22 de febrero de 2010

Un alma por nacer

Hace seis mil años aproximadamente...
El mundo estaba creado hacía medio siglo. Dios ya había expulsado a Adán y Eva del paraíso terrestre. No había, pues, en el cielo, más que almas que un día debían descender a la tierra y animar sucesivamente los cuerpos que nacerían.
La primera que se presentó a Dios fue la de Abel, y los cantos de los arcángeles y la bendición del señor acogieron el retorno del alma exiliada y mártir que debió la luz a una falta y la muerte a un crimen.
La segunda fue la de Eva, y cuando las puertas del cielo volvieron a abrirse ante esta alma pecadora, mancillada por el pecado pero depurada por el dolor, todas las almas del futuro se apiñaron a su alrededor para saber algo de la tierra.
Eva se había limitado a responder: «He pecado, he sufrido, he rezado; la vida tiene muchas pasiones, muchos dolores y muchas alegrías.». Luego se había retirado a la diestra de Dios, para acabar junto a él su plegaria iniciada en el mundo.
Para todas estas almas que no conocían más que el cielo, pasiones y dolores eran dos palabras completamente desconocidas. No comprendían más que una eternidad de calma, puesto que no veían más que una extensión de serenidad; por eso se paseaban soñadoras por los jardines de estrellas que Dios hizo abrir bajo sus pasos, preguntándose unas a otras qué podían ser las cosas ignoradas que en la tierra se denominaban pasiones y dolores.
Entonces a veces se alejaban del grupo que forman los elegidos junto al Señor, y seguían misteriosamente un sendero aislado hasta que, llegadas a un lugar en que ninguna otra las había seguido, podían inclinarse sobre la bóveda del cielo y tratar de ver lo que pasaba entre los hombres; pero las tinieblas de las pasiones eran tan impenetrables a sus ojos celestes como los resplandores de la eternidad a nuestra ciencia humana.
Y entre todas estas almas serias de esta tierra nueva, había una a la que su ángel bueno le había dicho:
-Nacerás un día del seno de una mujer, abandonarás tu forma inmortal para el mundo que el Señor acaba de hacer.
-¿Y cuándo debo nacer? -había preguntado el alma.
-Espera y reza esperando -había respondido el ángel.
Y había echado a volar hacia el oriente del cielo, dejando a la pobre alma más curiosa todavía que antes.
Un día, el sol se veló en los cielos: otra alma acababa de dejar la tierra, pero cuando se presentó a la puerta del Señor, el ángel de justicia la expulsó.
Todo el cortejo radiante del Señor se había puesto de rodillas redoblando las alabanzas y plegarias y preguntando qué había hecho aquel a quien Dios expulsaba.
Dios respondió:
-Se llamaba Caín, y mató a Abel.
Y el cielo se veló por el primer crimen, como se había velado por la primera falta.
-¿Qué puede haber en el mundo -se preguntaba el alma que debía nacer- para que un hermano mate a su hermano?
Y seguía esperando, y rezaba mientras esperaba.
Sin embargo, la primera falta y el primer crimen habían excitado la cólera de Dios, aunque los muertos se sucedían con rapidez y aunque al cielo volvían muchas menos almas de las que habían partido. Pero cada vez que llegaba una, le pedían noticias de la tierra; a lo que ella respondía: «Ante Dios se pierde el recuerdo de los hombres; pero todo lo que Dios ha hecho, es hermoso, y la tierra, en medio de sus dolores, tiene muchas alegrías.»
E iba a rendir cuenta al Señor de los dolores y plegarias que tenía que oponer a las faltas que había cometido.
Los siglos transcurrían, y el alma seguía esperando.
Un día, los ángeles, inclinados ante el trono eterno, vieron no cólera, sino una lágrima en los ojos del Señor, y aquella lágrima fue el diluvio.
Durante cuarenta días, el cielo lloró sobre las faltas de la tierra, y la tierra desapareció.
Desde lo alto de la bóveda celeste los ángeles seguían con la mirada y con la plegaria, como aquí abajo nosotros seguimos una estrella, algo que se deslizaba sobre las aguas: era el arca de Noé.
La pobre alma que esperaba su nacimiento creyó por un momento que el mundo se había desvanecido para toda la eternidad y que ella no nacería nunca; el arca le devolvió la esperanza: el mundo se rehízo.
Cada vez que un alma dejaba el cielo para la tierra, la que esperaba la acompañaba lo más lejos que podía y le decía:
-Hermana mía, al regreso me contarás lo que se hace en el mundo.
Y desaparecía.
Cada vez que durante la oración el alma del futuro se encontraba junto a su ángel bueno, le decía:
-¿Naceré pronto? -Espera y reza.
Y los siglos pasaban.
Sin embargo, el mundo se volvía completamente malvado. Las alabanzas se redoblaban en el cielo a medida que el culto se perdía en la tierra. Apenas si de vez en cuando volvía un alma exiliada, pero ésta era recibida con cantos y flores y Dios la bendecía.
Como el castigo no había detenido los crímenes, Dios quiso probar el perdón. Hizo un alma a imagen de su pureza, y la envió a la tierra. Los ángeles la acompañaban cantando, y se quedaron mucho tiempo arrodillados tras ella cuando la perdieron de vista.
Apenas esta alma, a quien Dios había dado el nombre de hijo suyo, y a quien la tierra había dado el nombre de Jesús, hubo pasado treinta años en su exilio, las almas comenzaron a volver al cielo purificadas por este hombre divino. Todos los días había fiesta, todos los días la eternidad de la felicidad recomenzaba radiante y espléndida, y cada día el cielo se poblaba de vírgenes y de mártires.
Finalmente el hijo de Dios reapareció tras su misión, con su corona de espinas en sus manos desgarradas.
Dios le dijo:
-Ven, hijo mío, tus pies se han magullado en las piedras del camino, pero tu corazón ha permanecido puro ante las tentaciones.
Y le hizo sentarse a su diestra.
-¿Cómo puede ser ese mundo -se decía el alma soñadora- donde se atreven a hacer morir al hijo de Dios?
En el cielo no se hablaba de otra cosa que de una gran pecadora a la que Cristo había convertido y a la que se esperaba con impaciencia,
Llegó.
La primera alma que fue a su encuentro fue la que esperaba siempre su nacimiento. Ella le dijo:
-Hermana mía, ¿cuál era tu nombre?
-Magdalena -respondió la pecadora.
-¿Y la tierra tiene muchas alegrías?
-Sí, pero son pasajeras, y las del Señor son eternas.
Y Magdalena fue a arrodillarse a los pies de Dios.
El alma continuaba esperando; había oído al señor diciendo a Magdalena: «Te será perdonado mucho, porque has amado mucho.» Y se preguntaba qué sería el amor, del que nada se sabía en el cielo, que había perdido a Eva y que salvaba a Magdalena.
Por eso estaba cada vez más impaciente por ver desvelarse los misterios de ese mundo donde Dios exiliaba tantas almas; de ese mundo alejado y desconocido, donde por algunos años de pasiones se sacrificaba una eternidad de felicidad. No era deseo, porque su naturaleza le impedía tenerlo, era la esperanza. Quizá quería sufrir como otras su martirio, para volver a Dios ceñida con una doble corona; quizá, después de todo, era ella de una esencia menos divina que sus hermanas, y había sentido el soplo de cólera que al dejar el paraíso el ángel caído lanzó sobre ellas. Lo cierto es que en medio de la beatitud inmensa, ella esperaba con esa alegría temporal.
Y cada vez que encontraba a su ángel, le hacía la misma pregunta, a la que él daba la misma respuesta.
Las noticias que se recibían de la tierra no eran muy halagüeñas, sin embargo, para una hija del cielo. Los apóstoles habían seguido muy de cerca a Cristo y, si llegaban con el alma pura, estaban muy desfigurados de cuerpo. Los hombres no parecían querer seguir el camino trazado por la mano divina. Las vírgenes que volvían al cielo agradecían a Dios haberlas despojado de su envoltura terrestre, y cuando hablaban de la tierra lo hacían sin nostalgia.
El alma seguía esperando.
Los siglos pasaban.
Por fin la ley del Señor prevaleció. La luz había sido al principio demasiado fuerte, por lo que, en lugar de iluminar, había cegado; era un momento encantador para ir a la tierra. Ya no había emperadores crueles; ya no había apóstoles mártires; todo parecía marchar según la voluntad eterna, y para el alma solitaria que se contentara con sombra y amor, la tierra tendría muchas alegrías; es, al menos, lo que decían algunas almas cuyo primer cuidado, al llegar al cielo, era buscar a aquellas que habían perdido en la tierra, y continuar bajo la mirada de Dios el amor comenzado entre los hombres.
«Sólo allá abajo se encuentra ese amor -se decía el alma-. ¿Cuándo naceré?»
-Espera y reza -respondía el ángel.
Era desolador, tanto más cuanto que el cielo se había iluminado de pronto con un astro maravilloso que se llamaba cometa y que todavía era ignorado por los hombres; el alma temía que fuera para destrucción del mundo por lo que Dios había hecho aquel nuevo instrumento de justicia, puesto que había dicho que el mundo perecería por el ruego.
El alma comprendió que tenía que darse prisa. Fue en busca de su ángel y le dijo:
-¿Permitirá pronto Dios mi nacimiento?
-Pronto -contestó el ángel.
-¿Y cuándo?
-Dentro de un siglo, o dentro de siglo y medio aproximadamente.
¿Dónde puede ser uno paciente si no es en el cielo? El alma esperó.
Decididamente el mundo se volvía feliz y parecía retornar a la edad de oro. Cristo se había servido del amor terrestre para llegar a la fe. Había hecho una revelación en aquel primer pecado de la primera mujer, y gracias a esto, se podían pasar algunos meses en la tierra sin comprometerse.
Sin embargo, el alma comprendía que esta esperanza de otro mundo distinto al de Dios era ya un pecado, y que ella llegaría mancillada por una falta original tanto mayor cuanto que era cometida en medio de la inocencia eterna. Por eso, cuando rezaba por los demás, rezaba un poco por ella.
El tiempo caminaba rápidamente, porque ante los ojos del Señor y ante la eternidad cada siglo no tarda más en pasar que el grano de arena que cae del reloj.
El alma veía llegar feliz el momento tan esperado. Cuanto más se acercaba más preguntaba a las que volvían sobre nuestro mundo, más sed tenía de ese amor terrestre y casi de esos dolores que romperían la monotonía de la beatitud.
Por eso se paseaba, a la hora en que la noche desciende sobre la tierra, por los caminos más ocultos del cielo tratando de levantar un pico del velo diamantino que cada noche Dios extiende sobre el cielo. Ella seguía soñando la vía láctea, diciéndose: «¿Qué castigo me hará sufrir Dios por la falta que cometo a su lado, cuando no debería tener más que un deseo, su vista; sólo una felicidad, la plegaría, sólo una alegría, la eternidad?»
De vez en cuando el ángel pasaba a su lado y le decía:
-Paciencia.
El alma esperaba.
Por fin una noche en que ella soñaba, como de costumbre, contemplando una revolución que se operaba en una estrella, el ángel se acercó a ella.
-Tu madre ha nacido hoy -le dijo.
-¡Mi madre! -exclamó el alma.
-Sí.
-Entonces sólo me quedan dieciocho años que esperar; porque espero que mi madre se casará joven.
-Espera, y reza mientras esperas.
El alma estaba triunfante. Dejó su soledad, olvidó la revolución de su estrella y fue a mezclarse con las demás, participando por todas partes el nacimiento de su madre.
Ahora que tenía la certeza de nacer, le inquietaba una cosa todavía: saber si nacería hombre o mujer. Pero en esto los misterios del futuro eran impenetrables; había que esperar.
Todos los días le preguntaba al ángel:
-¿Cómo va mi madre hoy?
-Acaba de salirle el primer diente.
-¡Qué suerte! -decía el alma.
Y al día siguiente seguía con sus preguntas.
Sin embargo, cada día profundizaba más y más en su pasado; incluso antes de nacer, ya tenía algo que expiar.
Una mañana el ángel fue a su encuentro y le dijo:
-Tu madre se ha casado hoy.
-¡Mi madre se ha casado!
-Hace una hora.
-¿Y sólo tengo que esperar...?
-Nueve meses -dijo el ángel.
El alma fue a dar parte del matrimonio de su madre, como había dado parte de su nacimiento y de su primer diente. Recibió las felicitaciones de todo el cielo. La crónica dice incluso que recibió comisiones de las que habían olvidado o dejado algo en la tierra.
Por lo demás, como un pecado no va nunca solo, se iba volviendo de un orgullo insoportable; no había medio de acercarse a ella, y desde que tenía que ir a la tierra, esto le había enloquecido de tal modo la cabeza que había hecho muchos enemigos y se había peleado para siempre con dos profetas y cinco mártires.
¿Qué castigo reservaba Dios a esta alma que perturbaba así la serenidad del firmamento?
Cuanto más se acercaba al momento tan esperado desde hacía seis mil años, más quería saber algo del mundo que iba a habitar; pero se hubiera dicho que, a medida que se acercaba a su nacimiento, avanzaba en la sombra; tanto que no sospechaba lo que iba a encontrar.
En estos tejemanejes encontró al ángel.
-¿Y bien? -le dijo.
-Tu madre está encinta.
-¿De mí?
-De ti.
El alma lanzó una exclamación que sobre la tierra sería un pecado y que en el cielo sería un crimen.
Jamás se había visto un alma más ocupada y más deseosa de la vida corporal; por eso, las que no tenían más amor que Dios la dejaban con sus amores terrestres y empezaban a rezar por ella.
Su alegría aumentaba, por tanto, a medida que pasaba el tiempo, y un día que estaba más alegre, porque acababa de calcular que sólo le quedaban unas horas de espera, el ángel fue hacia ella.
-¿Y bien? -dijo el alma.
-Ay -dijo el ángel-, tu madre ha muerto de parto.
-¿Y yo? -exclamó el alma egoísta.
-Tú has muerto al venir al mundo.
El castigo siguió de cerca a la falta. El alma sintió que el cielo le faltaba bajo sus pies: se había precipitado en el limbo.

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