26 de agosto de 2009

El placer de morir ahogado

Habéis vuelto a escontraros a vosostros Mismos, saliendo de las aguas profundas. Las Ropas son una pequeña pérdida, cuando uno se Salva de morir ahogado... Tom Bombadil en El Señor de los Anillos —Sí, arrojadla, es una arpía. —Matadla, es ella quien enferma a mis reses. —Por piedad, dejadme ir, no soy una hechicera, soy inocente. La joven de apenas veinte años imploraba con la sangre escurriendo de sus labios. La muchedumbre a uno cuantos metros del lago Nurmi, miraba perturbada, pero vigorizaba la idea con gritos y exclamaciones contra ella —Tendréis que probarlo. Si flotáis, es que sois una bruja, de lo contrario nos habremos equivocado —exclamó con aire prepotente el herrero del pueblo, que la tomaba de los brazos para anudar sus muñecas. —Dejadla ir, es mi hija, lo único que me queda, ella no es bruja. —Su madre también es bruja, lo sé, Danien me lo dijo, ella le enseñó. La voz azarada, afectada con un fingido miedo, emanó de Stelio Bendorff, un niño de siete años, quien hizo la firme acusación sobre Danien, de ser bruja. Mientras ella urdía una pomada para su padre, quien agonizante, sufría de ardores en la piel, con llagas y heridas profundas, Stelio la espió. Danien se percató de los ojos atisbadores del pequeño, y prefirió invitarlo a pasar. Él no se negó a entrar a la casa, para después tener la oportunidad de interrogar a Danien sobre lo que preparaba. «Es un ungüento que mi madre me enseñó a mezclar para el alivio de las heridas de mi padre», contestó con indiferencia. Sin embargo, comentó que él moriría a pesar de los cuidados. Su padre falleció al día siguiente. —Ella prepara ungüentos. Y adivinó que su padre moriría —prosiguió acusando Stelio. —Es una bruja. Matadla. “A la hechicera no la dejaréis que viva”, la Biblia lo dice —gritó una mujer de la multitud. —”No seréis agoreros, ni adivinaréis”, la Ley de Dios lo proclama —alguien más le contestó. Los dos hombres se abalanzaron sobre la madre de la joven para proseguir con lo indicado en una ordalía de agua. Danien, yacía bocabajo sobre la árida tierra. El herrero la asió de los cabellos rizados color arena, zarandeándola de un lado a otro. Sus manos ya se encontraban anudadas, reposando sobre su vientre. De súbito, y entre resuellos, el hombre le despojo del camisón ensangrentado, para después amarrarle los tobillos. Con preces y lamentos, madre e hija fueron arrastradas hasta la orilla del lago. Danien casi desfallecida a causa de los golpes, y la madre tragándose la tortura a la que se veía sometida. —Ahora, lo sabremos. Arrojadlas, ¡ya! Pasados algunos minutos el gentío seguía ahí en silencio, esperando una respuesta, como si fuese a venirles del cielo. El agua burbujeaba y, de pronto, se hizo un vacío para sacar a flote el cuerpo sin respiración de la madre. —¿Lo veis?, ¡era una bruja! —advirtió el niño orgulloso de su hazaña. Esperaron dos cuartos de hora, y no existía señal alguna del cuerpo de Danien. La muchedumbre empezó a murmurar hasta crear un escándalo. El pueblo se reprochaba de la muerte de una mujer inocente, sintiéndose culpable. Decidieron mantener en secreto el hecho injusto que acaban de cometer, y todos regresaron a sus casas apesadumbrados.
***

He roto con la quietud de la uniformidad del agua. Humedézcome lentamente con suaves caricias gélidas, mojadas, anquilosantes. La pesadez del líquido transparente inmovilizando mis apéndices, y la soga que llevo en pies y manos impídeme recoger aire. Estoy al fondo del lago, he tocado tierra, y quédome bocabajo. ¡Asfixia!, mis pulmones llénanse de agua, mientras busco liberarme de ataduras. Oprímeme un dolor intensísimo el pecho, cual si infinidad de troncos cayesen sobre mí. La cuerda ha adquirido un color verdoso, pudriéndose con rapidez, para después romperse... Estoy libre. Enderézome para nadar a la superficie antes de perder el último hálito que atesora mi cuerpo. Una miríada de burbujas, que nacen de mi borboteo angustiado, obstaculizan mi vista. Apenas muevo los brazos y fórmase un vacío bajo mis pies, una vorágine me hala, negándome la salvación. Estállame el pecho. Pataleo e insisto en salir de ahí, invádeme la angustia y mi cuerpo está falleciendo. Conquístame este lago maldito en lo profundo de mi ser. Desvanézcome. Un ataque de tos despiértame con sobresalto. De mi boca nacen nuevos ríos, paridos con sangre de mí. Cesa el dolor de mi pecho y garganta. Con mis nudillos froto mis ojos y dispóngome a levantarme de la tierra, ahora fango. Incorpórome un tanto agotada y con frío. La desnudez oblígame a cruzar los brazos sobre mi pecho. La caverna no tiene salida, está ambientada con una luz violácea, extraña. No hay nada, sólo piedra y greda, hállome sólo yo. De pronto a mis oídos llegan murmullos, voces agudas quebrando el silencio, susurros candentes. Giro sobre mis talones, intentando adivinar de dónde provienen. A mi costado derecho la pared de piedra comienza a respirar. Transfórmase en líquido, cual azogue brillante. Entre pulsa-ciones, contornéase una silueta femenina en su superficie. Un brazo, que estírase rompiendo la pared de piedra acuosa, y sale de ahí la figura desnuda. El cuerpo está tapizado de arrugas y carga con una giba. Basta con que la contrahecha mujer déjese ver, para que las demás síganle. Infinidad de ellas cruzan la pared, desesperadas. Se forman a mi alrededor, hembras hambrientas, rubias, castañas, pelirrojas, bellas y feas, gordas y delgadas, viejas y jóvenes. Corean todas al unísono: «Hexe, Hexe, mía Hexe». La anciana permanece muda, ajena y distante a la caterva demoníaca. La vieja, quien fuera la primera en salir, acércaseme. Permanezco quieta, con mis brazos aún cubriéndome los senos. Olisquéame; acaríciame el cuello, retirando mi cabello. La mujer respira por encima de mi piel, inclina mi cabeza hacia un lado. Descansa sus labios en mi cuello. No opón-gome yo a su beso. Un dolor abis-mal invádeme; aquella mujer muérdeme con una fuerza endemo-niada, arrancándome un pedazo de carne. Caigo al suelo, y con la mano trato de detener el sangrado y contener mi dolor. Desde el piso veo yo a la anciana sosteniendo mi carne con los dientes, mi piel en jirones asomando de entre sus labios. Empienzo a gritar y las demás mujeres acércanse demasiado, sujétanme de los brazos, para después dentellearme en todo el cuerpo. «Hexe, Hexe, mía Hexe», continúan su letanía. Una niña tarasquéa mi pezón, desgajándolo; otra introduce su longa uña por el orificio que ha quedado en mi seno, para remover la carne, sacarla y deglutirla. Otras desprenden el vello de mi pubis y axilas. Las jóvenes desenráizanme el cabello con fieros tirones. Todas atácanme, degustando mi ser. Escúlpenme, cual si fuese yo una piedra, réstanme parte de mis huesos, carne, y alma. El dolor ya no existe, la perturbación bloquéame los sentidos. No hay sufrimiento, sólo consternación. Sin embargo, no he soportado tal impresión. Mi desmayo es prueba de esto. Recupérome, estoy sola. Es extraño, desconózcome; vuelvo en mí sintiéndome otra. Veo a mi alrededor y el lugar paréceme todavía más enorme. A mi lado yace un vestido de niña, color violeta. Ahora es mío.

***

La niña llegó de la nada. Era huérfana y la familia Bendorff decidió darle asilo en su hogar. Era pequeñita, frágil y de cabellos obscuros, negros como la noche. Hizo buena amistad con Stelio, el único y pequeño hijo de la pareja. Stelio la halló a orillas del lago Nurmi, cuando regresaba de jugar en el bosque. La vio allí, de cuclillas frente al lago, con una varita en la mano. La niña vestía con un camisón violáceo, no más. Ni adornos, ni collares, sin pei-nado alguno. Sus pies descalzos eran suaves y lindos, sin cicatrices ni heridas. Pero estaba hú-meda. Stelio se detuvo a un costado de la niña; ella lo miró y le sonrió, dando pasó a que él le preguntara: —Hola. ¿Estáis perdida? —No, sólo he per-dido yo a mi familia. Y me llegué hasta aquí. —¿Por qué estáis mojada? —Porque arribé nadando, por el lago. —Y, ¿qué ha pasado con tu familia? —Murieron. —Y vos ¿tenéis un nombre? —Danien, y tengo ocho años. —¡¿Danien?! —¿Por qué os sorprende? —Porque yo tengo la misma edad, y hace un año que una amiga mía murió, y llevaba el mismo nombre que vos. —Y, ¿de qué murió? —No sabía nadar, y cayó al lago. Se ahogó. Danien era bastante sosegada, y tanto los padres de Stelio como él preferían no preguntar sobre su pasado, porque las preguntas le transformaban la mirada tierna y dulce en una dura y penetrante, incómoda. Su educación impresionaba a cualquiera, al igual que su belleza perfecta, como hecha a mano. Blanca y delgada, con ojos grandes y brillantes; los cabellos lacios, largos y delgados, le daban un toque mágico. Stelio estaba fascinado con la compañía de Danien, le encantaba jugar, caminar, incluso guardar silencio junto con ella. La niña era algo displicente con él, sin embargo no lo rechazaba. —Stelio, ¿te gustaría volar? —Sí, pero es imposible. —No si me tienes a mí. Yo sé cómo. —¡No es verdad!, ¿cómo? —Si quieres saberlo tendrás que ganarte el secreto. —¿Qué debo hacer? —Sólo tienes que mantenértelo en silencio. Ambos esperaron al día siguiente a que la casa estuviera vacía, para preparar lo necesario. Danien sólo daba las indicaciones a Stelio. La olla de agua ya estaba hirviendo y tenían que apresurarse, puesto que no contaban con mucho tiempo para estar solos. —Primero agrega el beleño, después diez pizcas de estramonio, dos ramas de culantrillo de pozo. ¡Agita! Ahora cuenta hasta diez y vierte la belladona, el pie de cannabis, y agita de nuevo. Deja que el líquido se inmovilice y entonces agrega los polvos de cantárida. Ya casi terminas —la niña indicó sentada en la cornisa de la ventana, moviendo sus piecesitos, distraída. —Y ahora, ¿qué tengo que hacer? —¡Ah!, no desesperes. Déjala que se enfríe. Tardará un rato y, entonces, se endurecerá. Te lo has de poner bajo la lengua y tú mismo verás los resultados. ¿Entendiste? Yo, por el momento, tengo que ir a buscar el complemento a tu menjunje. Aguarda a que se enfríe y te lo pones de inmediato; de no ser así, no servirá. Danien salió por la ventana de un salto. Corrió al lago y lanzó una media que había robado a Stelio. El pedazo de tela quedó en la superficie. Ella metió su mano al agua y dijo “Hexe, Hexe, mía Hexe”. Al instante un vacío se formó bajo la media y la tragó el agua. Danien corrió al pueblo, llegó a la plazuela gritando: «¡Auxilio, auxilio, Stelio prepárase ungüentos para volar!, ¡es un brujo!». Tanto hombres como mujeres, aterrorizados y sorprendidos, corrieron a casa de los Bendorff. Stelio estaba colocando la pomada bajo su lengua. —¡¿Lo veis?, os lo dije. Es un brujo! Stelio, con premura, ocultó la mano en la que aún tenía rastros de ungüento. Miraba temeroso de un lado a otro de la habitación mientras el herrero se abría paso dentro de la casa de los Bendorff, apartando al niño y una silla con violentos manotazos. Cuando llegó hasta la mesa que estaba junto al fogón, vio un perol que despedía un olor funesto. En el tablón notó trazas de hierbas y tomó unas hojas al azar, pasándoselas por la nariz. —¡Belladona! —gritó acusador, entornando los ojos cuando volteó para encarar al resto de los adultos que esperaban en la puerta; al mismo tiempo indiciaba al niño indefenso, que tenía frente a él—. ¡Es un brujo! —luego, se volvió con aire triunfal hacia la marmita que descansaba cerca del fuego—. ¡Y esa, esa es una pócima malsana! —¡Sí, hemos de arrojarle al lago! —¡Pero si yo no soy un brujo! —gritó el chiquillo, con el miedo atenazándole las palabras—. ¡No sé de que estáis hablando! —Tendrá que comprobarlo. El herrero del pueblo, como siempre, fue quien tomó de los brazos al niño, llevándolo a rastras hasta el lago. Los padres llegaron en seguida, pero no pudieron hacer nada para salvarlo. Stelio, lloraba. Ya todo estaba listo. Danien se acercó a su compañero de juegos, antes de que lo arrojaran al agua, y le susurró al oído: «Ahora sabrás de dónde he venido», lanzándole, después, un escupitajo en el rostro. La multitud gritaba enardecida. Los padres lloraban, mientras, entre el herrero y otro hombre, amarraban de pies y manos a Stelio. Uno lo tomó de las piernas y el otro de los brazos, meciéndolo para lanzarlo al agua. — Uno, dos y... ¡Tres! El niño salpicó, con enormes goterones, el pasto y la tierra seca. Se sumergió lentamente. Danien susurraba: «Hexe, Hexe, mía Hexe». Pasaron veinte minutos, el pueblo aún aguardaba. De pronto se formaron burbujas de aire bajo la superficie, y salió a flote el niño, sin ropas, desamarrado. Al momento de salir, dio un fuerte respiro y abrió los ojos. El padre se lanzó al lago para sacarlo. Todos se acercaron y comprobaron que seguía con vida. —¡Está vivo!, ¡es una criatura del demonio! ¡Quémenlo! —Danien gritó fingiendo estar asustada. El pueblo creía lo que veía, y lo que ella decía. —Sí, quémenlo, la Biblia lo manda. —No, es inocente, él no ha hecho nada —la madre suplicaba. —Yo no soy brujo, por piedad dejadme ir, ella es la bruja, me ha engañado. ¡Es una venganza, allá abajo viven las arpías, la Hexe! ¡Misericordia, por el amor de Dios! —Stelio abogaba por su vida, pero nadie deseaba creerle. Algunos de los habitantes del pueblo, apartaban a los padres. —¡Callad! ¡No pronunciaréis el nombre de Dios en vano! —el herrero le soltó un puñetazo en la cara a Stelio, quien perdió entonces el sentido. Entre todos los habitantes del pueblo prepararon la hoguera. Stelio seguía incon-sciente, sin embargo ya lo habían amarrado a la estaca rodeada con leña. Danien se acercó, con rostro de profunda tristeza, pero su mirada era fría, cruel y determinada. Con lentitud, se acercó al pequeño, quien seguía inconsciente, y hacién-dole la señal de la cruz sobre la frente, le dijo: —¿Has tragado de-masiado ungüento? Otro desacierto Stelio, eso te mantendrá la encarnadura por mucho tiempo, pero no será muy plácido. Ya lo verás cuando despiertes.

***

El herrero dio comienzo a la odalía. La luz del fuego se extendió bajo los pies del niño, quien ya recuperaba el sentido. Asustado, co-menzó a gritar ruegos desgarra-dores. Danien lo observaba fijamente, con mirada penetrante. El fuego avanzó por las piernas de Stelio, quien daba alaridos de dolor. —¡No, lo siento Danien! ¡Perdóname por el amor de Dios! ¡Apiádate! El fuego le en-vuelve todo el cuerpo, su piel se derrite como la parafina. Los músculos rosados le brillan. Su carne viva, durará mucho más tiempo en las llamas. Sigue consciente, no morirá. No aún. —Te lo dije. Que no sería de tu agrado —Danien, le advierte a Stelio, sonriendo con malevolencia. Las llamas comenzaron a hacer burbujas en la piel del niño, abrasando su cuerpo, lamiéndole las piernas y los brazos. Su cabello ardía en una viva llamarada, mientras un ojo botaba de la cuenca a causa del calor y parece observar a todos los ha-bitantes del pueblo. El globo ocular viscoso, que no se desprende por com-pleto revienta, dejando escapar un líquido verde-gris, nauseabundo, con la consistencia de la brea y que se escurre por la calcinada mejilla, cual lágrima nefanda. Todo el pueblo está absorto ante el cruel suplicio. Danien, sabe que este es el momento preciso, se arranca un mechón de cabello azabache, los deja caer en la cubeta con alquitrán sin que nadie lo note y, después, afectada de enormes sollozos, se acerca al herrero diciendo: —¡Esa pobre alma ya sufre demasiado, ponedle más pez a la hoguera! —La pequeña tiene razón. ¡Es demasiado! —grita alguien entre los ahí reunidos. El herrero del pueblo se acerca, cubeta e hisopo en mano, para añadir más aceitadura al torturado, pero Danien, disimuladamente, le ha metido el pie para derribarlo. El hombre cae en la base de la hoguera, derramándose el contenido de la cuba, esparciéndose alrededor del fuego y manchando el pecho del herrero. Sus ropas se prenden con las llamas. El hombre corre, quejándose aterrorizado. Alguien le da azotones con un trapo, para acabar con la intensa flama que lleva en el cuerpo, pero no resulta. La lumbre se aviva más, y el trapo con que lo golpean, se contagia de fuego, al igual que al hombre que lo abanica. La hoguera deja de serlo, las llamas comienzan a esparcirse hacía abajo, hacia el pueblo, como si la brea derramada fuese una cabellera ardiente, en cuyos filos se aprecian destellos de fuego negro. La gente retrocede aterrorizada ante la escena. Stelio ya no está incendiado. Su cuerpo es puro músculo, músculo vivo... Aún respira. La brea, convertida en obscuros destellos, avanza por doquier seguida de las fieras llamas, creando una senda llameante hacia las chozas, contra la gente; acorralándolos, envolviéndolos. Conforme se van prendiendo corren al lago Nurmi. Por instinto, se lanzan dentro de él para apagarse el calor ardiente. Los únicos que quedan en el pueblo, invadido por completo por las llamas, son Danien, Stelio y el cadáver del herrero, que aún arde. —Estáis condenado a morir eternamente, y no soy yo quien piensa bajaros de allí —Danien da la media vuelta y se retira. Llega a la orilla del lago y observa a todos los hombres, niños y mujeres lamentándose dentro del agua. Ella se despoja de sus ropas, se inclina y sumerge sus manos en el agua. —Hexe, Hexe, mía Hexe. En el agua se forma una enorme espiral, creando un vacío. De pronto sube más, rodea por encima a todos los que están en el lago, y repentinamente se encoge y desaparece para tragárselos. Después, Danien se lanza de cabeza al espejo líquido, abriéndose paso con las manos, cortando el agua... Retornando a casa.

***

La caverna violácea no está vacía como antes, hay suficiente comida, de todos los tipos. —Muy bien, Danien. Aprendisteis todo... Os habéis portado a la altura —dijo la anciana, mientras acariciaba el cabello negro de la niña. —Es lo menos que podía hacer por vos, Hexe —Danien señaló a su alrededor, donde cada una de sus hermanas se alimentaba con la carne viva de todo un pueblo.

Michelle Morales

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