allí. Se deslizó entre dos salientes puntas rocosas y se encontró en una completa y lúgubre oscuridad. Sin embargo, de algún modo tenía conciencia de que estaba en una cueva, y podía oír el ruido que hacía el agua muy cerca. Todo lo que sentía era un mohoso olor salado a putrefacción marina, el olor fétido de las cuevas no utilizadas del océano, y de las bodegas de los antiguos barcos. Caminó hacia adelante, y al inclinarse el piso abruptamente hacia abajo, tropezó y cayó de cabeza en el agua helada y poco profunda. Sintió, antes que vio, el revoloteo de un rápido movimiento, y entonces, de golpe, unos cálidos labios se apretaron contra los suyos. Labios humanos, pensó Dean al principio. Se apoyó sobre el costado en el agua helada, con sus labios apretados contra esos otros que le correspondían. No podía ver nada, porque todo se perdía en la oscuridad de la cueva. La tentación sobrenatural de esos labios invisibles lo hizo estremecer de pies a cabeza. Les respondió, apretándolos con fuerza; les dio aquello que estaban deseando ávidamente. Las aguas invisibles golpearon contra las rocas, murmurando advertencias. Y en aquel beso lo inundó la extrañeza. Sintió que lo recorrían una conmoción y un hormigueo, luego un estremecimiento de súbito éxtasis, e inmediatamente después vino el horror. Una negra y repugnante pestilencia pareció inundar su cerebro, en una forma indescriptible pero horriblemente real, haciéndolo estremecer de repugnancia. Era como si una indecible malignidad se estuviera volcando en su cuerpo, en su mente, en su propia alma, a través de aquel beso blasfemo sobre sus labios. Se sintió asqueado, contaminado. Retrocedió. Se puso de pie de un salto. Y Dean vio, por primera vez, la cosa horrible que había besado, en momentos en que la luna que se ponía enviaba una pálida saeta de luminosidad por la boca de la cueva. Porque algo se irguió ante él, un bulto serpentino y semejante a una foca, que se enroscaba, y serpenteaba, y se movió hacia él, cubierto de un pestilente fango que brillaba; y Dean gritó y se dio a la fuga, con un terror de pesadilla desgarrándole el cerebro, escuchando a sus espaldas un leve chapoteo, como si alguna pesada criatura se hubiera echado nuevamente al agua... Una visita del doctor Yamada Se despertó. Se encontraba aún en la silla junto a la ventana, y la luna palidecía ante la luz grisácea del amanecer. Estaba estremecido por las náuseas, enfermo y tembloroso por el espantoso realismo del sueño. Sus ropas estaban empapadas por la transpiración, y el corazón le latía violentamente. Parecía agobiarlo un inmenso letargo y tuvo que hacer un intenso esfuerzo para levantarse de la silla y dirigirse tambaleándose hasta un sofá, en el que se tiró para dormitar a ratos durante varias horas. Lo despertó un agudo repiqueteo de la campanilla de la puerta. Se sentía aún débil y aturdido; pero el temible letargo había disminuido un tanto. Cuando Dean abrió la puerta, un japonés parado en el porche inició una leve inclinación de saludo, gesto que se detuvo abruptamente cuando los penetrantes ojos negros se clavaron en el rostro de Dean. Del visitante llegó un corto silbido de inspiración. Dean dijo con irritación: –¿Y bien? ¿Quiere usted verme? El otro aún lo estaba mirando. con su delgado rostro amarillento debajo del tieso cabello gris. Era un hombre pequeño, delgado, con el rostro cubierto de una sutil red de arrugas. Después de una pausa dijo: –Soy el doctor Yamada. Dean frunció el ceño, perplejo. Súbitamente recordó el cable de su tío del día anterior. En su interior comenzó a crecer una extraña e irracional irritación, y dijo, con más brusquedad de lo que hubiera querido. –Espero que esta no sea una visita profesional. Yo ya... –Su tío, ¿es usted el señor Dean?, me envió un cable. Estaba bastante preocupado. –El doctor Yamada echó casi furtivamente una mirada a su alrededor. Dean sintió que el fastidio bullía en su interior, y su irritación aumentó. –Me temo que mi tío es un tanto excéntrico. Él no tiene nada de qué preocuparse. Lamento que usted haya hecho el viaje para nada. El doctor Yamada no pareció ofenderse por la actitud de Dean. Por el contrario, una extraña expresión de simpatía cruzó durante un instante su pequeño rostro. –¿Le importa si paso? –preguntó y se adelantó con confianza. Lejos de cerrarle el paso, Dean no encontró forma de detenerlo, y descortesmente condujo a su visita a la habitación en que había pasado a noche, indicándole que se sentara en una silla, mientras él se ocupaba de la cafetera. Yamada se sentó inmóvil, observando silenciosamente a Dean. Entonces dijo sin preámbulos: –Su tío es un gran hombre, señor Dean. Dean hizo un gesto evasivo. –Sólo lo he visto una vez. –Es uno de los más grandes ocultistas del momento. Yo también he estudiado las ciencias de la psiquis; pero al lado de su tío soy un principiante. Dean dijo: –El es un excéntrico. El ocultismo, como usted lo llama, nunca me interesó. El pequeño japonés lo contempló impasiblemente. –Usted cae en un frecuente error, señor Dean. Usted considera al ocultismo como un pasatiempo para maniáticos. No –alzó una delgada mano–, la incredulidad está pintada en su rostro. Bien, es comprensible. Es un anacronismo una actitud trasmitida desde las épocas más antiguas, cuando los científicos eran llamados alquimistas y los hechiceros eran quemados por haber hecho pactos con el diablo. Pero en realidad no hay hechiceros, no hay brujos. No en el sentido en que el hombre comprende estos términos. Existen hombres y mujeres que han logrado el dominio de ciertas ciencias que no están totalmente sujetas a leyes físicas terrenales. En el rostro de Dean había una leve sonrisa de incredulidad. Yamada continuó tranquilamente: –Usted no cree porque no entiende. No hay muchos que puedan comprender, o que deseen comprender esa ciencia mayor que no está sujeta a leyes terrenales. Pero aquí tiene usted un problema, señor Dean –una pequeña chispa de ironía se asomó en los ojos negros–. ¿Puede explicarme cómo es que yo sé que usted ha estado sufriendo de pesadillas recientemente? Dean dio un respingo y se quedó mirando. Luego sonrió. –Sucede que conozco la respuesta, doctor Yamada. Ustedes, los médicos, tienen una forma de ayudarse mutuamente, y debo haber dejado que algo se me escapara ayer con el doctor Hedwig–. Su tono era ofensivo, pero Yamada se limitó a encogerse levemente de hombros. –¿Conoce usted a Homero? –preguntó, saliéndose aparentemente del tema y ante la sorprendida seña afirmativa de Dean continuó: –¿Y a Proteo? ¿Usted recuerda al Viejo del Mar que tenía el poder de cambiar de forma? No deseo forzar su incredulidad, señor Dean; pero desde hace mucho tiempo los que estudian el saber oculto saben que detrás de esa leyenda existe una verdad muy espantosa. Todos los relatos sobre posesión por espíritus, sobre reencarnación y hasta los comparativamente inocentes experimentos de transmisión de pensamiento, apuntan a la verdad. ¿Por qué supone usted que el folklore abunda en relatos de hombres que pueden trasformarse en bestias, hombres–lobos, hienas, tigres, el hombrefoca de los esquimales? ¡Porque esos relatos están basados en la verdad! «No quiero decir con esto –prosiguió– que sea posible la metamorfosis real del cuerpo, hasta donde sabemos. Pero desde hace mucho se sabe que la inteligencia –la mente– de un adepto puede ser transferida al cerebro y al cuerpo de un sujeto satisfactorio. Los cerebros de los animales son débiles, y carecen del poder de resistencia. Pero los hombres son diferentes, a menos que se den ciertas circunstancias... Ante su vacilación, Dean ofreció al japonés una taza de café –en esos días había generalmente café haciéndose en la cafetera– y Yamada lo aceptó con una leve inclinación formal de agradecimiento. Dean bebió su café en tres rápidos sorbos, y se sirvió más. Yamada, después de un sorbo de cortesía, apartó la taza y se inclinó hacia adelante con seriedad. –Debo pedirle que ponga su mente en estado receptivo, señor Dean. No se deje influir por sus ideas convencionales sobre la vida en esta cuestión. Es fundamental, para su conveniencia, que usted me escuche con cuidado, y comprenda. Entonces... quizás... Vaciló, y volvió a echar una mirada extrañamente furtiva a la ventana. –La vida ha seguido en el mar rumbos diferentes de la vida en la tierra. La evolución ha seguido un curso diferente. En las grandes profundidades del océano, se ha descubierto vida completamente extraña a la nuestra: criaturas luminosas que estallan al ser expuestas a la más ligera presión del aire; y en sus inmensos abismos se han desarrollado formas de vida completamente inhumanas, formas de vida que la mente no iniciada puede creer imposibles. En Japón, un país insular, hemos tenido noticia de esos habitantes del mar desde hace generaciones. El escritor inglés de ustedes, Arthur Machen, dijo una gran verdad cuando afirmó que el hombre, temeroso de esos extraños seres, les ha atribuido formas hermosas o simpáticamente grotescas que en realidad no poseen. Tenemos así las nereidas y las oceánicas; pero, a pesar de todo, el hombre no pudo ocultar totalmente el carácter en verdad repugnante de esas criaturas. Están como consecuencia las leyendas de las Gorgonas, de Escila y de las arpías, y, significativamente, de las sirenas y su maldad. Sin duda usted conoce el cuento de las sirenas: cómo ansiaban robar el alma de un hombre cómo la extraían por medio de su beso. Dean estaba ahora en la ventana, dando la espalda al japonés. Cuando Yamada se detuvo, dijo inexpresivamente: –Prosiga. –Tengo razones para creer –prosiguió Yamada con gran tranquilidad– que Morella Godolfo, la mujer de la Alhambra, no era completamente... humana. No dejó descendencia. Esos seres nunca tienen hijos: no pueden. –¿Qué está queriendo decir usted?–. Dean se había dado vuelta, y estaba de frente al japonés, con el rostro terriblemente pálido, y las sombras que tenía debajo de los ojos horrorosas y lívidas. Repitió con aspereza: –¿Qué está queriendo decir usted? No puede asustarme con sus cuentos, si eso es lo que está tratando de hacer. Usted... mi tío quiere que me vaya de esta casa, por alguna razón particular de él. Usted está utilizando estos medios para que me vaya, ¿no es así? ¿Eh? –Usted debe irse de esta casa –dijo Yamada–. Su tío está en camino, pero puede que no llegue a tiempo. Escúcheme: esas criaturas –las que habitan en mar– envidian al hombre. La luz del sol, y los cálidos juegos, y los campos de la tierra, cosas que los que habitan en el mar no pueden normalmente poseer. Esas cosas y el amor. Recuerde lo que dije sobre la transferencia de la mente, la posesión de un cerebro por una inteligencia extraña. Para estos seres, éste es el único medio de obtener aquello que desean y de conocer el amor de un hombre o de una mujer. A veces –no con mucha frecuencia– una de estas criaturas logra apoderarse de un cuerpo humano. Siempre están al acecho. Cuando hay un naufragio, allí van, como buitres a un festín. Pueden nadar a una velocidad extraordinaria. Cuando un hombre se está ahogando, las defensas de su mente están bajas, y de este modo, los habitantes del mar pueden a veces adquirir un cuerpo humano. Hay relatos sobre hombres salvados de naufragios que a partir de entonces sufrieron un extraño cambio. «¡Morella Godolfo era una de esas criaturas! Los Godolfo conocían gran parte del saber oculto pero lo usaban con fines malignos, la llamada magia negra. Y según creo, través de esto aquel habitante del mar obtuvo poder para usurpar el cerebro y el cuerpo de la mujer. Tuvo lugar una trasferencia. La mente del habitante del mar tomó posesión del cuerpo de Morella Godolfo, y la inteligencia de la verdadera Morella fue introducida en la horrible forma de aquella criatura de las profundidades del mar. Eventualmente, el cuerpo humano de la mujer murió, y la mente usurpadora regresó a su envoltura original. Entonces, la inteligencia de Morella Godolfo fue arrojada de su prisión temporaria y quedó sin hogar. Esa es la verdadera muerte. Dean sacudió con lentitud la cabeza como si estuviera negando, pero no habló. E inexorablemente Yamada continuó. –Desde entonces, durante años y generaciones ella ha habitado en el mar, esperando. Su poder es muy fuerte en este lugar, donde ella alguna vez vivió. Pero, como le dije, esta trasferencia sólo puede verificarse en circunstancias muy excepcionales. Los moradores de esta casa podían ser perturbados por sueños, pero nada más. El ser maligno no tiene poder para robar sus cuerpos. Su tío sabía eso, de lo contrario habría insistido para que el lugar fuera destruido inmediatamente. Él no previó que usted viviría aquí alguna vez. El pequeño japonés se inclinó hacia adelante, y sus ojos eran dos puntos de luz negra. –No tiene que decirme lo que padeció en el mes pasado. Lo sé. El habitante del mar tiene poder sobre usted. Y eso se debe a una cosa: existen lazos de sangre, aun cuando usted no desciende directamente de ella. Y su amor por el océano: su tío habló de eso. Usted vive aquí solo con sus pinturas y las fantasías de su imaginación; no ve a nadie más. Usted es una víctima ideal, y a ese horror marino le fue fácil entrar en rapport con usted. Incluso usted ya muestra los estigmas. Dean estaba en silencio con el rostro como una pálida sombra entre las sombras más oscuras de los rincones de la habitación ¿Qué estaba tratando de decirle este hombre? ¿Adónde conducían esos indicios? –Recuerde lo que dije–. La voz del doctor Yamada era fanáticamente grave. –Esa criatura lo quiere a usted por su juventud, por su alma. Lo ha atraído a usted en sueños, con visiones de Poseidonia, las sombrías grutas en el fondo del mar. Le ha enviado al principio visiones engañosas, para ocultar lo que hacía. Esa criatura le ha extraído sus fuerzas y ha debilitado sus resistencias, esperando el momento en que ella estará lo suficientemente fuerte como para tomar posesión de su cerebro. "Le he dicho lo que ella quiere, lo que pretenden todos esos horrores híbridos. A su tiempo, ella misma se le revelará a usted, y cuando la voluntad de ella lo domine en el sueño, usted cumplirá lo que ella mande. Lo arrastrará al fondo del mar, y le mostrará los abismos infestados de kraken donde habitan esos seres. Usted irá voluntariamente, y ésa será su perdición. Ella puede atraerlo a los banquetes que allí realizan, los banquetes que celebran con los ahogados que encuentran flotando, procedentes de barcos naufragados. Y usted pasará por semejante locura en su sueño porque ella lo domina. Y entonces, entonces, cuando usted se haya vuelto lo suficientemente débil, logrará su anhelo. El ser del mar usurpará su cuerpo y volverá a caminar sobre la tierra. Y usted descenderá a la oscuridad donde habitó una vez en sueños, para siempre. Al menos que yo esté equivocado, usted ya ha visto lo suficiente como para saber que lo que digo es verdad. Creo que ese terrible momento no está tan lejos, y le advierto que usted no puede tener la esperanza de resistir solo el mal. Sólo con la ayuda de su tío y yo ... El doctor Yamada se puso de pie. Se adelantó y se colocó frente a frente ante el aturdido joven. En voz baja preguntó: –En sus sueños, ¿lo ha besado ese ser? Durante un brevísimo instante, no más largo que un latido del corazón, hubo un completo silencio. Cuando Dean abrió la boca para hablar una pequeña y curiosa señal de advertencia pareció resonar en su cerebro Ascendió, como el sordo bramido de una caracola, y se sintió invadido por una vaga náusea. Casi involuntariamente, se oyó decir a sí mismo: –No. De manera confusa, como desde una distancia increíblemente remota, oyó que Yamada contenía el aliento, como si estuviera sorprendido. Entonces el japonés dijo: –Eso es bueno. Muy bueno. Ahora escuche: su tío estará pronto aquí. Ha fletado especialmente un aeroplano. ¿Quiere usted ser mi huésped hasta que él llegue? La habitación pareció oscurecerse ante los ojos de Dean. La figura del japonés se alejaba, disminuyendo de tamaño. Por la ventana llegó el fragoroso ruido de las olas, y sus ondas resonaron en el cerebro de Dean. Dentro del estruendo penetró un susurro débil y persistente. –Acepta –murmuraba–. ¡Acepta! Y Dean escuchó que su propia voz aceptaba la invitación de Yamada. Parecía incapaz de pensar en forma coherente. Este último sueño lo perseguía... y ahora la inquietante historia del doctor Yamada... Estaba enfermo... ¡Eso es!, muy enfermo. Necesitaba dormir mucho, ahora. Le pareció Que lo inundaba y lo trataba una oleada de oscuridad. Dejó gustosamente que recorriera su fatigada cabeza. Solo existían la oscuridad y el incesante susurro de aguas agitadas. Sin embargo le pareció que sabía, de algún modo extraño, que aún se encontraba –alguna parte externa de él– consciente. Extrañamente se dio cuenta de que el doctor Yamada y él habían dejado la casa, entraban a un coche, y recorrían una larga distancia. Se encontraba –con ese otro yo, extraño y externo– charlando en tono casual con el doctor; entraba a su casa de San Pedro; bebía; comía. Y mientras tanto su alma, su verdadero ser, era sepultado en las olas de la oscuridad. Por fin, una cama. Desde abajo, parecía que el oleaje se fundía con la oscuridad que inundaba su cerebro. Ahora le hablaba a él, mientras se levantaba a hurtadillas y descolgaba por la ventana. La caída hizo vibrar considerablemente a su yo externo: pero se encontró sobre el suelo, ileso. Se mantuvo en las sombras mientras bajaba arrastrándose hasta la playa, en las negras y ávidas sombras que eran como la oscuridad que se agitaba en su alma. Tres horas terribles De golpe, volvió a ser él mismo, completamente. El agua fría lo había logrado; el agua en que se encontró nadando. Estaba en el océano, llevado por olas de un color tan plateado como un relámpago que de vez en cuando fulguraba en lo alto. Oyó el trueno, y sintió las gotas de lluvia. Sin estar sorprendido por la súbita transición, siguió nadando, como si estuviera totalmente enterado de alguna meta planeada. Por primera vez en más de un mes se sentía enteramente vivo, realmente él mismo. Había en él una oleada de alocado júbilo que desafiaba los hechos; ya no parecían preocuparle su reciente enfermedad, las terribles advertencias de su tío y el doctor Yamada, ni la oscuridad innatural que anteriormente había oscurecido su mente. En realidad, ya no tenía que pensar: era como si lo estuvieran dirigiendo en todos sus movimientos. Ahora estaba nadando paralelamente a la playa, y observó con curiosa indiferencia que la tormenta se había calmado. Un brillo pálido y brumoso se cernía sobre las rompientes olas, y parecía estar haciendo señas. El aire estaba frío, lo mismo que el agua, y las olas altas; sin embargo, Dean no sentía ni frío ni fatiga. Y cuando vio los seres que lo estaban esperando en la playa rocosa que se encontraba delante de él perdió toda percepción de sí mismo, en medio de una creciente alegría. Esto era algo inexplicable, porque se trataba de las criaturas de sus últimas y más extravagantes pesadillas. Incluso ahora no los vio simplemente mientras jugaban en las olas, sino que había en sus tenebrosos perfiles oscuros indicios de un pasado horror. Eran unos seres semejantes a focas; monstruos grandes, hinchados, parecidos a peces, con cabezas carnosas y disformes. Estas cabezas descansaban sobre cuellos alargados que ondulaban con una facilidad serpentina, y observó, sin otra sensación que la de una curiosa familiaridad, que las cabezas y los cuerpos de las criaturas eran de un blanco descolorido por el mar. Pronto estuvo nadando entre ellos, nadando con una extraordinaria e inquietante naturalidad. Se admiró interiormente, con un resto de su sensibilidad anterior, de que ahora las bestias marinas no lo horrorizaran en lo más mínimo. En cambio, casi con un sentimiento de parentesco escuchó sus extraños y graves gruñidos y cacareos; escuchó y comprendió. Supo lo que decían, y no se asombró. Lo que escuchaba no le daba miedo, aunque, de haber sido dichas en los sueños anteriores, las palabras le habrían producido en el alma un horror abismal. Supo adónde iban y qué se proponían hacer cuando todo el grupo se internara nadando en el agua una vez más, y sin embargo, no tuvo miedo. Por el contrario, sintió una extraña hambre ante el pensamiento de lo que iba a suceder, un hambre que lo impulsó a adelantarse mientras los seres, con ondulante rapidez, se deslizaban por las aguas oscuras como la tinta, hacia el norte. Nadaban a una velocidad increíble; sin embargo pasaron horas antes de que apareciera una costa entre las tinieblas, iluminada por un fulgor luminoso enceguecedor que venía de la costa. El crepúsculo se ensombrecía sobre las aguas hasta volverse verdadera oscuridad, pero la luz cercana a la costa ardía brillantemente. Parecía venir de una enorme nave naufragada que se hallaba en las olas frente a la costa, un gran casco que flotaba en las aguas como una bestia encogida. Había botes reunidos a su alrededor, y brillantes luces flotantes que revelaban la escena. Como por obra de un instinto, Dean, con la manada detrás de él, se dirigió hacia el lugar. Se movieron rápida y silenciosamente, con sus viscosas cabezas confundidas en las sombras en las que se mantenían mientras daban vueltas alrededor de los botes y nadaban hacia la gran forma encogida. Ahora ésta se destacaba por encima de él, y pudo ver brazos que se movían desesperadamente mientras los hombres se hundían, uno tras otro, bajo la superficie. La masa colosal de la que saltaban era una nave naufragada de vigas retorcidas, en la que pudo descubrir el contorno combado de una forma vagamente familiar. Y ahora, con curiosa indiferencia, nadó por allí perezosamente, evitando las luces que oscilaban sobre el agua, mientras observaba lo que hacían sus compañeros. Estaban cazando a sus víctimas. Los ávidos hocicos se abrían para tomar a los ahogados, y las hambrientas garras traían cadáveres de la oscuridad. Cada vez que vislumbraban a un hombre en sombras aún no invadidas por los botes de socorro, uno de los seres marinos cazaba astutamente a su víctima. Al poco rato se volvieron y con lentitud se alejaron nadando. Pero ahora muchas de las criaturas estrechaban un siniestro trofeo contra sus pechos escamosos. Los miembros de los ahogados, de un color blanco pálido, se arrastraban en el agua al ser llevados hacia las tinieblas por sus captores. Con el acompañamiento de risas graves y repugnantes, las bestias nadaron alejándose, de regreso, lejos de la costa. Dean nadó con los demás. Su mente estaba confusa nuevamente. Sabía qué era eso que estaba en el agua, y sin embargo no podía recordar su nombre. Había observado cómo esos aborrecibles horrores cazaban hombres perdidos y los arrastraban hacia el fondo; empero, no había intervenido. ¿Qué estaba pasando? En ese mismo momento, mientras nadaba con asombrosa agilidad, sintió una llamada que no pudo comprender totalmente, una llamada al que su cuerpo estaba obedeciendo. Los seres híbridos se estaban dispersando de manera gradual. Con un pavoroso chapoteo desaparecían bajo la superficie de las gélidas aguas negras, arrastrando consigo los cadáveres terriblemente blandos de los hombres, arrastrándolos hacia la oscuridad que se encontraba debajo. Estaban hambrientos. Dean lo supo sin tener que pensarlo. Siguió nadando, a lo largo de la costa, impulsado por su curioso instinto. Eso es; estaba hambriento Y ahora iba en busca de comida. Durante horas nadó constantemente hacia el sur. Entonces llegó a la playa familiar, y sobre ella, una casa iluminada que Dean reconoció; su propia casa en el acantilado. Unas formas estaban bajando la pendiente; dos hombres con antorchas estaban descendiendo a la playa. No tenía que dejar que lo vieran; por qué, no lo sabía: pero no tenían que verlo. Se arrastró por la playa, manteniéndose próximo a la orilla del agua. Aun así, le parecía que se movía con gran rapidez. Los hombres con las antorchas se encontraban ahora a cierta distancia detrás de él. Adelante se asomaba otro contorno familiar: una cueva. Había trepado antes por esas rocas, al parecer. Conocía los sombríos agujeros que salpicaban la roca del acantilado, y conocía el estrecho pasadizo de piedra por el cual logró hacer pasar su postrado cuerpo. ¿Había sido eso el grito de alguien, a lo lejos? Vio oscuridad, y un charco de agua susurrante. Se arrastró hacia adelante, y sintió cómo las heladas aguas resbalaban sobre su cuerpo. Apagado por la distancia, llegó un persistente grito desde el exterior de la cueva. –¡Graham! ¡Graham Dean! Entonces sintió en las ventanas de la nariz el olor a húmeda pestilencia marina, un olor agradable y familiar. Ahora sabía adónde estaba. Era la cueva donde, en sueños, había besado al ser marino. Era la cueva en la cual... Ahora recordaba. La mancha negra se disipó en su cerebro, y recordó todo. Su mente llenó el vacío, y recordó una vez más haber venido a ese lugar antes, esa misma noche, antes de haberse encontrado en el agua. Morella Godolfo lo había llamado allí; hasta allí lo habían conducido sus siniestros susurros en la penumbra, cuando había venido desde la cama de la casa del doctor Yamada. Era el canto de sirena de la criatura marina que lo había atraído en sueños. Recordó cómo ella se había enroscado a sus pies cuando él entró, y cómo había abandonado su cuerpo descolorido por el mar, hasta que su cabeza inhumana se había acercado a la de él. Y entonces los ardientes labios carnosos se habían apretado contra los suyos, los labios viscosos y repugnantes lo habían besado otra vez. ¡Un beso húmedo, horriblemente ávido! Sus sentidos se habían sumergido en la malignidad, de éste, porque supo que este segundo beso significaba la perdición. "El habitante del mar tomará su cuerpo", había dicho el doctor Yamada... Y el segundo beso significaba la perdición. ¡Y todo eso había sucedido horas atrás! Dean se movió por la cámara rocosa para no mojarse en el charco. Al hacerlo, contempló su cuerpo por primera vez en aquella noche; contempló con un cuello ondulante el aspecto que había tenido durante las tres horas pasadas en el mar. Vio las escamas semejantes a las de los peces, la áspera blancura de su piel viscosa; vio las venosas branquias. Entonces contempló fijamente las aguas del charco, para que el reflejo de su rostro fuera visible a la borrosa luz de la luna que se filtraba a través de las grietas de las rocas. Lo vio todo... Su cabeza descansaba sobre el largo cuello de reptil. Era una cabeza antropoide de contornos lisos monstruosamente inhumanos. Los ojos eran blancos y salientes; sobresalían con la mirada vidriosa de un ahogado. No había nariz, y el centro del rostro estaba cubierto por una maraña de tentáculos azules semejantes a gusanos. Lo peor de todo era la boca. Dean vio pálidos labios blancos en un rostro muerto, labios humanos. Labios que habían besado a los suyos. Y que ahora ¡eran los suyos! Estaba en el cuerpo del maligno ser marino; ¡el maligno ser marino que había contenido una vez el alma de Morella Godolfo! En ese momento Dean hubiera querido de buena gana morirse, ya que el completo y blasfemo horror de su descubrimiento era demasiado grande como para soportarlo. Ahora supo lo de sus sueños, y las leyendas; había llegado a saber la verdad, y había pagado un espantoso precio. Recordó, vívidamente, cómo había recobrado el sentido en el agua y cómo había nadado hasta encontrarse con aquellos otros. Recordó el gran casco negro del que habían sido rescatados en botes hombres que se estaban ahogando, la nave naufragada, destrozada en el agua. ¿Qué era lo que le había dicho Yamada? Cuando hay un naufragio, allí van como buitres a un festín. Y ahora, finalmente, recordó lo que se había sustraído a su memoria esa noche, qué era esa forma familiar sobre las aguas. Era un zeppelin que había caído. Él había ido nadando hasta los restos del naufragio con aquellos seres, y ellos se habían llevado hombres... Tres horas –¡por Dios!–. Dean deseó profundamente morir. Estaba en el cuerpo marino de Morella Godolfo, y esto era demasiado malo corrió para seguir viviendo. ¡Morella Godolfo! ¿Dónde estaba ella? ¿Y su propio cuerpo, el cuerpo de Graham Dean? Un crujido en la sombría caverna, detrás de él, anunció la respuesta. Graham Dean se vio a sí mismo a la luz de la luna, vio su cuerpo, línea por línea, que avanzaba furtivamente del otro lado del charco en un intento de deslizarse hacia afuera sin ser advertido. Las aletas de foca de Dean se movieron rápidamente. Su propio cuerpo se volvió. Fue algo horrible para Dean verse reflejado donde no existía ningún espejo; y más horrible aún ver que en el rostro ya no estaban sus ojos. La mirada astuta y burlona de la criatura del mar se clavó en él desde atrás de su máscara de carne, y eran unos ojos antiguos, malignos. El pseudo–humano gruñó al verlo y trató de escabullirse en la oscuridad. Dean fue detrás de él, en cuatro patas. Supo lo que tenía que hacer. Ese ser marino –Morella– se había apoderado de su cuerpo durante ese último beso siniestro, al mismo tiempo que él era introducido en el de ella. Pero ella aún no se había recuperado lo suficiente como para salir al mundo. Esa era la razón por la cual la había encontrado aún en la cueva. Ahora, sin embargo, ella se iría, y su tío Michael nunca lo sabría. El mundo nunca sabría, tampoco, qué clase de horror acechaba en su superficie, hasta que fuese demasiado tarde. Dean, odiando ahora su propia forma trágica, supo lo que tenía que hacer. Con toda intención arrinconó al falso cuerpo de sí mismo en un rincón rocoso. Hubo una mirada de terror en esos gélidos ojos... Un sonido hizo que Dean se volviera, girado su cuello de reptil. A través de sus vidriosos ojos de pescado vio los rostros de Michael Leigh y del doctor Yamada. Antorchas en mano, estaban entrando en la cueva. Dean supo lo que haría, y dejó de preocuparse. Estrechó el cuerpo humano que albergaba el alma de la bestia marina; lo estrechó en las aletas batientes de la bestia; lo tomó con sus propias patas y lo amenazó con sus propios dientes, cerca del blanco cuello humano de la criatura. Desde atrás de él oyó gritos y alaridos a sus propias espaldas; pero Dean no les hizo caso. Tenía un deber que cumplir; algo que cumplir. Por el rabillo del ojo, vio que relucía el cañón de un revólver en la mano de Yamada. Entonces se sucedieron dos tiros de hiriente llamarada, y el olvido que Dean deseaba. Pero murió feliz, porque se había cobrado el beso siniestro. Mientras se hundía en la muerte, Graham Dean había mordido con dientes animales su propia garganta, y su corazón se llenó de paz cuando, al morir, se vio morir a sí mismo... Su alma se confundió en el tercer beso siniestro de la Muerte.

La casa de Asterión

Y la reina dio a luz un hijo
que se llamó Asterión
Apolodoro: Biblioteca, III, I.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras desconocidas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre, no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos, el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: «Ahora volvemos a la encrucijada anterior» o «Ahora desembocamos en otro patio» o «Bien decía yo que te gustaría la canaleta» o «Ahora verás una cisterna que se llenó de arena» o «Ya verás cómo el sótano se bifurca». A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar.
No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran a la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangrente las manos. Donde cayeron quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?
¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna?-dijo Teseo.- El Minotauro apenas se defendió.

Crimen y castigo

Crimen y castigo es una de las novelas psicológicas clásicas de Dostoievski y una de las grandes novelas de la literatura universal. Su argumento gira en torno a un joven estudiante que no encuentra otra solución para aliviar su pobreza que matar y robar a una vieja usurera. La novela está estructurada sobre un tema ético: el fin no justifica los medios. Se asiste así a un complicado proceso mental durante el cual el estudiante elabora meticulosamente su crimen, sin pensar en las ventajas directas y materiales que le pueda reportar, es casi un crimen altruista. La obra una abarca multiplicidad de sentimientos, emociones, ideologías y otros elementos que integran la psicológica de una persona.

Manuscrito hallado en una botella

Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".
Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.
En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.
Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.
* * *
Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.
* * *
Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.
Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino."
Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.
Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.
He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.
Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ...!

29 de agosto de 2009

El planeta de los muertos

I
De profesión, Francis Melchior era anticuario; por vocación, era astrónomo. De esa manera se esforzaba para calmar, si no para satisfacer, dos necesidades de un temperamento complejo y raro. A través de su oficio, gratificaba, hasta cierto punto, su ansia de todas las cosas que hubiesen estado sumergidas bajo las sombras funerarias de edades muertas, en las llamas de oscuro ámbar de soles que hacía largo tiempo que se habían puesto; por todas las cosas que tienen en torno suyo el misterio irresoluble del tiempo pretérito.
Y, a través de su vocación, encontró un camino despejado a reinos exóticos en el espacio exterior, a las únicas esferas en las que su imaginación podía vagar en libertad y sus sueños podían quedar satisfechos.
Porque Melchior era uno de aquellos que han nacido con un asco incurable a todo lo que es actual o cercano, uno de aquellos que han bebido demasiado poco del olvido y no han olvidado por completo las glorias trascendentes de otras épocas, junto a los mundos de los que fueron exiliados por su nacimiento humano; así que sus pensamientos, furtivos e incansables, y sus anhelos, vagos e insaciables, vuelven oscuramente a las costas desaparecidas de una perdida herencia.
Para alguien así, la Tierra es demasiado estrecha y la extensión del tiempo de los mortales, demasiado breve; y la pobreza y la esterilidad están por todas partes; y por doquier es su destino una infinita fatiga.
Con una predisposición que de ordinario resulta tan fatal para las facultades de hacer negocios, fue verdaderamente notable que Francis Melchior hubiese prosperado absolutamente en los suyos. Su amor por las cosas antiguas, por los jarrones raros, cuadros, mobiliario, joyas, ídolos y estatuas, le hacían estar más dispuesto a comprar que a vender; y sus ventas eran a menudo una fuente de dolor y arrepentimientos secretos. Pero, de alguna manera, a pesar de todo, había logrado adquirir un cierto grado de comodidad material. Por naturaleza, tenía algo de solitario y era considerado generalmente como un excéntrico. Nunca se había preocupado por casarse; no había tenido amigos íntimos, y le faltaban muchas de las inquietudes que, a los ojos del hombre de la calle, se supone que caracterizan a un ser humano normal.
La pasión de Melchior por las antigüedades y su afición a las estrellas procedían, ambas, de los días de su infancia.
Ahora, al cumplir treinta y un años, con un desahogo y una prosperidad crecientes, había convertido el balcón superior de su casa aislada de las afueras, que se levantaba en la cima de una colina, en un observatorio amateur.
Aquí, con un nuevo y poderoso telescopio, estudiaba los cielos veraniegos noche tras noche. Él poseía escaso talento y poca afición por esas recónditas ecuaciones matemáticas que forman una parte tan importante de la astronomía ortodoxa; pero tenía una comprensión intuitiva de las inmensas extensiones estelares, una sensibilidad mística para todo aquello que se encuentre en el espacio exterior.
Su imaginación vagabundeaba y se aventuraba entre los soles y las nebulosas; y, para él, cada nimio brillo en el telescopio parecía contar su propia historia e invitarle a su propio reino de fantasía ultramundana. No estaba especialmente preocupado con los nombres que los astrónomos han dado a cada estrella y a cada constelación; pero, de todos modos, cada una de ellas poseía para él una identidad individual que no podía confundirse con la de ninguna otra.
En particular, Melchior se sentía atraído por una diminuta estrella en una extensa constelación al sur de la Vía Láctea. Apenas podía distinguirse a simple vista; e, incluso por su telescopio, daba la impresión de una soledad y un apartamiento cósmicos como no había sentido ante otro orbe. Le atraía más que los planetas rodeados de lunas o las estrellas de primera magnitud con sus aureolas espectrales y ardientes; y volvía a ella una y otra vez, abandonando, por este solitario punto de luz, la maravilla de los múltiples anillos de Saturno y la zona nublada de Venus y los intrincados anillos de la gran nebulosa de Andrómeda.
Meditando durante muchas medianoches sobre la atracción que la estrella ejercía sobre él, Melchior razonó que su estrecho rayo era la emanación completa de un sol y, quizá, de un sistema planetario; que el secreto de mundos extraños, y puede que hasta algo de su historia, estaba implícito en aquella luz, si tan sólo uno fuese capaz de leer la historia. Y ansiaba comprender y conocer la tenuemente hilada hebra de afinidad que atraía su atención sobre este mundo en particular. En cada ocasión en que miraba, su cerebro era tentado por oscuras pistas de una belleza y unas maravillas que estaban aún un poco más allá de sus más audaces fantasías, de sus sueños más incontrolados.
Y, cada vez, le parecía que estaban una pizca más cerca y más accesibles que antes. Y una extraña e indeterminada expectativa comenzó a mezclarse con la avidez que impulsaba sus visitas de cada noche al balcón.
Cierta medianoche, cuando estaba mirando a través del telescopio, le pareció que la estrella era un poco más grande y brillante de lo habitual. Incapaz de explicar esto, la miró más fijamente que nunca y, sintiendo una emoción creciente, fue repentinamente capturado por la antinatural idea que estaba mirando hacia abajo a un abismo extenso y vertiginoso, más que hacia arriba, a los cielos primaverales. Sintió que el balcón ya no estaba debajo de sus pies, sino que de algún modo se había dado la vuelta; y entonces, de repente, estaba cayéndose directamente sobre el éter, con un millón de truenos y de llamas en torno suyo y tras él. Durante un breve instante, aún le pareció ver la estrella que estaba mirando, lejos en el terrible vacío de oscuridad espantosa; y entonces se olvidó y ya no pudo encontrarla.
Hubo el mareo de un incalculable descenso y un torrente de vértigo, de velocidad siempre creciente, que no podía soportarse; y, transcurridos momentos o evos (no podía decir qué), los truenos y las llamas se apagaron en una oscuridad definitiva, en un completo silencio; y él ya no supo que estaba cayéndose y ya no retuvo ningún tipo de inteligencia.


II
Cuando Melchior recuperó el sentido, su primer impulso fue sujetar el brazo del sillón en el cual había estado sentado debajo del telescopio. Era el movimiento involuntario de alguien que se cae en un sueño. Al momento se dio cuenta de lo absurdo de semejante impulso; porque no estaba sentado sobre una silla en absoluto; y sus contornos no tenían el menor parecido con el balcón nocturno, en el cual había sido capturado por aquel extraño vértigo, desde el que le había parecido caer y perderse.
Estaba de pie sobre una carretera pavimentada con bloques ciclópeos de piedra gris. Una carretera que se extendía interminablemente ante él, adentrándose en las perspectivas indefinidas de un mundo inconcebible. A lo largo de la carretera había árboles bajos de aspecto fúnebre, con follaje de un color triste y frutas de un violeta mortecino; y, más allá de los árboles, había una fila de obeliscos monumentales, de terrazas y de cúpulas, de colosales edificios multiformes, que se levantaban en la distancia en perspectivas, infinitas e incontables, hacia un horizonte indefinido.
Sobre todo ello, desde un apogeo ébano púrpura, caían los rayos, ricos y apagados, de la iluminación de un sol rojo como la sangre.
Las formas y las proporciones de la laberíntica masa de edificios eran distintas de cualesquiera que hubiesen sido diseñadas en arquitecturas terrestres; y, durante un instante, Melchior se sintió anonadado ante su número y tamaño, ante su monstruosidad y rareza.
Entonces, mientras miraba una vez más, ya no eran monstruosos ni raros; y los reconoció como lo que eran, y al mundo que recorría esta carretera sobre la que se encontraban sus pies y el punto de destino al que debía dirigirse y el papel que estaba destinado a representar.
Todo ello regresó a él tan inevitablemente como los verdaderos hechos y motivos de la vida regresan a alguien que se ha entregado, olvidándose de todo, a representar un papel dramático que es ajeno a su verdadera identidad.
Los incidentes de su vida como Francis Melchior, aunque aún los recordaba, se habían vuelto oscuros y sin sentido y grotescos, en su nuevo despertar a un estado más pleno de entidad, con todas sus consecuencias de recuerdos recobrados, de emociones y sensaciones resucitadas. No había rareza, tan sólo la familiaridad de un regreso a casa, en el hecho que había pasado a otra modalidad del ser, con su propio entorno, sus propios pasado, presente y futuro, todos los cuales habrían resultado inconcebiblemente extraños al astrónomo amateurque unos momentos antes había mirado una diminuta estrella alejada en el espacio sideral.
¾Por supuesto que soy Antarión ¾musitó ¾. ¿Quién, si no, podría ser yo?
El idioma de su pensamiento no era el inglés, ni ningún otro idioma de la Tierra; pero no se quedó sorprendido por su conocimiento de este idioma; ni tampoco se quedó sorprendido cuando vio que estaba ataviado con un ropaje de color rojo como una luciérnaga, de una moda desconocida en todo pueblo y época humanos. Este vestido, junto a ciertas diferencias de su personalidad física que le habrían parecido bastante raras un poco antes, eran exactamente como él esperaba que fuesen. Les dedicó tan sólo una mirada casual, mientras repasaba en su mente las circunstancias de la vida que ahora había reiniciado.
Él, Antarión, un famoso poeta del país de Charmalos, en el antiguo mundo que era conocido para sus gentes vivientes como Phandiom, había partido en un breve viaje al reino vecino. Durante el curso de este viaje, había tenido un sueño deprimente..., el sueño de una vida aburrida, inútil, como un tal Francis Melchior, en una especie de planeta de lo más raro y desagradable, que estaba en alguna parte por el otro extremo del Universo. Era incapaz de recordar con exactitud cuándo y cómo había tenido este sueño; y tampoco sabía cuánto había durado; pero, en cualquier caso, estaba contento de haberse liberado de él y de acercarse ahora a su ciudad nativa de Saddoth, donde habitaba, en su oscuro y espléndido palacio de eones anteriores, la hermosa Thameera, a quien él amaba. Ahora, una vez más, después de la oscura niebla de aquel sueño, su mente estaba llena de la sabiduría de Saddoth; y su corazón estaba iluminado por un millar de memorias de Thameera; y estaba oscurecido a ratos por una vieja ansiedad relativa a ella.
No sin razón, había estado Melchior fascinado por las cosas que son antiguas o que se encuentran lejos. Porque el mundo, en el que caminaba como Antarión, era inconcebiblemente antiguo y las épocas de su historia eran demasiadas como para recordarlas; y los elevados obeliscos y grandes edificios a lo largo de la carretera eran las elevadas tumbas, los orgullosos monumentos de antigüedad inmemorial, que habían llegado a sobrepasar en infinito número a los vivientes.
Con más pompa que los reyes terrenales, estaban los muertos alojados en Phandiom; y sus ciudades se alzaban insuperables en su extensión, con calles interminables y prodigiosas veletas, por encima de las moradas menores en las que habitaban los vivos. Y, a través de Phandiom, los años pasados eran una presencia tangible, un aire que lo envolvía todo; y la gente estaba sumergida en la oscuridad crepuscular de la antigüedad; y eran sabios con todo tipo de sabiduría acumulada; y eran sutiles en la práctica de extraños refinamientos, de eruditas perversiones, de todo lo que puede envolver, con hábil opulencia, variedad y gracia, el desnudo y tosco cadáver de la vida, u ocultar, de la visión de los mortales, el cráneo burlón de la mente. Y aquí en Saddoth, mas allá de las cúpulas, de las terrazas y de las columnas de la enorme necrópolis, como una flor nigromántica en la cual los lirios vuelven a vivir, florecía la extraordinaria y triste belleza de Thameera.


III
Melchior, en su consciencia como el poeta Antarión, era incapaz de recordar un tiempo en que no hubiese amado a Thameera. Ella había sido una pasión ardiente, un exquisito ideal, una delicia misteriosa y una pena enigmática. Él la había adorado implícitamente a lo largo de todos los cambios lunares de sus estados de ánimo, en su petulancia infantil, su ternura maternal o apasionada, su silencio sibilino, sus caprichos traviesos o macabros; y sobre todo, quizá, en las oscuras penas y los terrores que la dominaban de cuando en cuando.
Él y ella eran los últimos representantes de nobles antiguas familias, cuyos linajes no medidos se perdían en la multitud de ciclos de Phandiom. Como todos los demás de su raza, estaban imbuidos de la herencia de una cultura compleja y decadente; y las sombras de la necrópolis, que nunca se levantaban, habían caído sobre ellos desde su nacimiento. En la vida de Phandiom, en su atmósfera de un tiempo antiguo, de un arte desarrollado durante eones, de un epicureísmo consumado y ya un poco moribundo, Antarión había encontrado amplias satisfacciones para todos los instintos de su ser. Había vivido como un sibarita del intelecto; y, en virtud de un vigor medio primitivo, no había caído aún en la tristeza y desolación espirituales, el temido e implacable aburrimiento del envejecimiento de la raza, que marcaba a tantos de entre sus semejantes.
Thameera era incluso más sensible y más visionaria por su naturaleza; y a ella le pertenecía el refinamiento definitivo que está cercano a la decadencia otoñal. Las influencias del pasado, que eran una fuente de placer poético para Antarión, producían en sus delicados nervios dolor y languidez, horror y opresión. El palacio en el que ella vivía y las propias calles de Saddoth estaban llenos de efluvios que manaban de los pozos sepulcrales de la muerte; y el agotamiento de los muertos innumerables estaba por todas partes; y una presencia, malvada u opiácea, se arrastraba desde las criptas de los mausoleos, para aplastarla o ahogarla con sus alas sin forma. Solamente entre los brazos de Antarión conseguía escapar de esto; y sólo con sus besos conseguía olvidarlo.
Ahora, después de su viaje (cuya razón no lograba recordar) y después de aquel curioso sueño en que se había imaginado ser Francis Melchior, Antarión fue de nuevo admitido a la presencia de Thameera por esclavos que se mostraban invariablemente discretos al carecer de lengua.
Bajo la luz oblicua de las ventanas de berilio y topacio, en la oscuridad, malva y carmesí, de los pesados tapices; sobre un suelo de maravillosos mosaicos realizados en ciclos anteriores, avanzó lánguidamente para recibirle. Era más hermosa que en sus recuerdos y más pálida que las flores de las catacumbas. Ella era exquisitamente frágil, voluptuosamente orgullosa, con cabellos de un oro lunar y ojos de un marrón nocturno que estaban salpicados de estrellas móviles y rodeados por las perlas oscuras de las noches sin dormir. La belleza, el amor y la tristeza, los exhalaba como un múltiple perfume.
¾Me alegro que hayas venido, Antarión, porque te he echado de menos ¾su voz era tan delicada como el aire que nace entre los árboles en flor y tan melancólica como la música que se recuerda.
Antarión se había arrodillado, pero ella le tomó de la mano y le condujo hasta un sofá debajo de unas cortinas decoradas con intrincadas figuras. Allí, los amantes se miraron mutuamente en medio de un silencio afectuoso.
¾¿Te va todo bien, Thameera? ¾la pregunta estaba motivada por la ansiosa intuición del amor.
¾No, todo no va bien. ¿Por qué te marchaste? Las alas de la muerte y de la oscuridad están por las calles, revolotean más cerca que nunca; y sombras más oscuras que las del pasado han caído sobre Saddoth. Ha habido una extraña perturbación en el aspecto de los cielos; y nuestros astrónomos, después de muchos cálculos y estudios, han anunciado la inminente condena del sol. No nos queda sino un único mes de luz y de calor y el sol se desvanecerá de los cielos de la noche como una lámpara que se apaga, caerá una noche eterna y el frío del espacio exterior se arrastrará sobre Phandiom. Nuestro pueblo ha enloquecido ante el horror previsto; y algunos de ellos se han hundido en una desesperación apática y otros más se han entregado a fiestas frenéticas y a orgías... ¿Dónde estuviste, Antarión? ¿En qué sueño te perdiste para poder abandonarme tanto tiempo?
Antarión intentó tranquilizarla.
¾El amor es aún nuestro ¾dijo él ¾. Y, aunque los astrónomos hayan leído los cielos correctamente, tenemos un mes ante nosotros… y un mes es mucho.
¾Sí, pero existen otros peligros, Antarión. El rey Haspa ha mirado sobre mí con los ojos del deseo senil y me corteja asiduamente con regalos, promesas y amenazas. Es el antojo, repentino e inexorable, de la edad y del aburrimiento, el capricho de la desesperación. Él es cruel, inflexible y todopoderoso.
¾Te llevaré lejos ¾dijo Antarión ¾; escaparemos juntos y habitaremos entre los sepulcros y las ruinas, donde nadie pueda encontrarnos. Y el amor y el éxtasis florecerán como flores escarlatas bajo su sombra; y recibiremos la noche infinita el uno en los brazos del otro; y así conoceremos el máximo de los placeres mortales.


IV
Bajo la negra medianoche que colgaba sobre ellos como unas inmóviles alas colosales, las calles de Saddoth estaban ardiendo con un millón de luces amarillas, cinabrio, cobalto y púrpura. A lo largo de las anchas avenidas, los callejones profundos como valles y entrando y saliendo de los pasmosos palacios antiguos, templos y mansiones, se vertían las grotescas festividades, la tumultuosa diversión de una mascarada que duraba toda la noche. Todo el mundo estaba fuera, desde el rey Haspa y sus delgados y sibaríticos cortesanos, hasta los mendigos y los parias más bajos. Un revoltijo de disfraces extravagantes e inauditos, una mezcla de fantasías más variadas que las de un sueño del opio, iban y venían por todas partes. Como Thameera había dicho, la gente se había vuelto loca con la amenaza de la condena prevista por los astrónomos; y buscaban olvidar, en un rápido y siempre creciente delirio de todos los sentidos, su temor ante la noche que se aproximaba.
Más tarde, durante la noche, Antarión salió por la puerta trasera de la alta y oscura mansión de sus ancestros, y se abrió camino por entre el histérico revuelo de la gente en dirección al palacio de Thameera. Estaba ataviado con ropas de un estilo anticuado, tal como no había sido vestido desde hacía un puñado de siglos en Phandiom; y toda su cabeza y su rostro estaban envueltos en una máscara pintada y diseñada para representar la peculiar fisonomía de una raza ya extinta. Nadie podría haberle reconocido; y él, por su parte, a muchos de los festejantes con los que se encontró tampoco podría haberlos reconocido, sin importar lo mucho que los conociese, porque la mayoría de ellos estaban disfrazados con un ropaje no menos estrambótico y llevaban máscaras que eran caprichosas o absurdas, o asquerosas o ridículas más allá de lo que podría imaginarse. Había diablos y emperatrices y dioses, reyes y nigromantes de las lejanas e insondables épocas de Phandiom, monstruos de tipo medieval o prehistórico, cosas que nunca habían nacido o sólo habían sido contempladas en la mente de locos artistas decadentes, buscando superar las anormalidades de la naturaleza. Incluso de la tumba habían extraído su inspiración y, momias amortajadas, cadáveres mordidos por los gusanos, se paseaban ahora entre los vivos. Todas estas máscaras eran la pantalla para licencias orgiásticas sin precedente o paralelo.
Todos los preparativos necesarios para la fuga de Saddoth habían sido hechos y Antarión había dejado instrucciones, minuciosas y cuidadosas, con sus criados respecto a ciertas cuestiones esenciales. Conocía de antiguo el temperamento implacable y tiránico de Haspa, sabía que el rey no toleraría oposición alguna a la indulgencia de cualquiera de sus caprichos o pasiones, sin importar lo momentánea que fuese. No había tiempo que perder a la hora de abandonar la ciudad junto a Thameera.
Llegó por caminos retorcidos y tortuosos hasta el jardín detrás del palacio de Thameera. Allí, entre los altos lirios espectrales de colores profundos o cenicientos, los inclinados árboles fúnebres con sus frutas de sabor sutil y opiáceo, ella le esperaba, ataviada con un vestido cuya antigüedad igualaba la del suyo y que era no menos impenetrable para reconocerla. Después de un breve murmullo de saludo, salieron juntos del jardín y se unieron a la olvidadiza multitud. Antarión había temido que Thameera estuviese vigilada por los secuaces de Haspa; pero no había señales de semejante vigilancia, nadie a la vista que pareciese estar acechando o entreteniéndose; tan sólo el rápido movimiento de la siempre cambiante multitud, preocupada por su búsqueda del placer.
Entre esta multitud, consideró que se encontraban a salvo.
Sin embargo, a causa de unas precauciones escrupulosas, se permitieron ser arrastrados durante un rato en la corriente de la diversión de la ciudad, antes de buscar la larga avenida arterial que conducía a las puertas. Se unieron al canto de canciones festivas, devolvieron los chistes de bacanal que les arrojaban los transeúntes, bebieron los vinos que les ofrecieron los portadores de jarras públicas, se paraban cuando la multitud se paraba, se movían cuando la multitud se movía.
Por todas partes había llamas que ardían salvajemente y la grosería de voces elevadas y el gemido estridente o el pulsar febril de instrumentos musicales. Había festejos en las grandes plazas y las puertas de casas de antigüedad inmemorial vertían un torrente de iluminación a todos aquellos que elegían entrar. Y, en los enormes templos de evos anteriores, se celebraron ritos delirantes ante dioses que miraban, con inmutables ojos de metal o piedra, los desesperados cielos; y los sacerdotes y los fieles se drogaban con terribles opiáceos y buscaban el éxtasis embriagador del abandono a una histeria tanto carnal como devota.
Al cabo, Antarión y Thameera, por etapas que no se notaban, dando muchas vueltas y giros, comenzaron a acercarse a las puertas de Saddoth. Por primera vez en su historia, las puertas se hallaban sin vigilancia; porque, en medio de la desmoralización general, los centinelas se habían marchado sin miedo a la detención o a los reproches, para unirse a la universal orgía. Aquí, en el barrio exterior, había poca gente, y tan sólo los restos desperdigados de fiestas; y el amplio espacio abierto entre las últimas casas y las murallas de la ciudad estaba por completo desierto. Nadie vio a los amantes cuando se alejaron como sombras evanescentes por el bostezo triste de las puertas, y siguieron la carretera gris adentrándose en la oscuridad exterior, atestada con las indefinidas siluetas de los mausoleos y los monumentos.
Aquí, las estrellas habían sido cegadas por las luces brillantes de Saddoth, claramente visibles en el cielo quemado. Y, en el momento en que los dos amantes salían, las dos pequeñas lunas cenicientas de Phandiom se levantaron desde atrás de la necrópolis, y proyectaron la desesperada languidez de sus débiles rayos sobre las múltiples cúpulas y minaretes de los muertos. Y, bajo las lunas gemelas, que extraían su luz incierta de un sol agonizante, Antarión y Thameera se quitaron las máscaras y se miraron mutuamente en el silencio de un amor inefable y compartieron el primer beso de su mes de definitiva delicia.


V
Durante dos días y dos noches, los amantes habían escapado de Saddoth. Se habían ocultado durante el día entre los mausoleos, habían viajado en la oscuridad y bajo el brillo dudoso de las lunas, sobre carreteras que eran poco utilizadas, dado que se dirigían tan sólo a ciudades abandonadas desde hacía épocas en las regiones exteriores de Charmalos, en una tierra cuyo mismo suelo hacía largo tiempo había quedado exhausto y había sido abandonado al escondido avance del desierto. Y ahora habían llegado al final de su viaje, porque, tras ascender una colina baja y sin árboles, vieron, debajo de ellos, los arruinados y olvidados techos de Urbyzaun, que había estado abandonada desde hacía mil años; y, más allá de los tejados, el oscuro y apagado lago rodeado por colinas desnudas desgastadas por las olas, que una vez había sido extensión de un gran mar.
Aquí, en el palacio que se desmoronaba del emperador Altanoman, cuyas altas y tumultuosas glorias eran ahora una leyenda que se olvidaba, los esclavos de Antarión les habían precedido, trayendo un suministro de comida y de las comodidades y lujos que podrían necesitar durante el intervalo que precedería al olvido. Y aquí estaban a salvo de toda persecución; porque Haspa, sumido en la fiebre y empujado por el aburrimiento de los últimos días, se había vuelto hacia la satisfacción de algún capricho menos difícil y ya se había olvidado de Thameera.
Y ahora, para estos amantes, comenzó una vida que era el epítome breve de toda la delicia y toda la desesperación posibles. Y, lo que resultaba bastante raro, Thameera perdió los miedos indefinidos que la habían atormentado, las débiles penas que la habían obsesionado y era completamente feliz bajo las caricias de Antarión. Y, teniendo en cuenta que disponían de tan poco tiempo para expresar su amor, para compartir sus pensamientos, sus sentimientos, sus fantasías, nunca se decía o se hacía lo bastante entre los dos; y ambos estaban gozosamente satisfechos.
Pero los rápidos días implacables pasaron; y, día tras día, el sol rojo que daba vueltas sobre Phandiom fue oscurecido por un tinte de las sombras venideras y un frío se cernió sobre el tranquilo aire; y los cielos calmados, en los cuales no se movía ni una nube ni una ráfaga de viento o las alas de un pájaro, eran indicativos de la condena.
Y, día a día, Antarión y Thameera miraron cómo se oscurecía el sol desde una terraza arruinada sobre el lago muerto; noche tras noche, asistieron al palidecer de las lunas fantasmales. Y su amor se convirtió en una dulzura intolerable, una cosa demasiado profunda y querida como para ser soportada por un corazón mortal o por carne mortal.
Misericordiosamente, habían perdido la cuenta estricta del tiempo y no sabían el número de días que habían pasado y pensaban que aún tenían ante ellos varias albas y ocasos de placer. Estaban tumbados juntos en un sofá del viejo palacio..., un sofá de mármol que los esclavos habían sembrado con lujosos tejidos y estaban repitiendo una y otra vez la letanía de su amor, cuando el sol fue alcanzado al mediodía por la condena que los astrónomos habían predicho; cuando un lento crepúsculo llenó el palacio, más pesado que la sombra que proyecta una nube, siendo seguido por una ola de repentina oscuridad como el ébano y el frío que se arrastra del espacio exterior. Los esclavos de Antarión gimieron en las tinieblas; y los amantes supieron que el final de todo estaba próximo; y se abrazaron el uno al otro en un placer desesperado, con rápidos e innumerables besos y murmuraron el supremo éxtasis de su ternura y de su deseo; hasta que el frío que caía desde el infinito se convirtió en una agonía creciente y en un misericordioso atontamiento y, después, en un olvido que todo lo alcanzaba.


VI
Francis Melchior se despertó en su silla, debajo del telescopio. Temblaba porque el aire se había enfriado; y, al moverse, notó que sus miembros estaban extrañamente rígidos, como si hubiese estado expuesto a un frío más riguroso que el de una noche de verano. El largo y curioso sueño que había tenido era inexpresablemente real para él; y los pensamientos, miedos, deseos y desesperaciones de Antarión todavía seguían con él.
Mecánicamente, más que a través de una renovación de sus impulsos como ser terrenal, fijó sus ojos en el telescopio y buscó la estrella que había estado estudiando cuando el vértigo premonitorio le atrapó. La configuración del cielo no había cambiado apenas, las constelaciones que la rodeaban estaban altas al sudoeste; pero, con una impresión que se convirtió en auténtica sorpresa, se dio cuenta que la propia estrella había desaparecido.
Nunca, aunque ha explorado los cielos noche tras noche durante la alternancia de muchas estaciones, ha sido capaz de encontrar el pequeño y distante orbe que le atrajo de una manera tan inexplicable e irresistible.
Tiene una doble pena; y, aunque se ha vuelto viejo y gris con la lentitud de los años estériles, con la compra y venta de las antigüedades, con el estudio de las estrellas, Francis Melchior aún duda un poco sobre cuál es el verdadero sueño: su vida en la Tierra o su mes en Phandiom, bajo un sol agonizante, cuando, como el poeta Antarión, amó la extraordinaria y triste belleza de Thameera.
Y siempre está preocupado por un sordo arrepentimiento de haberse despertado (si despertar es lo que fue) de la muerte que murió en el palacio de Altanoman, con Thameera entre sus brazos y los besos de ella entre sus labios.