6 de julio de 2013

Literatura juvenil que se vuelve Antisocial


México, DF.

Los primeros dos títulos de la colección de literatura juvenil "Antisocial" fueron dados a conocer esta tarde. Se trata de "Hacker", de Elman Trevizo, y "Operación snake", de Agustín Cadena. El sello editorial informó que son siete mil ejemplares como tiraje inicial de cada historia.

Durante la presentación, Trevizo dejó ver que escribió un texto de corte apocalíptico. "En la oferta editorial actual hay muy pocas novelas de ese tipo y menos, ubicadas en la Ciudad de México en el presente, por lo que abordó el tema a partir de la nulidad de la tecnología", explicó el autor.

En la historia, comentó, se presenta todo lo que la gente utiliza a partir de las computadoras, pero siempre, añadió, "hay un gusano que hace algo y todo deja de funcionar, por eso es una novela apocalíptica en el Distrito Federal, novela que también explora la incomunicación que cada día aposenta entre nosotros".

Uno de los protagonistas, "Xavier", advierte: "A los de mi tipo les dicen de muchas formas: Ladrones en la red, piratas virtuales, ‘hackers', ‘crackers' o criminales cibernéticos. A todos nos ponen en el mismo saco. A los ‘hackers' de sombrero blanco y a los de sombrero negro. Es decir, los buenos y malos".

El otro título es "Operación snake", de Agustín Cadena, cuya historia gira en torno a la idea de que "hacer enemigos es una expresión de poder, un marcaje de territorio, como cuando los perros mean lo que es suyo". Según el autor, todo eso equivale a decir "de aquí no pasas, imbécil". El tono de toda la novela es así.

El protagonista de esta historia dirigida a los lectores jóvenes e incipientes, es el chico "Horacio". Mientras él intenta sobrevivir al lado de seres infames que sólo buscan hacer amigos, un misterio exige ser resuelto: En el río, del otro lado del puente de piedra, están apareciendo cadáveres sin una sola gota de sangre.

Durante la presentación, personal de la casa editorial mencionó que bajo el concepto de atraer al público juvenil a la lectura contemporánea mexicana, creó este sello, ríspido y subversivo en la trama y en la psicología de sus personajes, presentada en formato de novela gráfica, al principio y al final de cada libro.

La editorial planea publicar cinco libros que reflejen esa actitud subversiva de los adolescentes, desde el ‘hacker' informático, que sólo anda en patineta, pasando por el chico rudo amante del misterio hasta el rockero greñudo. Todos ellos reflejos de un sector de la sociedad actual, el marginado y sin futuro claro.

Para "Operación snake", entre verdes y negros, el ilustrador Mario Flores dio vida a "Horacio Rosales", el chico rudo de la prepa, a quien se le puede observar investigando los misteriosos asesinatos que ocurren a las orillas del río de su ciudad, actividad por la cual, de pronto encontrará algo más que la muerte.

En el caso "Hacker", el ilustrador Patricio Betteo creó a "Xavier Ramsei", conocido en la red como 50MBR3RO_B14NCO, quien es contratado por la hija del hombre más rico del mundo, mexicano magnate de las telecomunicaciones en México, para investigar el paradero de la ‘hacker' que vació una de sus cuentas bancarias

3 de julio de 2013

EL CORAZÓN BAJO UNA SOTANA



Oh! Timotina Labinette! Hoy, que me he revestido con la vestidura sagrada, puedo rememorar la pasión, ahora enfriada y dormida bajo la sotana, que el año pasado ¡hizo latir mi corazón de hombre joven bajo mi capote de seminarista!...
1º de mayo de 18...
... Ha llegado la primavera. La viña del abate *** se llena de brotes en su maceta: el árbol del patio tiene pequeños retoños, tiernos como gotas verdes sobre sus ramas; el otro día, al salir del estudio, he visto en la ventana del segundo algo así como el champiñón nasal del sup ***. Los zapatos de J*** hacen algo de ruido; y he observado que los alumnos salen con demasiada frecuencia al patio para...; ¡precisamente ellos, que vivían en el estudio como topos, arrejuntados; hundidos en su vientre, con sus caras rojas tendidas hacia la estufa, con un aliento cálido y espeso como el de las vacas! Ahora se quedan demasiado tiempo al aire y, cuando vuelven, ríen con medias sonrisas y cierran el istmo de su pantalón con excesiva minuciosidad –no, me equivoco, con demasiada lentitud– y con unas formas que parecen mostrar una complacencia maquinal en esa operación que, en sí, es totalmente futil...

2 de mayo
El sup *** bajó ayer de su cuarto y, con los ojos cerrados, sin vérsele las manos, medroso y friolero, arrastró durante cuatro pasos sus zapatillas de canónigo por el patio (Rimbaud hace aquí una corrección; el texto primero dice: arrastró por el patio sus friolentas zapatillas de canónigo).
¡Ay mi corazón que lleva el compás en mi pecho, y mi pecho que golpea contra mi grasiento pupitre! ¡Ay! ¡ahora detesto la época en la que los alumnos eran como gruesas ovejas sudorosas en sus sucios vestidos y dormían en la atmósfera pestilente del estudio, bajo la lámpara de gas, en el intenso calor de la estufa!...
¡Estiro los brazos!, lanzo un suspiro, estiro las piernas... siento cosas en mi cabeza, ¡oh!, ¡cosas!...

4 de mayo
... Mira, ayer, no podía más: he abierto, como el ángel Gabriel, las alas de mi corazón. ¡El soplo del espíritu sagrado ha recorrido mi ser! He cogido mi lira y he cantado:

¡Acercaos,
Gran María!
¡Querida Madre
Del dulce Jesús
Sanctus Christus!
¡Oh virgen encinta,
Oh madre santa,
Acercaos!

¡Ay; si supieseis los misteriosos efluvios que sacudían mi alma mientras deshojaba esta rosa poética! lCogí mi cítara y, como el Salmista, alcé mi voz, inocente y pura, en las celestiales alturas! ¡Oh altitudo altitudinum!

7 de mayo
!Ay! Mi poesía ha replegado sus alas, pero, como Galileo, diré; postrado por el ultraje y el suplicio: !Y sin embargo, se mueve! –Leed: ¡se mueven!– Cometí la imprudencia de dejar caer la confidencia precedente... J *** la recogió, J ***, el más feroz de los jansenistas, el más riguroso fanático del sup *** y, en secreto, se la ha llevado a su señor; pero el monstruo, para hundirme bajo el insulto universal, ¡había hecho pasar mi poesía por las manos de todos sus amigos!
Ayer, el sup *** me llama: entro en su apartamento, estoy de pie ante él, sacando fuerzas de flaqueza. Sobre su frente calva temblaban como un rayo furtivo los últimos cabellos rojos: sus ojos emergían de entre su grasa, más calmos, apacibles; su nariz; semejante a una maza, era movida por un balanceo habitual: murmuraba un Orermus: humedeció el extremo de su pulgar, pasó algunas páginas del libro y saco un papelillo grasiento, doblado...

¡Graan Maariiia!...
¡Maadree Queeriidaa!

¡Rebajaba mi poesía!, ¡escupía sobre mi rosa!, se hace el Brid'oison, el José, el idiota, para ensuciar, para manchar, este canto virginal; tartamudeaba y pronunciaba cada sílaba con una mofa de odio concentrado: y cuando llegó al quinto verso,... ¡Virgen encinta!, se detuvo, redondeó su nasal, !y estalló!, ¡Virgen encinta! ¡Virgen encinta!, lo decía con un tono, frunciendo estremecidamente su prominente abdomen, con un tono tan espantoso, que un púdico rubor cubrió mi frente. Caí de rodillas, con los brazos levantados hacia el techo, y exclamé: ¡Oh padre mío!...
– ¡Vuestra liira!, ¡vuestra cítara!, ¡joven!, ¡vuestra cítara!, ¡misteriosos efluvios!, ¡que os sacudían el alma! ¡Ya habría querido ver yo!, ¡Joven alma, observo ahí dentro, en esta limpia confesión, algo mundano, un peligroso abandono, en suma, la fuerza de las pasiones!
Calló; estremeciose de arriba abajo su abdomen: después, solemne:
– Joven, ¿tiene usted fe?
– Padre, ¿por qué me lo pregunta? ¿Bromean sus labios?... ¡Sí; creo todo lo que me dice mi madre... la Santa Iglesia!
– Pero... ¡Virgen encinta!... Se trata de la concepción, joven; ¡se trata de la concepción!...
– Padre, ¡yo creo en la concepción!
– ¡Tenéis razón, joven! Se trata de algo...
... Calló... Después: el joven J *** me ha hecho una relación en la que, según vuestra actitud en el estudio, compruebo por su parte una separación de las piernas cada día más notoria; afirma haberos visto estiraros cuan largo sois, bajo la mesa, a la manera de un joven... lánguido. Son hechos sobre los que nada podéis responder... Acercaos, de rodillas, muy cerca de mí: quiero preguntaros con dulzura; contestad: ¿separáis mucho las piernas en el estudio?
Me puso, después, la mano en la espalda, en el cuello, y sus ojos se volvieron claros, y me hizo hablar sobre esa separación de las piernas... Mira; prefiero decir que fue repugnante, precisamente yo, que sé lo que eso quiere decir, ¡aquellas escenas!... Así pues, me habían espiado, habían calumniado mi corazón y mi pudor –y al estar autorizadas y ordenadas las delaciones y las cartas anónimas de los alumnos unos contra otros al sup ***, no podía decir nada–, y llegaba a ese cuarto, ¡ay... bajo la mano de semejante puerco!... ¡Ay!, ¡el seminario!...

10 de mayo
¡Oh, mis condiscípulos son espantosamente malvados y espantosamente lascivos! Todos esos profanos conocen en el estudio la historia de mis versos, y tan pronto como vuelvo la cabeza, me encuentro con la cara del asmático D ***, quien me susurra: ¿y tu cítara, y tu cítara?; ¿y tu diario? Después continúa el idiota L ***: ¿y tu lira.?, ¿y. tu cítara? Luego, tres o cuatro susurran a coro:

¡Gran María!...
¡Madre Querida!

Y yo soy un bendito: Jesús, ¡no me doy patadas a mí mismo! –Pero, en fin, ¡ni espío, ni escribo anónimos, y guardo para mí mi santa poesía y mi pudor!...

12 de mayo...
¿No adivináis por qué muero de amor?
La Flor me dice: salud; el pájaro: buenos días:
Salud; ¡es primavera!, ¡el ángel de ternura!
¿No adivináis por qué abrevo de alegría?
Ángel de mi abuela, ángel de mi cuna,
¿No adivinas por qué me hago ave,
Que se estremece mi lira y que golpea con el ala
como golondrina?...

He hecho estos versos ayer, durante el recreo; entré en la capilla, me encerré en un confesionario y, allí, mi joven poesía pudo palpitar y alzar el vuelo, en el ensueño y el silencio, hacia las esferas del amor. Después, puesto que vienen a quitarme los menores papeles de mis bolsillos; tanto de día como de noche, he cosido estos versos en el bajo de mi último vestido, el que toca inmediatamente con mi piel y, durante el estudio, saco mi poesía de debajo de mis hábitos y la pongo sobre mi corazón, y la aprieto largo rato mientras sueño...

15 de mayo
Sin duda, los sucesos se han precipitado desde mi última confidencia, y unos sucesos bien solemnes, ¡acontecimientos que, desde luego, han de influir en mi vida futura e interior de forma bien terrible!
Timotina Labinette, ¡te adoro!
Timotina Labinette, ¡te adoro!, ¡te adoro!, ¡déjame cantar en mi laúd, como el divino Salmista en su salterio, cómo te vi, y cómo mi corazón saltó sobre el tuyo para un amor eterno!
Jueves, era día de salida: disponemos de dos horas; salí: en su última carta, mi madre me decía: “... ocuparás superficialmente (?), hijo mío, tu salida, yendo a visitar al señor Cesarín Labinette, un habitual de tu difunto padre y al que es preciso que un día u otro seas presentado antes de tu ordenación”...
... Me presenté al señor Labinette, quien se mostró muy obsequioso, relegándome, sin mediar palabra, a la cocina: su hija, Timotina, quedó a solas conmigo; cogió un paño, sacó un grueso tazón ventrudo apoyándolo contra su corazón y, tras un largo silencio, me dijo de repente: ¿Y bien, señor Leonardo?...
Hasta ese momento, confundido como estaba por encontrarme con aquella joven criatura en la soledad de la cocina, había bajado los ojos e invocado dentro de mi corazón el sagrado nombre de María: alcé la frente ruborizándome y, ante la belleza de mi interlocutora, no pude más que balbucear un débil: ¿Señorita?...
¡Eras hermosa, Timotina! Si hubiese sido pintor, hubiese reproducido en el lienzo tus sagrados rasgos, con este título: ¡La Virgen del tazón! Pero sólo soy poeta y mi lengua sólo puede celebrarte incompletamente...
La cocina, negra, con sus fuegos en los que ardían las brasas como dos ojos rojos, dejaba escapar de sus cacerolas con ligeros hilos de humo, un celestial olor a sopa de coles y judías; y, colocada ante ella, aspirando con tu suave nariz el aroma de las legumbres, mirando a tu abultado gato con tus hermosos ojos grises, ¡oh virgen del bol, secabas tu tazón! Las cintas lisas y claras de tus cabellos se adherían púdicamente a tu frente, amarilla como el sol; de tus ojos corría un surco azulado hasta la mitad de tu mejilla, ¡cómo en Santa Teresa!; tu nariz, llena del aroma de las judías, henchía sus delicadas aletas; un ligero vello, al serpentear sobre tus labios, contribuía, en no poca medida, a dar una hermosa energía a tu rostro; y, en tu mentón; brillaba un bello lunar oscuro en el que se estremecían. dos hermosos pelos alocados: tus cabellos estaban juiciosamente recogidos sobre tu occipucio por unas horquillas; pero se les escapaba un pequeño mechón... En vano buscaba tus senos; no tienes: desdeñas esos mundanos ornamentos: ¡tu corazón son tus senos!... Cuando te volviste para dar una patada con tu ancho pie a tu dorado gato; pude ver tus omóplatos sobresaliendo y levantando tu vestido; ¡y fui herido de amor ante el gracioso contoneo de los dos pronunciados arcos que formaban tus riñones!...
Desde aquel momento, te adoré; no adoré tus cabellos, ni tus omóplatos, ni tu contoneo inferiormente posterior: en una mujer, en una virgen, lo que amo es la santa modestia; lo que me hace estremecerme de amor es el pudor y la piedad; ¡y eso fue lo que adoré en ti, joven pastoral...
Trataba de hacerle ver mi pasión; y, además; mi corazón, ¡mi corazón me traicionaba! A sus preguntas sólo respondía con palabras entrecortadas; en mi turbación, ¡varias veces le llamé señora, en lugar de señorita! Sentíame sucumbir, poco a poco, a los mágicos acentos de su voz; resolví, por último, entregarme, abandonarlo todo; y, ante no sé qué pregunta que me dirigió, volqué hacia atrás mi silla, puse una mano sobre mi corazón, cogí con la otra en mi bolsillo un rosario del que dejé escapar la cruz blanca y, con un ojo dirigido hacia Timotina y el otro hacia el cielo, contesté dolorosa y tiernamente, como un ciervo a una cierva:
– ¡Oh, sí!, señorita... ¡¡¡Timotina!!!
jMlserere! ¡Miserere! –en mi ojo, deliciosamente abierto hacia el techo, cae de repente una gota de salmuera, que destila un jamón colgado sobre mí, y, cuando, enteramente rojo de vergüenza, vuelto de mi pasión, bajé mi frente, me di cuenta de que, en lugar de un rosario, en mi mano izquierda tenía un biberón oscuro –¡me lo había entregado mi madre el año anterior para dárselo al pequeño de no sé qué madre!–; Del ojo abierto hacia el techo fluyó la amarga salmuera: pero del ojo que te contemplaba, oh Timotina, ¡brotó una lágrima, lágrima de amor y lágrima de dolor!...
Algún tiempo, una hora, después, cuando Timotina me anunciara una colación compuesta por judías y por una tortilla de tocino, totalmente emocionado por sus encantos, respondí a media voz –¡Tengo el corazón tan lleno, que me ha arruinado el estómago! –y me senté a la mesa; ¡oh!, todavía sigo sintiéndolo: su corazón había respondido a la llamada del mío: durante la rápida colación, ella no comió nada: –¡No encuentras un sabor extraño?, repetía; su padre no comprendía; pero mi corazón sí: era la Rosa de David, la Rosa de Jesé, la Rosa mística de la escritura; ¡era el Amor!
Se levantó bruscamente, fue a un rincón de la cocina y, mientras me enseñaba la doble flor de sus riñones, hundió su brazo en un informe montón de botas, de zapatos diversos, de donde saltó su grueso gato; lo tiró todo en una gruesa alacena vacía; volvió después a su sitio y husmeó el aire de forma inquieta: de golpe, arrugó la frente y exclamó:
– ¡Todavía se nota!...
– Sí, se nota, contestó su padre neciamente (¡él, profano, no podía comprender!).
¡Me di claramente cuenta de que todo esto no se producía en mi carne virgen sino como los movimientos internos de su pasión!; ¡la adoraba y saboreaba con amor la dorada tortilla, y mis manos marcaban el compás con el tenedor, y bajo la mesa mis pies se estremecían de placer en mis zapatos!
Pero lo que para mí constituyó un rayo de luz, como una prenda de amor eterno, como un diamante de ternura por parte de Timotina, fue la adorable cortesía que tuvo, cuando ya me marchaba, de ofrecerme un par de calcetines blancos, junto con una sonrisa y estas palabras:
– ¿Quiere usted esto para sus pies, señor Leonardo?

16 de mayo
¡Timotina!, te adoro, a ti y a tu padre, a ti y a tu gato:

17 de mayo
¿Qué me importan ahora los ruidos del mundo y los ruidos del estudio? ¿Qué me importan ésos a quienes pereza y languidez postran a mi lado? Esta mañana, todas las frentes, ávidas de sueño, estaban pegadas a las mesas; un ronquido, parecido al grito del clarín del juicio final, un ronquido sordo y lento; se alzaba de este vasto Getsemaní. Yo, estoico, sereno, derecho y elevándome por encima dé todos estos muertos como una palmera sobre las ruinas, despreciando olores y ruidos indecentes, tenía la cabeza entre mis manos, escuchaba latir mi corazón lleno de Timotina, ¡y mis ojos se hundían en el azul del cielo, entrevisto por el cristal superior de la ventana!...

18 de mayo
Gracias al Espíritu Santo, que me ha inspirado estos encantadores versos: los voy a engastar en mi corazón; y cuando el cielo me conceda volver a ver a Timotina, se los daré, ¡a cambio de sus calcetines!...
Los he titulado La Brisa:

En su retiro de algodón
Duerme el céfiro de dulce hálito:
¡En su nido de seda y lana
Duerme el céfiro de alegre mentón!

Cuando alza sus alas
En su retiro de algodón,
Cuando corre donde le llama la flor,
¡Su dulce hálito maravillosamente huele!

¡Oh brisa quintaesenciada!
!Oh quintaesencia del amor!
¡Cuando el rocío se seca,
En el día, ¡qué buen olor!

¡Jesús, José, Jesús, María!
!Es como el ala de un cóndor
Apaciguando al orante!
¡Que nos penetra y nos duerme!

El final es excesivamente íntimo y demasiado suave: lo conservo en el tabernáculo de mi alma: En mi próxima salida se lo leeré a mi divina .y olorosa Timotina.
Esperemos en la calma y el recogimiento.

Fecha incierta. ¡Esperemos!

¡16 de junio!
¡Cúmplase, Señor, vuestra voluntad: yo no pondré ningún obstáculo! ¡Si queréis alejar de vuestro siervo el amor de Timotina, sois, desde luego, dueño de hacerlo: pero, Señor Jesús, ¡no amasteis vos mismo, y no os enseñó la lanza del amor a condescender con los sufrimientos de los infelices! ¡Rogad por mí!
¡Oh!, llevaba mucho tiempo esperando aquella salida del 15 de junio: había apremiado a mi alma diciéndole: ese día serás libre: el 15 de junio me peiné mis pocos y modestos cabellos y, con una fragante pomada rosa, los había pegado sobre mi frente como las cintas de Timotina; me había untado con pomada las pestañas; había cepillado cuidadosamente mis hábitos negros, colmado hábilmente ciertas deficiencias enojosas de mi aseo, y me presentaba ante el esperado picaporte del señor Cesarín Labinette. Éste apareció, tras un buen rato, el casquete intrépidamente colocado sobre la oreja; un mechón de cabellos tiesos y muy engominados le cruzaba la cara como una cuchillada, una mano, en el bolsillo de su bata de flores amarillas, la otra sobre el picaporte... Me arrojó un seco buenos días, frunció la nariz al echar una ojeada a mis zapatos de cordones negros, y marchó delante de mí, con las manos en sus dos bolsillos, echando hacia adelante su bata, como hace el abate *** con su sotana, y modelando así, ante mis ojos, su parte inferior.
Le seguí.
Atravesé la cocina y entré, detrás de él, en su salón. ¡Ay!, ¡aquel salón!, !lo he fijado en mi memoria con las horquillas del recuerdo! La tapicería era de flores oscuras; sobre la chimenea un enorme reloj de péndulo en madera .negra, con columnas; dos jarrones azules con rosas;. sobre las paredes, una pintura de la batalla de Inkermann; y un dibujo a lápiz, de un amigo de Cesarín, que representaba un molino, con su muela abofeteando un pequeño arroyo parecido a un escupitajo, dibujo que manchan de carbón todos los que empiezan a dibujar. ¡La poesía es mucho mejor!...
En mitad del salón, una mesa con un tapete verde, en torno al cual mi corazón sólo vio a Timotina, aunque también se encontrase allí un amigo del señor Cesarín, un antiguo sacristán de la parroquia de ***, y su esposa, la señora de Riflandouille, y aunque el mismo señor Cesarín se sentara de nuevo, inmediatamente después de llegar yo.
Cogí una silla rehenchida, pensando que una parte de mí mismo iba a apoyarse sobre una tapicería hecha, sin duda, por Timotina, saludé a todo el mundo, y con mi sombrero negro sobre la mesa, ante mí, como una muralla, escuché...
Yo no hablaba, ¡pero lo hacía mi corazón! Los señores continuaron la partida de cartas empezada: pude observar que hacían trampas a cual mejor, y ello me causó una sorpresa bastante dolorosa. Una vez terminada la partida, todos se sentaron en círculo alrededor de la chimenea vacía; yo estaba en uno de los rincones, casi oculto por el enorme amigo de Cesarín, cuya silla era la única que me separaba de Timotina: me alegré interiormente del poco caso que hacían de mi persona; relegado tras la silla del sacristán honorario, podía dejar ver en mi rostro los movimientos de mi corazón sin ser observado por nadie: me entregué, por lo tanto, a un dulce abandono; y dejé que la conversación se acalorara y discurriese entre aquellas tres personas; pues Timotina sólo raramente hablaba; lanzaba a su seminarista miradas de amor y, como no se atreviese a mirarle de frente, ¡dirigía sus claros ojos hacia mis bien encerados zapatos!... Yo, por mi parte, detrás del grueso sacristán, me abandonaba a mi corazón.
Empecé inclinándome del lado de Timotina alzando los ojos al cielo. Ella se había dado la vuelta. Me levanté, y con la cabeza inclinada hacia mi pecho, lancé un suspiro; ella no se movió. Volví a abotonarme, dejé ir mis labios, hice una leve señal de la cruz; ella no vio nada. Entonces, transportado, furioso de amor, me incliné fuertemente hacia ella, y con mis manos en la misma postura de la comunión, y lanzando un ¡ay!... prolongado y doloroso; ¡Miren!, mientras gesticulaba y rezaba, me caí de la silla con un ruido sordo, y el grueso sacristán se volvió irónicamente, y Timotina dijo a su padre:
–¡Mira, el señor Leonardo rueda por el suelo!
¡Su padre se burló! ¡Miserere!
El sacristán me repicó, rojo yo de vergüenza y débil de amor, sobre mi silla rehenchida, y me hizo un sitio. Pero yo bajaba los ojos, ¡quería dormir! Aquella sociedad me resultaba inoportuna, no adivinaba el amor que sufría allí, en la penumbra: ¡quise dormir!, ¡pero oí cómo la conversación recaía sobre mí!...
Abrí débilmente los ojos...
Cesarín y el sacristán fumaban cada uno un delgado cigarro, con todo el amaneramiento posible, lo que hacía a sus personas espantosamente ridículas; la señora sacristana, sobre el borde de la silla, con su vacío pecho inclinado hacia adelante, llevando tras de sí todo el oleaje de su vestido amarillo, que le ahuecaba hasta el cuello, y abriendo alrededor suyo su único volante, desfloraba deliciosamente una rosa: entreabríase en sus labios una espantosa sonrisa, y mostraba en sus delgadas encías dos dientes negros, amarillos, como el esmalte de una cacerola vieja. –¡Tú, Timotina, tú eras hermosa, con tu gorguera blanca, tus ojos bajados y tus cintas de pelo lisas!
– Es un hombre con futuro: su presente inaugura su futuro, decía el sacristán; mientras dejaba escapar una ola de humo gris...
– ¡Oh!, ¡el señor Leonardo hará honor al vestido! –dijo con voz nasal la sacristana: ¡los dos dientes asomaron!
Ruborizábame yo, como un pudoroso muchacho: vi que las sillas se alejaban de mí, y que murmuraban a mi costa...
Timotina no apartaba los ojos de mis zapatos; me amenazaban los dos sucios dientes... el sacristán reía irónicamente: ¡yo mantenía la cabeza gacha!...
– Lamartine ha muerto... –dijo de repente Timotina. ¡Querida Timotina! Por tu adorador, por tu pobre poeta Leonardo, lanzabas a la conversación el nombre de Lamartine; alcé, entonces, la frente, sentí que el pensamiento único de la poesía iba a devolver la virginidad a todos aquellos profanos, sentía palpitar mis alas y, sin quitar ojo a Timotina, dije radiante:
– ¡El autor de Las Meditaciones poéticas tenía hermosas flores en su corona!
– ¡Ha muerto el cisne de los versos! – ¡dijo la sacristana!
– Sí, pero ha entonado su canto fúnebre –repuse yo entusiasmado.
– ¡Pero –exclamó la sacristana–, si el señor Leonardo es también poeta! Su madre me enseñó el año pasado muestras de su musa...
Yo me lanzaba audazmente.
– ¡Oh!, señora, no he traído ni mi lira ni mi cítara; pero...
– ¡Oh!, ¡vuestra cítara!; la traeréis otro día...
– No obstante, si ello no desagrada al honorable –y saqué un trozo de papel de mi bolsillo–, voy a leeros algunos versos... Los dedico a la señorita Timotina.
– ¡Sí!, ¡sí!, ¡joven!, ¡muy bien!, recitad, recitad, poneos al extremo de la sala...
Retrocedí... Timotina miraba mis zapatos... La sacristana hacía de Madonna; los dos señores se inclinaban el uno hacia el otro... Yo, enrojecí, tosí y, cantando con ternura, dije:

En su retiro de algodón
Duerme el céfiro de suave hálito...
En su nido de seda y lana
Duerme el céfiro de alegre mentón.

La asistencia entera se desternilló de risa; los señores se inclinaban uno hacia otro haciendo chistes groseros; pero especialmente horrible era el aspecto de la sacristana, quien, con los ojos vueltos hacia el cielo, hacíase la mística, ¡y sonreía con sus espantosos dientes! Timotina, Timotina, ¡reventaba de risa! Era un golpe mortal que me traspasaba, ¡Timotina se agarraba los costados!... Un dulce céfiro en el algodón, ¡es suave, es suave!... decía resoplando el padre Cesarín... Creí percibir algo, pero aquel estallido de risa sólo duró un segundo: todos intentaron recobrar la seriedad, aunque todavía estallaban de cuando en cuando...
– Continuad joven, está bien, ¡está bien!

Cuando el céfiro alza sus alas
En su retiro de algodón...
Cuando corre donde le llama la flor,
Su suave hálito huele muy bien...

Esta vez, una enorme carcajada estremeció a mi auditorio; Timotina miró mis zapatos: tenía calor, mis pies ardían bajo su mirada, y nadaban en sudor; pues me decía a mí mismo: estos calcetines que llevo desde hace un mes son un don de su amor; estas miradas que lanza sobre mis pies son un testimonio de su amor: ¡ella me adora!
Y he aquí que no sé qué pequeño sabor parecióme salir de mis zapatos: ¡ay!, ¡comprendí las horribles risas de la asamblea! Comprendí que, extraviada en aquella malvada sociedad, Timotina Labinette, Timotina, ¡nunca podría dar libre cursó a su pasión! Comprendí que también yo debía devorar aquel amor, aquel doloroso amor nacido en mi corazón una tarde de mayo, en una cocina de los Labinette, ¡ante el contoneo posterior de la virgen del tazón!
Daban las cuatro –la hora del regreso– en el péndulo del salón; fuera de mí, ardiendo de amor y loco de dolor, cogí mi sombrero, me escapé derribando una silla y atravesé el corredor mientras murmuraba: Adoro a Timotina; y huí al seminario sin detenerme...
Los faldones de mi hábito negro volaban tras de mí, al viento, ¡como dos siniestros pájaros!...

30 de junio
Dejo, en lo sucesivo, a la divina musa el cuidado de mecer mi dolor; mártir de amor a los dieciocho años y pensando, en mi aflicción, en otro mártir del sexo que nos da gozos y dichas, no poseyendo ya a la que amo, ¡voy a amar la fe! Que Cristo y María me lleven hacia su seno: yo les sigo: no soy digno de desatar los cordones del calzado de Jesús; ¡pero mi dolor!, ¡mi suplicio! ¡También yo llevo á los dieciocho años y siete meses una cruz, una corona de espinas!, y en la mano, en lugar de una caña, ¡tengo una cítara! !En ella estará el bálsamo para mi llaga!...

Un año después, 1º de agosto
Hoy he sido revestido con la vestidura sagrada; voy a servir a Dios; tendré un curato y una modesta sirviente en un pueblo rico. Tengo fe; procuraré mi salvación y, sin ser dispendioso, viviré como un buen siervo de Dios con su sirviente. Mi madre, la Santa Iglesia, me reconfortará en su seno: ¡bendita sea!, ¡bendito sea Dios!
... En cuanto a esta pasión, cruelmente querida, que encierro en el fondo de mi corazón, sabré sufrirla con constancia: sin precisamente reavivarla, podré evocar ocasionalmente su recuerdo: ¡son tan dulces estas cosas! Por lo demás, ¡yo nací para el amor y para la fe! ¿Tal vez tenga un día, vuelto a esta ciudad, la dicha de oír en confesión a mi querida Timotina?...
Además, conservo de ella un dulce recuerdo: desde hace un año no me he quitado los calcetines que me dio... Esas zapatillas, ¡Dios mío!, ¡las conservaré en mis pies hasta en vuestro santo Paraíso!...

El corazón delator

 
 
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

15 de marzo de 2011

Charon

Charon se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.
Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.
Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario esto habria dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.
Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no pordían percibirla.
Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Charon considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Chanon se inclinaba hacia adelante y remaba.
Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.
Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Charon grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.
Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Charon.
Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Charon volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.
"Soy el último", dijo.
Nunca nadie antes había hecho sonreír a Charon, nunca nadie antes lo había hecho llorar.

El fracaso

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.
-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.
Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:
-¡Nada de su carácter!... -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.
-¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...
-¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.
-Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... -un suspiro-. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!
-También yo puedo hacerle versos si lo desea.
-¿Y sobre qué sabe usted escribir?
-Sobre el amor..., sobre los sentimientos.... ¡Sobre sus ojos!... Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?
-¡Vaya una tontería!... ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.
Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.
-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!... ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!...
-¡Yo!... ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!... -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!... ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!...
La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.
«Me han cogido... Me han cogido... -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano... Ya no te escaparás...» Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo: «¡Tómenla..., estoy vencido!»
-¡Los... ben.., bendigo... -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!... ¡Hija mía!... ¡Ponte a su lado!... ¡Petrovna, trae la imagen!
Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.
-¡Zoquete!... ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?...
-¡Ay, Dios mío!... ¡Virgen Santísima!...
¿Qué había ocurrido?... El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.

EL SIRVIENTE DE LOS HUESOS



Azriel, el Sirviente de los Huesos, un fantasma de tiempos inmemoriales atado a sus huesos y condenado a obedecer a todo aquel que lo invoque, aparece en Nueva York a tiempo de presenciar el asesinato de Esther Belkin, hija de Gregory Belkin, líder del Templo de la Mente. Tras vengar su muerte, se presenta en casa de Jonathan, profesor de la chica, y le cuenta la historia de su vida, cuando era un mortal que vivía en Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor.

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6 de diciembre de 2010

Cuatro perros hicieron justicia

Después de dos embajadas, después de una carta escrita a máquina en papel de hilo y de tres o cuatro sobresaltos de teléfono, tuve que decidirme a decir que sí.

Por la tarde, a las seis, el coche se detuvo a mi puerta y antes que yo tuviera tiempo de ponerme los puños limpio. ¡Qué fastidio! Los gemelos no entran; el pañuelo no se encuentra; los zapatos están sucios... Pero ¿no lo sabe también él que soy pobre y plebeyo?... Bueno, vamos.

El coche partió, rodó saltando melancólicamente sobre las pocas piedras que el barro no había sepultado todavía; enfiló callejas de suburbios, recorrió con monótona lentitud anónimos paseos de barrios nuevos; cruzó un paso a nivel, se acercó al campo. Llovía con decidida regularidad, como si hubiera llovido siempre, desde el principio del mundo. Algunas luces rojas entre la niebla, a través de los vidrios empañados. Conmigo, en el coche, había dos hombres, pero yo no les hacía caso. No podía soportar el sonido de sus palabras; prefería escuchar el chirriar de la grava que se rompía bajo las ruedas. Sentía que se trataba de él, de su villa, de su riqueza, de su mujer, de su porvenir, de un poema largo, eternamente, místicamente y sociamente largo..., un Mahabha-rata americano, una Biblia del año 4000, de cuando nosotros seremos también medievo. Pero el fastidio de la lluvia era mejor que todas las más ultraterrenas visiones. El caballo trotaba despacio; luego se detuvo; después se puso al paso. Tenía que remontar una subida; el hombre bajó del pescante y su sombra, con un látigo bajo el brazo, pasaba y repasaba por delante de la portezuela. Reconocía la calle: las cancelas negras, altas, macizas, a través de las cuales había olido las enormes rosas y había azuzado a los perrazos blancos; muros goteantes, desconchados, remendados de verde, con la cal mojada y los vidrios en punta en lo alto... Era mi campo: ¡paseos solitarios de los diecisiete años, idilios con la nada, perfume de violetas apenas abiertas, deseos que nunca fueron cantados!

Habíamos llegado. ¡Qué fastidio! He aquí la puerta abierta de par en par: el camarero mira con ceño de carcelero, pero si no sonríe es porque no lleva bigote. Entramos en el patio. «¡Bonito, grande, hermosísimo! Y aquellas columnas de allí, ¿estaban antes? ¡Qué buen gusto!» El Intérprete sugiere la admiración y da, sin ser solicitado, todas las explicaciones posibles. Henos en el guardarropa: todo pequeño, todo mono, todo limpio. La camarera acude: ¡También ella! «Deme el paraguas, deme el gabán.» ¿Y luego? ¡Qué maravilla verme en americana, en simple americana! ¡Y ni siquiera es mía!

Un camarero se acerca con un cepillo con la idea de limpiarme los zapatos. «No, amigo mío -le respondo entre mí-, ¿no sabes que soy plebeyo como tú y que me gusta andar con mis piernas, que son piernas de hombre, más que con las de los animales?» Pero, para no gastar demasiadas palabras, retiro los pies y me encamino hacia la antecámara con los zapatos enfangados y las manos más nerviosas que de costumbre.

El Intérprete nos empuja hacia el salón. Divanes rojos, sillitas de encina, vírgenes apócrifas y doradas, muchas luces eléctricas y alfombras de Siria. Miro a mi alrededor: ahora somos cuatro: yo y el Apóstol, y luego el Intérprete y el Anticuario.

¿Qué he hecho para estar aquí? ¿Por qué he venido? ¿A quién esperamos?

Para calmar mi impaciencia, pongo las manos sobre un librazo cubierto de un cuero viejo pelado. Todavía hay trazas de oro en la encuademación. Abro un broche de latón, pero entonces se levanta un tapiz y entra, majestuoso, pero esbelto, nuestro huésped, mister Dayson en persona. Es la primera vez que lo veo: tendrá unos cincuenta años; la barba gris, la frente despejada, una corbata blanca bajo la barbilla, las manos enormes. Es un buen muchacho: se ve en seguida. Grandes apretones de manos y muchos: How do you do? y: I am very glad...

Nos sentamos en un arcón esculpido, negro, más alto que las demás sillas: mister Dayson, en medio; yo a un lado, y el Apóstol al otro. Sobre nuestras cabezas cuelga, a guisa de cómico castigo, el retrato de mister Dayson realizado por un tal Whistler que no se avergüenza de él. ¡Hablemos! Pero ¿de qué? El señor Dayson sabe el italiano como yo sé el americano, es decir, muy mal. Él deglute el principio de una pregunta italiana, yo balbuceo la mitad de una respuesta inglesa. Pero ¿no está el Intérprete? Helo aquí todo sonriente, con la cara pálida a fuerza de lavársela, con la camisa blanca, vestido de negro, gesticulando a saltos como un autómata de sastrería, todo feliz de hacer de intermediario entre los hombres. Así empezamos una seria conversación: los nombres de Kant, de Nietzsche atraviesan el aire pesado del salón, que huele a radiador y a rosas. ¡Oh aire húmedo y libre que se respira entre los olivos mojados! Han dicho a mister Dayson que yo soy filósofo y él me tortura con su filosofía. Habla despacio, sentencia, sonríe, mira a su alrededor, interroga con sus ojos grises, se detiene para repetir sus argumentos; el Anticuario lo acompaña con una mueca sardónica, pero el Intérprete sonríe extasiado como un ángel de porcelana, como un pequeño Buda. Siento que me pasan por la cara tufaradas de revista semanal de Boston. Estamos en Schelling, hemos llegado a Mazzini. También los mártires de barbas blancas son profanados entre una sonrisa y otra, ante las alfombras de Esmirna. Me levanto: ya no puedo más.

¿Por qué me han llamado a esta villa florentina enjalbegada, refaccionada, restaurada, repintada, arreglada, alfombrada y renovada por el gusto americano? Me habían llamado para comer, y en cambio charlamos sin libertad. Por fortuna, se oye un rumor: la señora, mistress Dayson, aparece. El marido es el primero que sale a su encuentro, parece que la acaricia con sus grandes ojos grises de buey. Mistress Dayson se ha puesto guapa: ¿para quién? Es una mujer, ¡ay de mí!, en los últimos límites de la juventud. Un año más, dos y ya no podía decir que cumplió treinta y cinco el mes anterior. Es alta, va vestida de blanco; escotada, pero no demasiado; dos hileras de perlas le recogen los cabellos. Nos mira desde lo alto de sus ojos de turquesa como si fuera una reina. Y yo también la miro: su piel ligeramente agrietada, hipócritamente arrugada, me da casi piedad. Sin embargo, es preciso también inclinarse ante la reina. El elegantísimo Intérprete se precipita para traducir los necesarios cumplidos.

Los míos se reducen a unas simples «Buenas noches». Entonces mister Dayson, que se ha dado cuenta tal vez de mi triste salvajismo, me toma del brazo y me lleva a ver las maravillas de la casa: ante todo, las del salón.

-Esa copa de mármol es del tiempo de Fidias -afirma la vocecita eunuca del Intérprete, que nos sigue como un perro-; estas telas son indias; estos vasos son de la Magna Grecia; estos platos azules los he comprado en Persia; esta extraña estufa de hierro proviene de Siberia; esta Sagrada Familia es de escuela veneciana; este mar pintado es del célebre Serra, y aquel busto es del siglo XV, y aquel puñal...

¡Oh, el bonito puñal damasquinado, con su vaina cubierta de terciopelo rojo, con su hoja bien afilada y su punta bien puntiaguda! «¿Por qué -pienso- este señor Dayson no mata a su mujer con ese puñal? ¡Una bonita muerte de estetas, en una villa de Fiésole, en una fría noche de febrero!» Pero el señor Dayson no está satisfecho: es preciso seguirlo hacia arriba, a las otras habitaciones. Subimos la escalera, muelle y silenciosa por las alfombras; atravesamos salitas y salones con muebles secesionistas e imitaciones del siglo XVI; galerías con sólidas columnas de estilo toscano, y luego largos pasillos con aguafuertes en las paredes, y grandes despachos con libros por todas partes, libros bien encuadernados, limpios, intactos: libros no leídos. Pasamos a la habitación del matrimonio; subimos más. Encontramos otro gabinete, otra galería, luego una terraza cubierta, con sillas de mimbre, sillones inmensos, divanes sultanescos, bustos de mármol severos e insignificantes. Este es el santuario de mister Dayson; el último reducto de su vida, su pensador de gala. Ya que mister Dayson no es un hombre corriente, no es simplemente uno de los muchos americanos que vienen a Italia para hacer de señores con poco dinero. Es un hombre de letras, un apóstol, un escritor, puedo incluso decir un poeta desde el momento que esta palabra se ha concedido a todos los que hacen versos, e incluso a los que no los hacen. Es preciso saber, en suma, que mister Dayson es, como todos los hombres ilustrados de su tiempo, un socialista, pero no un socialista común o vulgar, sino uno de aquellos que pronuncian discursos en salas bien caldeadas, que imprimen libritos con cubierta roja y hacen a sus hermanos, no ya el sacrificio de su vida -son pacifistas incluso dentro de sus paredes domésticas-, sino aquel bastante más pesado de algún centenar o millar de monedas de cinco francos. Mister Dayson es, en suma, un socialista presentable, un socialista de lujo. Si se hubiera quedado en su país sería jefe de algo, tal vez de un ejército, de un partido, de una iglesia, pero él ha preferido, como Washington, retirarse del campo de sus hazañas. Él sabe que el mundo espera muy otra cosa de él y no quiere defraudar a la humanidad. Por eso ha tomado a su mujer y a sus millones y ha venido a Italia, a curarse el corazón y a componer un poema en cincuenta cantos. Mientras los trabajadores se fatigan con los martillos y bajo tierra, él se tumbará en una aireada galería italiana a componer cuartetas para anunciar la futura edad feliz. A cada uno su misión, la suya es cantar la revolución después de haber deglutido una buena comida bajo los artesonados de un techo del siglo XVI.

Ahora yo escribo estas cosas con cierta calma, pero cuando mister Dayson me arrastraba de cuarto en cuarto y de galería en galería, con el frívolo Intérprete a la espalda, me encontraba tan mal como si hubiese tenido una serpiente alrededor del pecho.

«¡Pedazo de sinvergüenza! -decía entre mí-. ¿Tienes el valor de escribir en las revistas rojas y de querer salvar al pueblo? ¿Y estás aquí, en una casa que te cuesta medio millón, con siete criaturas humanas a tus órdenes y varios millones en tus cajas? Y, no contento con esto, vienes aquí, a mi casa, sobre la más dulce colina toscana, en medio de mis olivos, en medio de los cipreses, en una villa de mi pueblo, en una bella y sólida casa que tú ensucias y ofendes con tus espantosas mezclas anticuarias y neoyorquinas. ¡Fuera de aquí, mala bestia, fuera en seguida!»

Creo, en serio, que si el código no castigara el homicidio habría agarrado por el cuello a mister Dayson y no lo hubiera dejado hasta que hubiese oído caer su cabeza sobre la alfombra. Tal vez tuve un estremecimiento de presentimiento, porque se apresuró a volver a bajar al salón. Desde el salón quiso por fuerza que pasara al jardín. Las galerías de la casa se iluminaron. Fuimos a tientas bajo la lluvia hacia una gran terraza que avanzaba como el espolón de una fortaleza en dirección al valle.

-Desde aquí -decía con aire de triunfo mister Dayson- se ve toda la Toscana. Allí Vallombrosa, allí Pisa, allí los montes Apuanos, y por esta parte Mugello y Vallarno, un poco de Casentino: toda la Toscana.

No se veía nada -sólo densos perfiles negros a través de la niebla y de la oscuridad-, pero yo lo veía todo: veía mi tierra divina con sus ríos de plata y sus casas color de sol y sus montes azules encipresadosr toda mi tierra a los pies de este intruso filántropo barbudo. No, no y no: decía mi corazón. Pero a mi alrededor todo estaba oscuro y frío. Ninguna voz respondía a mi rabia. ¿Dónde estaban los dueños de este país? ¿Nadie gritaba?

Una mujer nos llama a través de la niebla, desde el límite rojo de la luz. Entramos de nuevo en la casa. ¡Valor!

Gracias a Dios, anuncian que la cena está servida. Mister Dayson me da el brazo; el Anticuario se pone a disposición de la señora; el Intérprete menea la cola, y el Apóstol viene el último, más ceñudo y neurasténico que nunca. Me encuentro sentado ante una gran mesa dispuesta; delante de mí hay cinco vasos, dos platos, dos tenedores a un lado y dos cuchillos a otro. Pienso en cuando como en el campo, solo, con dos lonjas de jamón en un papel amarillo, un pedazo de pan; diez dedos como manteles y el cielo y los pájaros sobre mi cabeza.

A mi lado hay una mujer que hasta ahora no había visto: es una dama de compañía de la falsa reina, la secretaria del señor, tal vez la maestra del chico. Es una señorita prusiana que habla siempre inglés y alguna vez italiano. Tal como está, bastante descotada y con dos valientes ojos meridionales, es la mujer más mirable de la casa.

Mientras tragaba con alguna incertidumbre una pasta harinosa que recubría apenas el fondo de un gran plato sopero con flores seudocampesinas, mister Dayson reanudó la conversación. Los nombres de Fichte y de Engels resonaron una vez más en medio del gorgoteo y del chirriar de las palabras transatlánticas. La corbata blanca ondulaba y se hinchaba bajo la barbilla del elocuente anfitrión. La señora callaba y admiraba; el Intérprete reía, asentía y traducía; el Anticuario comía con su lustrosa cabeza inclinada; el Apóstol confiaba al oído de la prusiana los nombres difíciles de poetas mal traducidos. La rabia me hacía más silencioso que nunca. Contestaba que sí y que no y, contra mi costumbre, comía poquísimo. Pero los cinco vasos pequeños y grandes puestos delante de mí no me intimidaban: bebí vino blanco y vino tinto, vino alemán y champaña francés, con la firme intención de calentarme y dar un escándalo. La conversación seguía. Mister Dayson correteaba como una liebre por la historia americana. El pobre Emerson fue sacrificado en pocas frases; el gran Walt Whitman apareció un momento y sufrió su tirón de orejas; Lincoln y Thoreau salieron de la sombra y aparecieron bajo su verdadera luz de precursores de mister Dayson. Y dado que yo bebía, bebía también él. Iban pasando pedazos de asado, montañas de zanahorias, papas sin aliñar, panecillos sepultados en cándidas salsas compactas, apios crudos, pajaritos transfigurados, aceitunas en vinagre y almendras saladas; pero el señor Dayson no les hacía caso. Él bebía y hablaba, y la revolución social espumeaba en sus palabras como en una copa de champaña. Yo lo entendía a medias, pero sudaba lo mismo que si lo hubiese entendido. Una frase ingeniosa del anticuario desvió por un momento la conversación, y hasta la reina se dignó decir algunas palabras entre el Intérprete y el Apóstol. Pero el señor Dayson volvió a tomar la palabra y ya no la soltó.

Bordeamos la más alta metafísica: ni siquiera la llegada de un gran dulce de chocolate interrumpió una inconveniente comparación entre Platón y Longfellow. Improvisamente, sin embargo, mister Dayson dejó la filosofía. Estábamos al final de la comida y de las botellas: en el momento orgiástico del bajo optimismo filisteo.

-Hay tres cosas -anunció mister Dayson en voz alta y satisfecha en medio del silencio de todos- que me hacen confiar en el mundo. La primera es ésta: que no existe en el mundo una criatura tan perfecta como la señora Dayson; la segunda es que los derechos de las masas proletarias son reconocidos por aquellos mismos que deberían negarlos; y la tercera es que no veo por ninguna parte a nadie que se me parezca.

Y dicho esto, otra copa de champaña. La reina sacudió con aire compasivo su cabellera amarilla emperlada, pero se veía que estaba en el colmo de la felicidad; el intérprete rió con aquella risa suya a saltos, con aquella risa mecánica made in Germany. Los otros contemplaron el gran jarro lleno de muguetes que había en medio de la mesa y no tuvieron el valor de reírse. Yo ya no podía más.

Me levanté en medio de la sorpresa general: sentía que la cara me ardía. Miré a mister Dayson a los ojos: él abrió la boca, tal vez para preguntarme qué me pasaba, pero en aquel momento se oyó ladrar un perro. El señor Dayson agarró la ocasión por los pelos y exclamó:

-¡Mis pobres perros! Esta noche no los he hecho entrar. ¿Quiere ver mis perros?

Y así diciendo se levantó también él y corrió a la puerta. Yo me dejé caer en la silla, humillado y molesto por el estúpido contratiempo. Las señoras empezaron a asustarse. La prusiana me juró en voz baja que los perros eran malcriados y feroces y que saltaban de tal modo, para hacer fiestas, que solían destrozar los vestidos de sus dueños. Oí un gran estrépito de sillas en la habitación de al lado y un confuso galopar. Cuatro perrazos entraron corriendo, meneando las colas, golpeando con ellas las sillas y las mesas, jadeando ruidosamente, saltando, como fieras puestas en libertad. Eran cuatro hermosos perros de las marismas, altos, fuertes y jóvenes. Estaban la perra madre y el perro padre y dos vigorosos hijos, tan altos y musculados como sus progenitores. Mister Dayson, en pie en medio de ellos, parecía querer calmarlos con los gestos de su mano e hinchaba el pecho con orgullo, como un domador novato en medio de los leones. Los perros corrían por la habitación, resoplaban, ponían las patas encima de todos, arrugaban el morro enseñando los dientes.

Entonces un recuerdo se me presentó y de repente vi la certidumbre de la venganza. En la montaña, estando con los pastores, había aprendido el silbido que llama a los perros marismeños y los lanza al asalto de los lobos y de los ladrones. Entonces, ante el asombro de todos, silbé: silbé con todo el aliento de mis pulmones y toda la fuerza de mi rabia.

Las bestias comprendieron, se acordaron y obedecieron -aunque habituadas a la esclavitud- al antiguo instinto. Sin escuchar nada, asaltaron a todos, mordieron las piernas de las señoras, desgarraron el blanco vestido de la dueña, derribaron al suelo a la pequeña prusiana con su silla, saltaron a los ojos del Intérprete, derribaron la mesa con todas las cosas, todas las flores, todos los cristales, todos los platos pintados, ladraron y aullaron como si estuvieran enfurecidos y, saltando por todas partes, rompían, derribaban, destrozaban y lo trastornaban todo. El bonito comedor, con sus blancos manteles y su alegre lámpara y sus ramos olorosos y sus sillas talladas, parecía un infierno en el que cuatro demonios peludos persiguieran y martirizaran a siete condenados.

Volví a silbar y los ladridos furiosos me respondieron dominando los gritos y quejidos de los asaltados. La venganza que los hombres ni siquiera se atrevían a imaginar, las generosas bestias de la Marisma la habían realizado con todo el ímpetu de su raza robusta.

No escondo que me sentí de repente libre y satisfecho. También yo tenía un desgarrón en los pantalones, un mordisco en la mano y la chaqueta inundada de vino, pero no me importaba: mis ojos debían de chispear como los de un Mefistófeles de buen humor.

Ahora ya no tenía nada que hacer allí. Los criados habían acudido para atar a los perros y la voz de mister Dayson había cambiado. Yo, aprovechando la confusión, me deslicé fuera de la habitación, corrí a recoger el sombrero y el gabán y salí, mientras los perros seguían aullando entre los gritos enronquecidos de los hombres. Regresé a casa a pie, bajo la lluvia, y cuando me desnudé para meterme en la cama me di cuenta de que tenía los zapatos más enfangados que de costumbre.