31 de enero de 2010

Boles

He aquí lo que me refirió un día un amigo:
«Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo una de "esas señoras". Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía tallada a hachazos. Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus ojos oscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su corpachón de vendedora del mercado.
Yo vivía en la buhardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que, naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba maligna y cínica. Con frecuencia la veía borracha, con los ojos huraños y los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces solía decirme:
-¡Salud, señor estudiante!
Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible, que yo no acababa de decidirme a la mudanza.
Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:
-¡Salud, señor estudiante!
-¿En qué puedo servir a usted? -le pregunté.
Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.
-Mire usted, señor... Yo quisiera pedirle un favor... Espero que no me lo negará usted.
Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: "Se vale de un subterfugio para atentar contra mi castidad, no cabe duda. ¡Firmeza, Egor!"
-Mire usted, necesito escribir una carta... a mi tierra -dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.
"Bueno -pensé-; si no es más que eso, ¿por qué no?"
Me levanté, me senté ante la mesa, cogí papel y pluma y le dije:
-Siéntese usted y dícteme.
Avanzó, se sentó llena de embarazo, y me miró con aire confuso.
-Bueno; ¿cuál es la dirección?
-Señor Boleslav Kachput, en Sventiani, camino de hierro de Varsovia...
-¿Quiere usted decirme lo que he de escribir?
-Escriba usted: "Mi querido Boles... corazón mío... mi fiel enamorado... ¡que la Santísima Virgen te proteja!... Tesoro mío, ¿por qué no has escrito desde hace tiempo a tu palomita Teresa, que está muy triste?"
Me costó gran trabajo contener la risa; aquella "palomita" tenía cerca de dos metros y medio de estatura y unos puños enormes, y era tan sucia, que parecía haber pasado la vida limpiando chimeneas sin lavarse nunca. Logré permanecer serio, y le pregunté:
-¿Quién es ese Bole?
-¡Boles, señor estudiante! -rectificó, visiblemente contrariada por mi deformación del nombre- Boles es mi novio.
-¡Novio de usted!
-¿Por qué, señor estudiante, se muestra tan asombrado? ¿Acaso yo, una muchacha, no puedo tener novio?
¡Ella una muchacha!
-¿Por qué no? Todo es posible. ¿Hace mucho tiempo que son ustedes novios?
-Más de cinco años.
-¡Caramba! -me dije.
En fin, acabé de escribirle la carta. Una carta tan tierna, tan amorosa, que yo hubiera con gusto ocupado el lugar de Boles si su corresponsal no hubiese sido Teresa, sino otra mujer de menores dimensiones.
-¡Se lo agradezco a usted de todo corazón, señor estudiante! Me ha prestado usted un gran servicio -me dijo Teresa saludándome-. ¿No podría yo, en pago, prestarle a usted otro a mi vez?
-No; se lo agradezco.
-¿No necesita el señor estudiante que le remienden la camisa o los pantalones?
Aquel mastodonte con faldas me puso colorado, permitiéndose tal suposición.
Nada suavemente, le contesté que no tenía necesidad de sus servicios.
Y se marchó.
Pasaron quince días. Una tarde estaba yo sentado junto a la ventana, pensando en el modo de abstraerme de mi propia persona. Me aburría terriblemente. Hacía mal tiempo; yo no tenía ganas de ir a ninguna parte, y me entregaba al autoanálisis. Esto no era muy divertido; pero yo estaba tan sin ánimos...
De pronto, la puerta se abrió; por fin llegaba alguien.
-¿El señor estudiante no tiene ninguna ocupación urgente?
Era Teresa... ¡Diablo!
-No. ¿Por qué?
-Yo le agradecería al señor estudiante que me escribiera otra carta.
-Estoy a su disposición de usted. ¿La carta es para Boles?
-No; hoy es de él.
-¿Cómo?
-¡Qué estúpida soy! Me he explicado muy mal. Hoy no se trata de escribirme una carta a mí, sino a una amiga... Es decir, no a una amiga, sino... a un joven... No sabe escribir y tiene una novia... Se llama como yo: Teresa... ¿Ha comprendido usted?... Tendrá la amabilidad de escribirle una carta a la otra Teresa...
La miré; parecía llena de confusión; sus dedos temblaban... A pesar de lo embrollado de sus palabras, empecé a adivinar...
-Escúcheme, señora -le dije-: los Boles y las Teresas sólo existen en su imaginación de usted. Ha inventado usted esas mentiras para hacerme caer en su trampa. Pero usted se engaña. No tengo maldita la gana de entrar en relaciones con usted. ¿Me entiende?
Pareció de pronto extrañamente temerosa y confusa, y empezó a mover de un modo grotesco los labios, queriendo decir algo, pero sin decir nada. Yo la contemplaba, y pensaba que, a lo que parecía, me había equivocado un poco al atribuirle la intención de hacerme abandonar el camino de la virtud y que debía de ser otro su objeto.
-¡Señor estudiante!... -comenzó.
Pero no pudo terminar; de un modo repentino, brusco y como desesperado volvió la espalda y se marchó.
Yo me quedé de muy mal humor. Tras una corta reflexión, me decidí a ir a su cuarto para invitarla a volver al mío. Estaba dispuesto a escribirle todo lo que quisiera.
Al entrar en su cuarto, vi que estaba sentada junto a su mesa y con la cabeza entre las manos.
-¡Oiga usted! -le dije.
Siempre, cuando llego a este punto de mi narración, me asombro de mi estupidez... ¡Fue aquello tan tonto!
-¡Oiga usted! -le dije.
Se levantó bruscamente, se dirigió hacia mí, con los ojos brillantes; apoyó sus manos en mis hombros, y empezó a murmurar, o, mejor dicho, a tronar con su bronca voz:
-¡Bueno! Supongamos que no hay, en efecto, ningún Boles... Que Teresa tampoco existe... ¿Qué le importa a usted? ¿Le cuesta tanto trabajo escribir unas cuantas líneas? Debía darle vergüenza... Tan joven, tan blanco. ¡Sí; no hay ni Boles ni Teresa, sépalo usted! No hay más que yo... ¿Estamos?
-Permítame usted -le pregunté, estupefacto por sus palabras-. ¿De qué se trata entonces? ¿No hay ningún Boles?
-¡No!
-¿Y ninguna Teresa?
-Ninguna Teresa tampoco. Teresa soy yo.
Yo no comprendía ni una palabra. La miré atónito y me pregunté cuál de los dos se había vuelto loco.
Mi vecina se acercó de nuevo a la mesa, buscó en ella algo y después se dirigió hacia mí y me dijo con tono de enojo:
-¡Si ha sido para usted tan molesto escribirle la carta a Boles, tómela, llévesela si quiere. Ya encontraré otros señores que se presten gustosos a escribirme cartas.
Y vi que me alargaba la que yo le había escrito a Boles. ¡Demontre!
-Oiga usted, Teresa. ¿Qué significa esto? ¿Para qué quiere usted pedirle a los demás que le escriban cartas cuando ni siquiera ha echado ésa al correo?
-¿Pero a quién quiere usted que se la remita?
-¡A ese... a Boles!
-¡Pero si no existe!
¡Decididamente, yo no comprendía una palabra!
No me quedaba más que irme. Y lo hubiera hecho al punto de no haberse empeñado ella en explicarse.
-¿Qué? -dijo enojada-. Ya le digo a usted que Boles no existe...
Y se pintó en su rostro una gran extrañeza de que no existiera.
-Sin embargo, debía existir. ¿No soy yo un ser humano como los demás? Claro que soy... En fin, ya sé lo que soy; pero no le hago daño a nadie si le escribo...
-Perdone usted. ¿A quién?
-¡Toma, a Boles!
-¡Pero si no existe!
-¡Jesús, María! ¿Qué importa que no exista? Yo me lo imagino. Le escribo y me figuro que existe en realidad. Teresa soy yo; él me contesta... y luego, a mi vez le contesto yo...
Entonces comprendí.
¡Me dio una vergüenza, experimenté un dolor, una pena! ¡Junto a mí, a tres pasos de mi puerta, vivía una mujer a quien nadie en el mundo le había dado muestras de afecto, y se había inventado un amigo!
-Mire usted -continuó-, usted me ha escrito una carta para Boles, yo se la doy a leer a otros, y cuando les oigo leérmela, me hago la ilusión de que Boles, en efecto, existe. Después suplico que me escriban una carta de Boles para Teresa, es decir, para mí. Y cuando me leen esta carta, no me cabe ya duda de que existe Boles, lo cual me hace la vida más llevadera.
-¡Diablo! ¡Vaya una historia! -me dije.
En fin, a partir de aquel día, comencé a escribir puntualmente dos veces por semana cartas a Boles y respuestas de éste a Teresa, que escuchaba ella llorando de emoción o más bien aullando broncamente. En pago de las lágrimas que le arrancaban las respuestas del Boles imaginario, me zurcía gratis los calcetines, las camisas y otras prendas.
A los tres meses, la metieron en la cárcel, no sé con qué motivo. Probablemente se habrá muerto ya...»
El narrador sopló la ceniza del cigarrillo, miró pensativamente al cielo, y concluyó:
«Si, así sucede... Cuando más le persigue el destino, más ávidamente busca el hombre la felicidad. Pero nosotros no nos percatamos de ello, porque nuestros corazones están blindados por virtudes vetustas y lo vemos todo al través de la niebla que pone en nuestros ojos el contento de nosotros mismos, la convicción estúpida de nuestra impecabilidad...»
Tras una breve pausa, agregó:
«En fin, todo esto es estúpido y cruel. Se habla de los hombres encenagados. ¿Qué son los hombres encenagados? Ante todo, son seres humanos, con los mismos huesos, la misma sangre y los mismos nervios que nosotros. Y se nos habla de los hombres encenagados todos los días, desde hace siglos. Nosotros escuchamos y... no ¡es demasiado imbécil! En realidad, nosotros somos también hombres encenagados, caídos muy bajo, caídos en el fondo de nuestra convicción errónea de que nuestros nervios y nuestros cerebros son superiores a los de los demás, cuando toda nuestra superioridad consiste en que somos más cucos y sabemos hacernos los buenos mejor que los demás...
Pero basta de filosofías. Todo esto es tan sabido que da vergüenza hablar de ello.»

El guardián del muerto

I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.

II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.

III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.

IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.
-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.
-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?
-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.
-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:
-¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.
-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.
-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.

V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.
-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.
-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.
-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.

28 de enero de 2010

La intrusa

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

21 de enero de 2010

El disparo memorable

Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.
En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más.
Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.
Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.
Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.
Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.
La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.
El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas lo contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.
Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados.
Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos lo rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros se hallaba un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:
-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.
No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante.
Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó éste mismo en persona.
Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.
Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:
-¿No se batirá?
Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario.
Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre.
Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarlo como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verlo sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.
Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.
-Señores -les dijo Silvio-, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted lo espero -continuó, dirigiéndose a mí-. Lo espero sin falta.
Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros, decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado.
Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champagne. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.
-Quiero hablar con usted -me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.
-Es probable que no nos veamos más -me dijo-, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.
Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-A usted le habrá extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no lo hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no quiso batirse con él? -pregunté-. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.
-Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.
Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman bonnet de police. Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.
-Usted sabe -prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cuál es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quién me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento, se entablaban a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.
"Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarlo... Pero mis frases hirientes las contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.
"Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Lo miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.
"'¿Qué voy a lograr' -pensé- 'quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?'
"Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.
"-Según parece -le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.
"-No me molesta usted en lo más mínimo -replicó-. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.
"Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo...
"Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento..."
Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.
-Ya habrá adivinado -dijo Silvio- quién es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.
Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo lo había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban.
El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron...
Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adónde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.
A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..."
A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.
La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.
Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.
Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte, cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.
-¡Notable disparo! -exclamé a la vez que miraba al conde.
-Sí -me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?
-Excelente -contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto? -dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?
Probaremos -contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.
-¡Oh! -comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella". Créame, vuestra Alteza, hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.
A los condes les satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba? -me preguntó el conde.
-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared...
-¡Asombroso! -dijo el conde-. ¿Y cuál era su nombre?
-Silvio, Alteza.
-¡Silvio! -exclamó el conde, incorporándose de un salto-. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí, Alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted el nombre...?
-No, Alteza, no me lo dijo. ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad-. ¿Fue quizás vuestra Alteza?
-Yo fui -respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay! -dijo la condesa-. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte -replicó el conde-. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me casé. El primer mes, la luna de miel, la pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.
"Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones...
"-¿No me recuerdas, conde? -preguntó con voz trémula.
"-¡Silvio! -exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.
"-Exactamente -continuó él-. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?
"Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.
"-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos a tirar suertes para ver quién dispara primero.
"La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué...
"Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.
"-Tienes mala suerte, conde -dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.
"No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro...
"Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.
"-Disparé -continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
"-Querida mía -le dije-, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.
"Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.
"-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible-. ¿Es verdad que bromean ustedes?
"-Suele bromear, condesa -le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.
"Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!
"Masha se echó a sus pies.
"-¡Levántate, Masha, es humillante! -grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
"-No dispararé -respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.
"Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.
"Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerlo y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme."
El conde calló.
Fue así cómo me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de heteristas griegos y murió en un combate cerca de Skulani.

Las sepulcrales

Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros, todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos casados, los otros dos solteros. Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos; acabada la cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos, y eran tal vez aquellas veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de viva voz un repaso de lo leído en los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón, soltero, quien sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida parisiense. No era un libertino, ni un depravado; más bien era versátil, el calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo, en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender, pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y aventuras -cuanto veía, se encontraba o descubría- en episodios de novela a un tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la capital fama de hombre inteligente.
Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen.
Fumando, con los codos sobre la mesa, una copita de fine champagne a medio llenar delante de su platillo, entumecido por aquella atmósfera de humo de tabaco aromatizado por el vaho del café caliente, se sentía en su propio elemento, como ciertos seres que en determinados lugares y circunstancias parecen estar como en casa; por ejemplo: una beata en la iglesia o un pez de colores en su globo de cristal.
Entre bocanada y bocanada de humo, comenzó a decir:
-Me ocurrió no hace mucho una curiosa aventura.
De todas las bocas salió casi a un tiempo la misma petición:
"¡Venga!"
Él prosiguió:
-Allá voy. Ya saben que yo recorro París como los coleccionistas de chucherías los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle ocurre.
"Hacia la mitad de septiembre, con unos días magníficos, salí de casa por la tarde, sin rumbo fijo. Más o menos, nunca falta ese deseo indefinido de visitar a una mujer bonita cualquiera. Se hace un repaso mental de las que conocemos, comparándolas, sopesando el interés que nos inspiran, el encanto que sobre nosotros ejercen, y se deja uno llevar por la preferida del día. Pero un sol hermoso y una atmósfera tibia borran muchas veces las ganas de hacer visitas.
"Esa tarde hacía un sol hermoso y una atmósfera tibia; encendí un cigarro y me dejé ir, sin pensarlo siquiera, hacia los bulevares exteriores. Caminando sin rumbo ni propósito, me asaltó de improviso la idea de seguir hasta el cementerio de Montmartre y penetrar en él. A mí me gustan mucho los cementerios; responden a la necesidad que siento de sosiego y de melancolía. Hay en ellos, además, buenos amigos a los que ya nadie visita; yo sí voy a verlos de cuando en cuando. En ese cementerio de Montmartre, precisamente, tengo un capítulo de amor, una querida que me hizo sufrir mucho y sentir mucho: una mujercita adorable, cuyo recuerdo me deja profundamente dolorido, pero también pesaroso..., pesaroso por muchos conceptos... Sobre su tumba suelo abandonarme a mis pensamientos... Todo ha acabado para ella.
"Mi amor a los cementerios nace también de que son ciudades enormes, habitadas por un número prodigioso de personas. Imagínense la cifra de muertos que habrá en espacio tan reducido, la cantidad de generaciones de parisienses que están alojadas allí para siempre, trogloditas perpetuos, encerrados cada cual en su pequeña bóveda cubierta con una piedra o marcada con una cruz, mientras los imbéciles de los vivos exigen tanto espacio y arman tanto estrépito.
"Hay más aún: en los cementerios hallamos monumentos casi tan interesantes como en los museos. Tengo que decir que la tumba de Cavaignac me ha traído el recuerdo de la obra maestra de Jean Goujon, la estatua yacente de Luis de Brézé, en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; de ahí ha salido, señores, ese arte que llamamos moderno y realista. La estatua yacente de Luis de Brézé tiene más de verdad, más de carne que se quedó petrificada en las convulsiones de la agonía que todos los cadáveres dislocados que hoy se someten al tormento sobre las tumbas.
"Puédese admirar también en el cementerio de Montmartre el monumento de Baudin, obra que tiene cierta majestad; el de Gautier, el de Murger. ¿Quién depositaría en éste la solitaria y modesta corona de amarillas siemprevivas que vi yo hace poco? ¿Las llevó la última superviviente de sus alegres modistillas, viejísima ya y tal vez hoy portera de algún inmueble de los alrededores? ¡El monumento tiene una linda estatuilla de Millet, carcomida de suciedad y de abandono! ¡Para que cantes a la juventud, oh, Murger!
"Entré, pues, en el cementerio de Montmartre, y me sentí de pronto impregnado de tristeza, pero no de una tristeza exagerada, sino de una de esas tristezas capaces de sugerir al hombre que goza de buena salud esta reflexión: 'No es muy alegre este lugar; pero de aquí a que yo venga ha de pasar un tiempo...'
"El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre aquel lugar en el que el hombre husmea la muerte.
"Iba adelantando a paso lento por las calles de tumbas en las que los vecinos no se tratan ni se acuestan por parejas ni leen los periódicos. Pero yo sí que me puse a leer los epitafios. Les aseguro que es la cosa más divertida del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han movido jamás a risa tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. Las planchas de mármol y las cruces en que los deudos de los muertos dan rienda suelta a su dolor, hacen votos por la felicidad del que se fue y pintan el anhelo que los acucia de ir a reunirse con él, son más eficaces que las mismas obras de Paul de Kock para descongestionar el hígado... ¡Vaya bromistas!
"Lo que mayor reverencia me inspira en este cementerio es la parte abandonada y solitaria, poblada de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los muertos antiguos que ha de convertirse pronto en un barrio flamante, cuando se derriben los árboles verdes, nutridos con savia de cadáveres humanos, para ir colocando en fila, debajo de pequeñas chapas de mármol, a los difuntos recientes.
"Cuando, a fuerza de vagabundear por allí, sentí aligerado mi espíritu, supe comprender que la insistencia traería el aburrimiento y que no me quedaba por hacer otra cosa que llevar el homenaje fiel de mi recuerdo al lecho postrero de mi amiguita. Al acercarme a su tumba, experimenté una ligera angustia. ¡Pobre mujercita querida, tan gentil, tan apasionada, tan blanca, tan lozana como era!... Mientras que ahora..., si esa losa se alzase...
"Asomado por encima de la verja de hierro, le expresé, muy quedo, mi aflicción, completamente seguro de que ella no me oía. Disponíame a partir, cuando vi que se arrodillaba junto a la tumba de al lado una mujer vestida de negro, de luto riguroso. El velo de crespón, echado hacia atrás, dejaba al descubierto una linda cabeza rubia, y sus cabellos, partidos en dos bandas laterales simétricas, brillaban con reflejos de luz de aurora, entre la noche de su tocado. Me quedé donde estaba.
"No cabía duda de que el dolor que la aquejaba era profundo. Sepultados los ojos en las palmas de las manos, rígida como estatua que medita, volando en alas de sus pesares, desgranando a la sombra de sus ojos ocultos y cerrados las cuentas del rosario torturador de sus recuerdos, se le hubiera podido tomar por una muerta que estaba pensando en un muerto. Adiviné de improviso que iba a romper a llorar; lo adiviné por un movimiento apenas perceptible de sus espaldas, algo así como un escalofrío del viento en un sauce. Al suave llanto de los primeros momentos sucedió otro más fuerte, acompañado de rápidas sacudidas del cuello y de los hombros. Dejó ver de pronto sus ojos. Estaban cuajados de lágrimas y eran encantadores; los paseó en torno suyo, y tenían expresión de loca que parece despertar de una pesadilla. Cayó en la cuenta de que yo la miraba y ocultó, como avergonzada, el rostro entre las manos. Sus sollozos se hicieron convulsivos y su cabeza se fue inclinando lentamente hacia el mármol. Apoyó en él su frente, y el velo, que se desplegó en torno de ella, vino a cubrir los ángulos blancos de la sepultura amada como una pena nueva. La oí gemir y, de pronto, se desplomó, quedando inmóvil y sin conocimiento, con la mejilla apoyada en la loseta.
"Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, y entre tanto recorría con mi vista el sencillo epitafio: 'Aquí descansa Luis-Teodoro Carrel, capitán de infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonquín. Rogad por él'.
"La muerte databa de algunos meses. Me enternecí hasta derramar lágrimas y puse doble interés en mis cuidados. Fueron eficaces y ella volvió en sí. Mi emoción se reflejaba en mi rostro -no soy mal parecido, aún no he cumplido los cuarenta. Me bastó su primera mirada para comprender que sería atenta y agradecida. Lo fue, después de otro acceso de lágrimas y de contarme su historia, que fue saliendo entrecortada de su pecho anhelante; cómo al año de casados cayó el oficial muerto en Tonquín, y cómo había sido el suyo un matrimonio de amor, porque ella era huérfana de padre y madre, y apenas disponía de la dote reglamentaria.
"Le di ánimos, la consolé, la incorporé, la levanté del suelo y luego le dije:
"-No debe permanecer aquí. Venga.
"Ella murmuró:
"-Me siento incapaz de caminar.
"-Yo la sostendré.
"-Gracias, caballero, es usted bondadoso. ¿También usted ha venido a llorar a algún muerto?
"-También, señora.
"-¿Tal vez a una mujer?
"-A una mujer; sí, señora.
"-¿Su esposa?
"-Una amiga mía.
"-Se puede querer a una amiga tanto como a su propia esposa; la pasión no reconoce ley.
"-Exacto, señora.
"Y hétenos en marcha, juntos los dos, ella apoyándose en mí, yo llevándola casi en brazos por los caminos del cementerio. Fuera ya de éste, murmuró con acento desfallecido:
"-Temo que me vaya a dar un desmayo.
"-¿Por qué no entramos en algún sitio? Podría tomar usted alguna cosa.
"-Entremos, sí, señor.
"Descubrí un restaurante, uno de esos establecimientos en los que los amigos del difunto celebran haber cumplido ya con la pesada obligación. Entramos. Hice que bebiese una taza de té bien caliente, y esto pareció reanimarla. Se esbozó en sus labios una tenue sonrisa. Me habló de sí misma.
"Era triste, muy triste, encontrarse sola en la vida; sola siempre en casa, noche y día; sin tener ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad.
"Tenía visos de sincero todo aquello. Dicho por tal boca, resultaba un encanto. Me enternecí. Era muy joven, quizá de veinte años.
"Le dirigí algunos cumplidos, que ella aceptó con agrado. Me pareció que aquello se alargaba demasiado y me brindé a llevarla a su casa en carruaje. Aceptó, y dentro ya del coche nos quedamos tan juntos, hombro con hombro, que el calor de nuestros cuerpos se mezclaba a través de la ropa, que es una cosa que a mí me trastorna por completo.
"Al detenerse el carruaje frente a su casa, me dijo ella en un susurro:
"-Vivo en el cuarto piso, y me siento sin fuerzas para llegar por mi pie hasta arriba. Puesto que ha sido tan bondadoso, ¿quiere darme una vez más su brazo para subir a mis habitaciones?
"Me apresuré a aceptar. Subió despacio, jadeando mucho. Cuando estuvimos frente a su puerta, agregó:
"-Entre usted y pase conmigo unos momentos para que pueda darle las gracias.
"Entré, ¡vaya si entré!
"El interior era modesto, casi tirando a pobre, pero sencillo y muy en orden.
"Nos sentamos, el uno junto al otro, en un pequeño canapé, y otra vez me habló ella de su soledad. Llamó a su criada, con intención de ofrecerme alguna bebida, pero la criada no acudió, con grandísimo contento mío. Supuse que la tendría nada más que para las mañanas; lo que se llama una asistencia.
"Se había quitado el sombrero. Era un verdadero encanto de mujer, y sus ojos claros se clavaban en mí; se clavaban de tal manera y eran tan claros, que sentí una tentación terrible, y me dejé llevar de la tentación. La cogí entre mis brazos, y sobre sus párpados, que se cerraron de pronto, puse besos... y besos... y cada vez más besos.
"Ella forcejeaba, rechazándome, a la vez que repetía:
"-Acabe..., acabe..., acabe ya.
"¿En qué sentido lo decía? Dos por lo menos puede tener, en situaciones semejantes, el verbo acabar. Yo le di el que era de mi gusto, y salté de los ojos a la boca para hacerla callar. No llevó su resistencia al extremo; y cuando, después de tamaño insulto a la memoria del capitán muerto en Tonquín, volvimos a mirarnos, vi en ella una expresión de languidez, enternecimiento y resignación, que disipó mis inquietudes.
"Entonces me mostré galante, solícito, agradecido. Después de otra charla íntima de casi una hora, le pregunté:
"-¿Dónde acostumbra cenar?
"-En un pequeño restaurante aquí cerca.
"-¿Completamente sola?
"-Desde luego.
"-¿Quiere cenar conmigo?
"-¿Dónde va a ser?
"-En un buen restaurante del bulevar.
"Se mostró un poco reacia. Insistí, y ella se rindió, diciendo para justificarse a sí misma:
"-Me aburro tanto..., tanto.
"Y agregó a continuación:
"-Es preciso que me ponga un vestido menos lúgubre.
"Se metió en su dormitorio y cuando reapareció vestía de alivio luto; estaba encantadora, delicada y esbelta con su sencillísimo vestido gris. Tenía, por lo visto, trajes distintos para el cementerio y para la ciudad.
"La cena fue cordial. Bebió champaña, se enardeció, cobró valor y yo me recogí a su casa con ella.
"Esta conexión, trabada sobre las tumbas, duró cerca de tres semanas. Pero todo cansa, y aún más las mujeres. La dejé, alegando como pretexto cierto viaje ineludible. Me despedí con mucha esplendidez, lo que me valió su efusivo agradecimiento. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a visitarla a mi regreso. Parecía que, en efecto, me hubiese tomado algo de cariño.
"Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió casi un mes sin que el pensamiento de entrevistarme otra vez con aquella delicada amante funeraria se me presentase con fuerza tal que me obligase a ceder a él. A decir verdad, nunca la olvidé por completo. Me asaltaba a menudo su recuerdo como un misterio, como un problema de psicología, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos aguijonea.
"Sin saber por qué sí ni por qué no, vino a figurárseme cierto día que otra vez iba tropezar con ella en el cementerio de Montmartre, y allí me fui.
"Largo rato anduve paseando sin encontrar más que a las visitas corrientes de aquel lugar, es decir, personas que no han roto del todo sus lazos con los muertos. Ninguna mujer derramaba lágrimas sobre la tumba del capitán muerto en Tonquín, ni había flores ni coronas sobre el mármol.
"Pero al desviarme por otro barrio de aquella gran ciudad de difuntos, descubrí de pronto, al final de una estrecha avenida de cruces, a una pareja, hombre y mujer, que venían en dirección a donde yo estaba. ¡Qué asombro! ¡Era ella! ¡La reconocí cuando se acercaron!
"Me vio, se ruborizó y, al rozar yo con ella de pasada, me dirigió un guiño imperceptible que quería decir: 'Haga como que no me conoce', pero que también debía de entenderse como: 'No dejes de verme, amor mío.'
"Su acompañante era un caballero distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, como de cincuenta años. La iba sosteniendo como yo mismo la sostuve cuando salimos del cementerio.
"Me alejé de allí, estupefacto, dudando aún de lo que había visto, preguntándome en qué clasificación biológica habría que colocar a la cazadora sepulcral. ¿Era una chica cualquiera, una prostituta inspirada que hacía sobre las tumbas su cosecha de hombres tristes, apegados a la memoria de una mujer, esposa o amante, y sacudidos todavía por el recuerdo de las caricias que se fueron para siempre? ¿Era ella la única? ¿Existen otras más? ¿Se trata de una verdadera profesión? ¿Corren unas el cementerio como otras corren la acera? ¡Cazadoras sepulcrales! ¿O es que tuvo ella acaso la idea admirable, de una filosofía profunda, de explotar la necesidad de un amor que quienes lo perdieron sienten reavivarse en aquellos lugares fúnebres?
"¡Me hubiera gustado saber el nombre del difunto de quien había enviudado por aquel día!"

Quien me ama, muere

1
Todos los que me hablaron de Gherardo Solingo antes que yo lo conociera me dijeron las mismas cosas. Me lo imaginé, a través de las palabras de mis insulsos informadores, como una bestia inquieta, escapada de su dueño, rabiosa contra sí misma y contra todos, enemiga de la faz de los hombres. Me reí un poco, y un poco lo desprecié. ¿Quién era ese misántropo melindroso que quería rehacer, bajo los ojos de los campesinos, la altiva vida de Timón?
Yo estaba precisamente en lo más alto del cerro pedregoso, y desde allí veía su casa, al fondo del valle duro y boscoso, al final del prado que bajaba hacia el río; en el prado que era suyo. Lo veía, por la tarde, salir de su casa, sin levantar los ojos, y verter una caldera de papas hervidas a un cerdo que hozaba siempre allí cerca. Más tarde volvía con otro caldero de bazofia y, mientras el puerco gruñía de alegría, su solitario dueño contemplaba el cielo o daba unos pasos por la hierba; luego, algunas veces, se paraba de repente, estaba quieto durante algunos minutos, levantaba los ojos al cielo y en seguida, casi como por miedo, volvía a bajarlos y regresaba a casa: al cabo de un rato se veía el resplandor de la luz en las ventanas y con frecuencia esta luz duraba toda la noche.
El lugar donde vivía aquel hombre solo era feo, ahogado entre los montes, apartado, poco fértil. Y, sin embargo, estaba allí desde hacía tres o cuatro años y, siempre con rabia y desprecio, recibía poquísimas cartas (casi siempre certificadas), y no iba nunca ni a las ferias ni a la iglesia. Parecía que hiciera las cosas a propósito para que lo tomaran por el héroe de una novela tenebrosa. Y, sin embargo, en veinte millas a la redonda sólo había campesinos y éstos no hubieran podido contentar -si hubiese sido un payaso posador- su vanidad de hombre voluntariamente extraño. Por eso me persuadí, poco a poco, de que su retiro no debía de ser charlatanesco, sino efecto de una seria resolución y de algún caso extraordinario no simulado.
A fuerza de pensar en él y en las razones de su vida escondida, fui tomándole afecto. Decir afecto acaso es demasiado, pero sí había nacido una media simpatía. ¿Por qué? Quien me conoce me entenderá en seguida.
El hecho es que no solamente lo espiaba por la tarde, sino también por la mañana. En cuanto el sol se elevaba un palmo sobre la montaña de Oriente, iba a la roca más elevada de mi cerro, me sentaba sobre la piedra desnuda, miraba hacia abajo, hacia el prado y la casa todavía en la oscuridad. El solitario salía, un poco más tarde, y llevaba de comer a su cerdo, única bestia que tenía consigo. Luego se tendía en el prado y leía. Cuando el sol tocaba allá abajo, se levantaba y volvía a la casa. Pasaba algunos momentos, y una nube de humo azul salía de la chimenea, y luego nada más durante todo el día.
Si, como otras veces, hubiera estado atraído y agarrado por algún trabajo verdaderamente mío, no me hubiese preocupado por aquel vulgar ermitaño. Pero en aquel verano ocioso, en aquel cerro estéril, lejos de los hombres y de las mujeres que amaba, la curiosidad me persiguió y me venció. Comencé a bajar del cerro, a atravesar el río, a pasar junto a la casa, a sentarme cerca del río bajo su vista. Llevaba un libro o un fusil para tener aspecto de hacer algo, canturreaba para que me oyera; buscaba que los campesinos me hablaran del rabioso dueño del cerdo. Me parecía que había vuelto a mis quince años, a los tiempos de mis primeros amores de lejos. Y no se trataba de una muchacha, sino de un hombre de cuarenta años, bajo y moreno, con la barba larga y los ojos oscuros.
Lo había visto bien y de cerca. Las primeras veces fingió no verme y se encerró en su casa cuando yo atravesaba el prado. Un día, al verme venir, se puso a refunfuñar y a dar bufidos y me cerró la puerta en las narices, con gran estrépito. Otra vez, como yo vagara el prado intentando saber lo que hacía en casa, salió con la cara toda roja y cuando estuvo cerca de mí gritó:
-¿Qué quiere? ¡Esto es mío!
Sus labios temblaban entre su barba crespa. Me fui sin contestarle, un poco turbado.
Aquel mismo día le escribí una carta afectuosa y se la mandé por una cabrera. Le decía que sentía haber turbado su soledad, pero que su vida, un poco parecida a la mía, me hacía pensar siempre en él; que yo intentaba imaginarme la desgracia que lo había llevado allí y que sentía nacer en mí una profunda simpatía hacia él, una espontánea simpatía para quien había, como yo, dejado la ciudad y vivía en compañía de las plantas y de las bestias.
Era una carta ingenua e intempestiva, como tantas otras de las que me he arrepentido, pero sincera. Después de habérsela enviado me avergoncé un poco de ella, pero pienso que si no la hubiera escrito y mandado, a esta hora, acaso, sería tierra de cementerio.
La misma noche, en efecto, un hombre vino a mi casa a traerme una carta del parte del solitario. Rasgué el sobre con furia y leí:
«Distinguido señor: Sin saberlo está usted en peligro de muerte. Si quiere salvarse, venga a verme mañana, después de mediodía.
Gherardo Solingo.»
2
Digo la verdad: en mi vida me he encontrado en casos inverosímiles y he buscado siempre acercarme a los hombres que fueran, de un modo o de otro, diferentes de todos; sin embargo, aquellas pocas palabras del solitario me mantuvieron despierto durante toda la noche. ¿Qué peligro corría? ¿Por qué tenía que morir? ¿Era una amenaza? Pero no de él, porque él mismo se ofrecía a salvarme. ¿Y de qué parte venía el peligro? ¿Y cómo podía saberlo él, que no hablaba con nadie? ¿Y por qué me advertía él, que demostraba no amar a nadie?
Durante toda la noche imaginé cien preguntas distintas y mil respuestas posibles, y no adiviné nada. Pensé en una celada, en una burla, en la locura, en todo; y no pensé en la verdad.
Me levanté antes que se hiciera de día. Salí fuera para esperar el sol, intenté olvidarme de todo para vencer mi impaciencia. Pero todo fue inútil. Estaba como con fiebre. No podía quedarme quieto, miraba la hora a cada momento, y acompañé con ansiosas miradas la lenta subida del sol a lo más alto del cielo. Finalmente sonaron, en las dos iglesias más cercanas, las campanas de mediodía, y comencé a bajar el cerro. En pocos saltos estuve en el prado. Llamé a la puerta. El solitario vino en seguida a abrir y me hizo entrar en la cocina.
Sobre una mesa muy larga había un cesto lleno de manzanas rojas, oscuras, y una botella de vino blanco. Sobre dos sillas, dos pilas de libros. En el hogar, un enebro seco, de color ruginoso, que se quemaba y chisporroteaba. Pero no tuve tiempo de ver nada más. Miré a la cara del solitario, que me miraba a la cara. No se me antojó tan feo ni malo como la otra vez. Sus ojos eran casi dulces, pero sus labios, me pareció, temblaban.
-Siéntese, siéntese -me dijo con voz tranquila-. ¿Puedo ofrecerle algo?
Tenía la garganta seca por la espera y la fiebre, pero apenas probé el vino blanco que me sirvió. Él se dio cuenta de mi impaciencia y me pareció que casi se recreaba con ella. En cambio, dejó de repente de hacer el amable, se desplomó en una silla, delante de mí, y comenzó a hablar con tono resuelto:
-Será mejor que terminemos en seguida. No quisiera que creyese que soy un hombre cruel o un bandolero retirado de los negocios, o bien un loco bromista que se divierte escribiendo cartas amenazadoras o enigmáticas. El peligro es cierto y proviene de mí: de mí, digo, no de mi voluntad. Siento tener que explicarle algo de mi vida. No lo hago para parecerle interesante o para recitar delante de usted una leyenda trágica. Le diré algo porque no puedo remediarlo: para salvarlo; es la palabra justa. Por otra parte, no es usted el primero.
"He aquí cómo están las cosas. Cuando mi madre me parió estaba perfectamente de salud. Nací muy deseado, porque desde hacía ocho años mi madre no tenía hijos. El parto fue feliz, pero pocos días después de mi nacimiento, mientras me daba de mamar amorosamente, mi madre murió. Los médicos se sorprendieron mucho de aquella muerte. Mi padre hizo venir a una nodriza y se preocupó de que me cuidaran con toda atención. Cuando tuve seis años se dio cuenta de mi inteligencia, comenzó a instruirme y me quiso bastante más que antes. Al cabo de pocos meses, mi padre, mientras me llevaba en brazos por el campo, cayó desvanecido al atravesar una acequia, y en pocas horas murió. Los médicos se maravillaron mucho de esta muerte. Sólo me quedaba una hermana mayor, casada desde hacía tiempo, y que vivía lejos. Me mandaron a su casa. Ella sintió compasión por este pobre hermano solo, abandonado de todos, y comenzó a quererme mucho. Una noche, mientras estaba leyéndome un libro de viajes, mi hermana inclinó la cabeza y, después de haber murmurado algunas palabras, murió. También esta vez los médicos se maravillaron de una muerte tan imprevista. Me recogieron unos parientes lejanos, que me criaron con los frutos de mi herencia. Estos no me podían sufrir y gozaron siempre buena salud.
"A los dieciocho años me enamoré. No le haré historia de este amor. La muchacha que amaba, después de mucha resistencia, comenzó a amarme. Al cabo de tres semanas, mientras la abrazaba y nos besábamos, vi que palidecía e inclinaba la cabeza. El mismo día, sin haber recobrado el conocimiento, murió. Los médicos se maravillaron mucho de esta muerte. Desesperado y lleno de una atroz sospecha, me fui de mi país, viajé durante algunos años, luego me detuve en Francia, en una pequeña ciudad fronteriza. Procuraba no conocer a nadie, como hago ahora, pero no pude menos que cobrar afecto a un joven estudiante que tuvo compasión de mi tristeza y quiso hacerme compañía por fuerza. Un día me dijo: «Me sucede una cosa extraña. Siento que cuanto más te amo, más débil y frágil me siento. ¿Por qué?» Aquel joven tenía veintidós años y las mejillas llenas y rojas. Era bueno, amoroso; lloraba con facilidad. Sentía mucho la amistad. Después de algunos meses tenía la cara lívida, descarnada, andaba con paso inseguro: al final se metió en cama. Aunque martirizado por una duda que intentaba rechazar, no lo abandoné. Lo velé con amor, y él solamente se dolía de tener que dejarme. Una noche murió, estrechándome con fuerza las manos, y también esa vez los médicos se maravillaron mucho de tal muerte.
"Pero yo ya no me maravillé. Había descubierto la maldición de mi vida, mi involuntaria nocividad, el fúnebre contagio de mi amor. Usted mismo, ahora, lo ha comprendido: quien me ama está destinado a morir.
"¿Qué tenía que hacer? Hice cuanto pude para que me odiaran. Yo, que soy de naturaleza afectuosa y estoy sediento de amor, he tenido que hacerme selvático, rabioso, pendenciero, villano; he tenido que rechazar a todos, con gestos y palabras malos. ¡Yo, que hubiera abrazado con tanto gusto a una mujer y a un amigo, he tenido que ingeniarme para ser odioso y temible a hombres, a mujeres, a todos!
"¡Piense en mi tortura! He tenido que hacerme odiar y despreciar más precisamente de aquellos a los que más amaba. Cuando me he dado cuenta de que una mujer podía amarme y de que yo también la hubiera amado, he hecho cuanto he podido para aparecer vil y ridículo a sus ojos, he cometido actos sucios e indecentes delante de ella, la he maltratado como una bestia. Y así con los amigos, con todos. Para salvar la vida de aquellos que empezaban a amarme, he tenido que fingir que los odiaba. Y cuando eso no ha sido suficiente, he tenido que contarles mi historia, y si esto no ha bastado, he huido de ellos; sin embargo, algunos no han podido escapar a su suerte.
"Esta es mi vida. Desde hace algunos años, para resistir más fácilmente mi destino, me he encerrado en esta casa, en el fondo de este valle feo y desierto, con menos tentaciones y ocasiones. Sin embargo, también hasta aquí ha llegado el peligro. No lo conozco ni lo amo, pero no quisiera añadir una víctima a las otras que he dejado en mi camino. Le he dicho ya todo lo necesario. Si su simpatía se cambiara en afecto, estaría perdido. He cumplido con mi deber y no quiero remordimientos. Desde hoy, no se deje ver más alrededor de mi casa. ¡Adiós!"
Y diciendo esto, el solitario, siempre con los labios temblorosos, se levantó, fue hacia la puerta y la abrió. Me levanté también yo: quería decir algo y no conseguía encontrar ninguna palabra. ¿Qué decir? ¿Darle las gracias? ¿Consolarlo?
Pasé la puerta inclinando la cabeza y me encontré en el prado. Oí detrás de mí el refunfuño del hombre y los gruñidos del cerdo. Volví a subir despacio el cerro y me encerré en casa. Tal vez fui demasiado crédulo y demasiado cobarde. El hecho es que aquella misma noche hice las maletas y al día siguiente dejé varias millas detrás de mí el cerro, el valle, la casa de Gherardo Solingo y su cerdo. Del solitario no he sabido nunca nada más, y no me importa.