3 de julio de 2013

EL CORAZÓN BAJO UNA SOTANA



Oh! Timotina Labinette! Hoy, que me he revestido con la vestidura sagrada, puedo rememorar la pasión, ahora enfriada y dormida bajo la sotana, que el año pasado ¡hizo latir mi corazón de hombre joven bajo mi capote de seminarista!...
1º de mayo de 18...
... Ha llegado la primavera. La viña del abate *** se llena de brotes en su maceta: el árbol del patio tiene pequeños retoños, tiernos como gotas verdes sobre sus ramas; el otro día, al salir del estudio, he visto en la ventana del segundo algo así como el champiñón nasal del sup ***. Los zapatos de J*** hacen algo de ruido; y he observado que los alumnos salen con demasiada frecuencia al patio para...; ¡precisamente ellos, que vivían en el estudio como topos, arrejuntados; hundidos en su vientre, con sus caras rojas tendidas hacia la estufa, con un aliento cálido y espeso como el de las vacas! Ahora se quedan demasiado tiempo al aire y, cuando vuelven, ríen con medias sonrisas y cierran el istmo de su pantalón con excesiva minuciosidad –no, me equivoco, con demasiada lentitud– y con unas formas que parecen mostrar una complacencia maquinal en esa operación que, en sí, es totalmente futil...

2 de mayo
El sup *** bajó ayer de su cuarto y, con los ojos cerrados, sin vérsele las manos, medroso y friolero, arrastró durante cuatro pasos sus zapatillas de canónigo por el patio (Rimbaud hace aquí una corrección; el texto primero dice: arrastró por el patio sus friolentas zapatillas de canónigo).
¡Ay mi corazón que lleva el compás en mi pecho, y mi pecho que golpea contra mi grasiento pupitre! ¡Ay! ¡ahora detesto la época en la que los alumnos eran como gruesas ovejas sudorosas en sus sucios vestidos y dormían en la atmósfera pestilente del estudio, bajo la lámpara de gas, en el intenso calor de la estufa!...
¡Estiro los brazos!, lanzo un suspiro, estiro las piernas... siento cosas en mi cabeza, ¡oh!, ¡cosas!...

4 de mayo
... Mira, ayer, no podía más: he abierto, como el ángel Gabriel, las alas de mi corazón. ¡El soplo del espíritu sagrado ha recorrido mi ser! He cogido mi lira y he cantado:

¡Acercaos,
Gran María!
¡Querida Madre
Del dulce Jesús
Sanctus Christus!
¡Oh virgen encinta,
Oh madre santa,
Acercaos!

¡Ay; si supieseis los misteriosos efluvios que sacudían mi alma mientras deshojaba esta rosa poética! lCogí mi cítara y, como el Salmista, alcé mi voz, inocente y pura, en las celestiales alturas! ¡Oh altitudo altitudinum!

7 de mayo
!Ay! Mi poesía ha replegado sus alas, pero, como Galileo, diré; postrado por el ultraje y el suplicio: !Y sin embargo, se mueve! –Leed: ¡se mueven!– Cometí la imprudencia de dejar caer la confidencia precedente... J *** la recogió, J ***, el más feroz de los jansenistas, el más riguroso fanático del sup *** y, en secreto, se la ha llevado a su señor; pero el monstruo, para hundirme bajo el insulto universal, ¡había hecho pasar mi poesía por las manos de todos sus amigos!
Ayer, el sup *** me llama: entro en su apartamento, estoy de pie ante él, sacando fuerzas de flaqueza. Sobre su frente calva temblaban como un rayo furtivo los últimos cabellos rojos: sus ojos emergían de entre su grasa, más calmos, apacibles; su nariz; semejante a una maza, era movida por un balanceo habitual: murmuraba un Orermus: humedeció el extremo de su pulgar, pasó algunas páginas del libro y saco un papelillo grasiento, doblado...

¡Graan Maariiia!...
¡Maadree Queeriidaa!

¡Rebajaba mi poesía!, ¡escupía sobre mi rosa!, se hace el Brid'oison, el José, el idiota, para ensuciar, para manchar, este canto virginal; tartamudeaba y pronunciaba cada sílaba con una mofa de odio concentrado: y cuando llegó al quinto verso,... ¡Virgen encinta!, se detuvo, redondeó su nasal, !y estalló!, ¡Virgen encinta! ¡Virgen encinta!, lo decía con un tono, frunciendo estremecidamente su prominente abdomen, con un tono tan espantoso, que un púdico rubor cubrió mi frente. Caí de rodillas, con los brazos levantados hacia el techo, y exclamé: ¡Oh padre mío!...
– ¡Vuestra liira!, ¡vuestra cítara!, ¡joven!, ¡vuestra cítara!, ¡misteriosos efluvios!, ¡que os sacudían el alma! ¡Ya habría querido ver yo!, ¡Joven alma, observo ahí dentro, en esta limpia confesión, algo mundano, un peligroso abandono, en suma, la fuerza de las pasiones!
Calló; estremeciose de arriba abajo su abdomen: después, solemne:
– Joven, ¿tiene usted fe?
– Padre, ¿por qué me lo pregunta? ¿Bromean sus labios?... ¡Sí; creo todo lo que me dice mi madre... la Santa Iglesia!
– Pero... ¡Virgen encinta!... Se trata de la concepción, joven; ¡se trata de la concepción!...
– Padre, ¡yo creo en la concepción!
– ¡Tenéis razón, joven! Se trata de algo...
... Calló... Después: el joven J *** me ha hecho una relación en la que, según vuestra actitud en el estudio, compruebo por su parte una separación de las piernas cada día más notoria; afirma haberos visto estiraros cuan largo sois, bajo la mesa, a la manera de un joven... lánguido. Son hechos sobre los que nada podéis responder... Acercaos, de rodillas, muy cerca de mí: quiero preguntaros con dulzura; contestad: ¿separáis mucho las piernas en el estudio?
Me puso, después, la mano en la espalda, en el cuello, y sus ojos se volvieron claros, y me hizo hablar sobre esa separación de las piernas... Mira; prefiero decir que fue repugnante, precisamente yo, que sé lo que eso quiere decir, ¡aquellas escenas!... Así pues, me habían espiado, habían calumniado mi corazón y mi pudor –y al estar autorizadas y ordenadas las delaciones y las cartas anónimas de los alumnos unos contra otros al sup ***, no podía decir nada–, y llegaba a ese cuarto, ¡ay... bajo la mano de semejante puerco!... ¡Ay!, ¡el seminario!...

10 de mayo
¡Oh, mis condiscípulos son espantosamente malvados y espantosamente lascivos! Todos esos profanos conocen en el estudio la historia de mis versos, y tan pronto como vuelvo la cabeza, me encuentro con la cara del asmático D ***, quien me susurra: ¿y tu cítara, y tu cítara?; ¿y tu diario? Después continúa el idiota L ***: ¿y tu lira.?, ¿y. tu cítara? Luego, tres o cuatro susurran a coro:

¡Gran María!...
¡Madre Querida!

Y yo soy un bendito: Jesús, ¡no me doy patadas a mí mismo! –Pero, en fin, ¡ni espío, ni escribo anónimos, y guardo para mí mi santa poesía y mi pudor!...

12 de mayo...
¿No adivináis por qué muero de amor?
La Flor me dice: salud; el pájaro: buenos días:
Salud; ¡es primavera!, ¡el ángel de ternura!
¿No adivináis por qué abrevo de alegría?
Ángel de mi abuela, ángel de mi cuna,
¿No adivinas por qué me hago ave,
Que se estremece mi lira y que golpea con el ala
como golondrina?...

He hecho estos versos ayer, durante el recreo; entré en la capilla, me encerré en un confesionario y, allí, mi joven poesía pudo palpitar y alzar el vuelo, en el ensueño y el silencio, hacia las esferas del amor. Después, puesto que vienen a quitarme los menores papeles de mis bolsillos; tanto de día como de noche, he cosido estos versos en el bajo de mi último vestido, el que toca inmediatamente con mi piel y, durante el estudio, saco mi poesía de debajo de mis hábitos y la pongo sobre mi corazón, y la aprieto largo rato mientras sueño...

15 de mayo
Sin duda, los sucesos se han precipitado desde mi última confidencia, y unos sucesos bien solemnes, ¡acontecimientos que, desde luego, han de influir en mi vida futura e interior de forma bien terrible!
Timotina Labinette, ¡te adoro!
Timotina Labinette, ¡te adoro!, ¡te adoro!, ¡déjame cantar en mi laúd, como el divino Salmista en su salterio, cómo te vi, y cómo mi corazón saltó sobre el tuyo para un amor eterno!
Jueves, era día de salida: disponemos de dos horas; salí: en su última carta, mi madre me decía: “... ocuparás superficialmente (?), hijo mío, tu salida, yendo a visitar al señor Cesarín Labinette, un habitual de tu difunto padre y al que es preciso que un día u otro seas presentado antes de tu ordenación”...
... Me presenté al señor Labinette, quien se mostró muy obsequioso, relegándome, sin mediar palabra, a la cocina: su hija, Timotina, quedó a solas conmigo; cogió un paño, sacó un grueso tazón ventrudo apoyándolo contra su corazón y, tras un largo silencio, me dijo de repente: ¿Y bien, señor Leonardo?...
Hasta ese momento, confundido como estaba por encontrarme con aquella joven criatura en la soledad de la cocina, había bajado los ojos e invocado dentro de mi corazón el sagrado nombre de María: alcé la frente ruborizándome y, ante la belleza de mi interlocutora, no pude más que balbucear un débil: ¿Señorita?...
¡Eras hermosa, Timotina! Si hubiese sido pintor, hubiese reproducido en el lienzo tus sagrados rasgos, con este título: ¡La Virgen del tazón! Pero sólo soy poeta y mi lengua sólo puede celebrarte incompletamente...
La cocina, negra, con sus fuegos en los que ardían las brasas como dos ojos rojos, dejaba escapar de sus cacerolas con ligeros hilos de humo, un celestial olor a sopa de coles y judías; y, colocada ante ella, aspirando con tu suave nariz el aroma de las legumbres, mirando a tu abultado gato con tus hermosos ojos grises, ¡oh virgen del bol, secabas tu tazón! Las cintas lisas y claras de tus cabellos se adherían púdicamente a tu frente, amarilla como el sol; de tus ojos corría un surco azulado hasta la mitad de tu mejilla, ¡cómo en Santa Teresa!; tu nariz, llena del aroma de las judías, henchía sus delicadas aletas; un ligero vello, al serpentear sobre tus labios, contribuía, en no poca medida, a dar una hermosa energía a tu rostro; y, en tu mentón; brillaba un bello lunar oscuro en el que se estremecían. dos hermosos pelos alocados: tus cabellos estaban juiciosamente recogidos sobre tu occipucio por unas horquillas; pero se les escapaba un pequeño mechón... En vano buscaba tus senos; no tienes: desdeñas esos mundanos ornamentos: ¡tu corazón son tus senos!... Cuando te volviste para dar una patada con tu ancho pie a tu dorado gato; pude ver tus omóplatos sobresaliendo y levantando tu vestido; ¡y fui herido de amor ante el gracioso contoneo de los dos pronunciados arcos que formaban tus riñones!...
Desde aquel momento, te adoré; no adoré tus cabellos, ni tus omóplatos, ni tu contoneo inferiormente posterior: en una mujer, en una virgen, lo que amo es la santa modestia; lo que me hace estremecerme de amor es el pudor y la piedad; ¡y eso fue lo que adoré en ti, joven pastoral...
Trataba de hacerle ver mi pasión; y, además; mi corazón, ¡mi corazón me traicionaba! A sus preguntas sólo respondía con palabras entrecortadas; en mi turbación, ¡varias veces le llamé señora, en lugar de señorita! Sentíame sucumbir, poco a poco, a los mágicos acentos de su voz; resolví, por último, entregarme, abandonarlo todo; y, ante no sé qué pregunta que me dirigió, volqué hacia atrás mi silla, puse una mano sobre mi corazón, cogí con la otra en mi bolsillo un rosario del que dejé escapar la cruz blanca y, con un ojo dirigido hacia Timotina y el otro hacia el cielo, contesté dolorosa y tiernamente, como un ciervo a una cierva:
– ¡Oh, sí!, señorita... ¡¡¡Timotina!!!
jMlserere! ¡Miserere! –en mi ojo, deliciosamente abierto hacia el techo, cae de repente una gota de salmuera, que destila un jamón colgado sobre mí, y, cuando, enteramente rojo de vergüenza, vuelto de mi pasión, bajé mi frente, me di cuenta de que, en lugar de un rosario, en mi mano izquierda tenía un biberón oscuro –¡me lo había entregado mi madre el año anterior para dárselo al pequeño de no sé qué madre!–; Del ojo abierto hacia el techo fluyó la amarga salmuera: pero del ojo que te contemplaba, oh Timotina, ¡brotó una lágrima, lágrima de amor y lágrima de dolor!...
Algún tiempo, una hora, después, cuando Timotina me anunciara una colación compuesta por judías y por una tortilla de tocino, totalmente emocionado por sus encantos, respondí a media voz –¡Tengo el corazón tan lleno, que me ha arruinado el estómago! –y me senté a la mesa; ¡oh!, todavía sigo sintiéndolo: su corazón había respondido a la llamada del mío: durante la rápida colación, ella no comió nada: –¡No encuentras un sabor extraño?, repetía; su padre no comprendía; pero mi corazón sí: era la Rosa de David, la Rosa de Jesé, la Rosa mística de la escritura; ¡era el Amor!
Se levantó bruscamente, fue a un rincón de la cocina y, mientras me enseñaba la doble flor de sus riñones, hundió su brazo en un informe montón de botas, de zapatos diversos, de donde saltó su grueso gato; lo tiró todo en una gruesa alacena vacía; volvió después a su sitio y husmeó el aire de forma inquieta: de golpe, arrugó la frente y exclamó:
– ¡Todavía se nota!...
– Sí, se nota, contestó su padre neciamente (¡él, profano, no podía comprender!).
¡Me di claramente cuenta de que todo esto no se producía en mi carne virgen sino como los movimientos internos de su pasión!; ¡la adoraba y saboreaba con amor la dorada tortilla, y mis manos marcaban el compás con el tenedor, y bajo la mesa mis pies se estremecían de placer en mis zapatos!
Pero lo que para mí constituyó un rayo de luz, como una prenda de amor eterno, como un diamante de ternura por parte de Timotina, fue la adorable cortesía que tuvo, cuando ya me marchaba, de ofrecerme un par de calcetines blancos, junto con una sonrisa y estas palabras:
– ¿Quiere usted esto para sus pies, señor Leonardo?

16 de mayo
¡Timotina!, te adoro, a ti y a tu padre, a ti y a tu gato:

17 de mayo
¿Qué me importan ahora los ruidos del mundo y los ruidos del estudio? ¿Qué me importan ésos a quienes pereza y languidez postran a mi lado? Esta mañana, todas las frentes, ávidas de sueño, estaban pegadas a las mesas; un ronquido, parecido al grito del clarín del juicio final, un ronquido sordo y lento; se alzaba de este vasto Getsemaní. Yo, estoico, sereno, derecho y elevándome por encima dé todos estos muertos como una palmera sobre las ruinas, despreciando olores y ruidos indecentes, tenía la cabeza entre mis manos, escuchaba latir mi corazón lleno de Timotina, ¡y mis ojos se hundían en el azul del cielo, entrevisto por el cristal superior de la ventana!...

18 de mayo
Gracias al Espíritu Santo, que me ha inspirado estos encantadores versos: los voy a engastar en mi corazón; y cuando el cielo me conceda volver a ver a Timotina, se los daré, ¡a cambio de sus calcetines!...
Los he titulado La Brisa:

En su retiro de algodón
Duerme el céfiro de dulce hálito:
¡En su nido de seda y lana
Duerme el céfiro de alegre mentón!

Cuando alza sus alas
En su retiro de algodón,
Cuando corre donde le llama la flor,
¡Su dulce hálito maravillosamente huele!

¡Oh brisa quintaesenciada!
!Oh quintaesencia del amor!
¡Cuando el rocío se seca,
En el día, ¡qué buen olor!

¡Jesús, José, Jesús, María!
!Es como el ala de un cóndor
Apaciguando al orante!
¡Que nos penetra y nos duerme!

El final es excesivamente íntimo y demasiado suave: lo conservo en el tabernáculo de mi alma: En mi próxima salida se lo leeré a mi divina .y olorosa Timotina.
Esperemos en la calma y el recogimiento.

Fecha incierta. ¡Esperemos!

¡16 de junio!
¡Cúmplase, Señor, vuestra voluntad: yo no pondré ningún obstáculo! ¡Si queréis alejar de vuestro siervo el amor de Timotina, sois, desde luego, dueño de hacerlo: pero, Señor Jesús, ¡no amasteis vos mismo, y no os enseñó la lanza del amor a condescender con los sufrimientos de los infelices! ¡Rogad por mí!
¡Oh!, llevaba mucho tiempo esperando aquella salida del 15 de junio: había apremiado a mi alma diciéndole: ese día serás libre: el 15 de junio me peiné mis pocos y modestos cabellos y, con una fragante pomada rosa, los había pegado sobre mi frente como las cintas de Timotina; me había untado con pomada las pestañas; había cepillado cuidadosamente mis hábitos negros, colmado hábilmente ciertas deficiencias enojosas de mi aseo, y me presentaba ante el esperado picaporte del señor Cesarín Labinette. Éste apareció, tras un buen rato, el casquete intrépidamente colocado sobre la oreja; un mechón de cabellos tiesos y muy engominados le cruzaba la cara como una cuchillada, una mano, en el bolsillo de su bata de flores amarillas, la otra sobre el picaporte... Me arrojó un seco buenos días, frunció la nariz al echar una ojeada a mis zapatos de cordones negros, y marchó delante de mí, con las manos en sus dos bolsillos, echando hacia adelante su bata, como hace el abate *** con su sotana, y modelando así, ante mis ojos, su parte inferior.
Le seguí.
Atravesé la cocina y entré, detrás de él, en su salón. ¡Ay!, ¡aquel salón!, !lo he fijado en mi memoria con las horquillas del recuerdo! La tapicería era de flores oscuras; sobre la chimenea un enorme reloj de péndulo en madera .negra, con columnas; dos jarrones azules con rosas;. sobre las paredes, una pintura de la batalla de Inkermann; y un dibujo a lápiz, de un amigo de Cesarín, que representaba un molino, con su muela abofeteando un pequeño arroyo parecido a un escupitajo, dibujo que manchan de carbón todos los que empiezan a dibujar. ¡La poesía es mucho mejor!...
En mitad del salón, una mesa con un tapete verde, en torno al cual mi corazón sólo vio a Timotina, aunque también se encontrase allí un amigo del señor Cesarín, un antiguo sacristán de la parroquia de ***, y su esposa, la señora de Riflandouille, y aunque el mismo señor Cesarín se sentara de nuevo, inmediatamente después de llegar yo.
Cogí una silla rehenchida, pensando que una parte de mí mismo iba a apoyarse sobre una tapicería hecha, sin duda, por Timotina, saludé a todo el mundo, y con mi sombrero negro sobre la mesa, ante mí, como una muralla, escuché...
Yo no hablaba, ¡pero lo hacía mi corazón! Los señores continuaron la partida de cartas empezada: pude observar que hacían trampas a cual mejor, y ello me causó una sorpresa bastante dolorosa. Una vez terminada la partida, todos se sentaron en círculo alrededor de la chimenea vacía; yo estaba en uno de los rincones, casi oculto por el enorme amigo de Cesarín, cuya silla era la única que me separaba de Timotina: me alegré interiormente del poco caso que hacían de mi persona; relegado tras la silla del sacristán honorario, podía dejar ver en mi rostro los movimientos de mi corazón sin ser observado por nadie: me entregué, por lo tanto, a un dulce abandono; y dejé que la conversación se acalorara y discurriese entre aquellas tres personas; pues Timotina sólo raramente hablaba; lanzaba a su seminarista miradas de amor y, como no se atreviese a mirarle de frente, ¡dirigía sus claros ojos hacia mis bien encerados zapatos!... Yo, por mi parte, detrás del grueso sacristán, me abandonaba a mi corazón.
Empecé inclinándome del lado de Timotina alzando los ojos al cielo. Ella se había dado la vuelta. Me levanté, y con la cabeza inclinada hacia mi pecho, lancé un suspiro; ella no se movió. Volví a abotonarme, dejé ir mis labios, hice una leve señal de la cruz; ella no vio nada. Entonces, transportado, furioso de amor, me incliné fuertemente hacia ella, y con mis manos en la misma postura de la comunión, y lanzando un ¡ay!... prolongado y doloroso; ¡Miren!, mientras gesticulaba y rezaba, me caí de la silla con un ruido sordo, y el grueso sacristán se volvió irónicamente, y Timotina dijo a su padre:
–¡Mira, el señor Leonardo rueda por el suelo!
¡Su padre se burló! ¡Miserere!
El sacristán me repicó, rojo yo de vergüenza y débil de amor, sobre mi silla rehenchida, y me hizo un sitio. Pero yo bajaba los ojos, ¡quería dormir! Aquella sociedad me resultaba inoportuna, no adivinaba el amor que sufría allí, en la penumbra: ¡quise dormir!, ¡pero oí cómo la conversación recaía sobre mí!...
Abrí débilmente los ojos...
Cesarín y el sacristán fumaban cada uno un delgado cigarro, con todo el amaneramiento posible, lo que hacía a sus personas espantosamente ridículas; la señora sacristana, sobre el borde de la silla, con su vacío pecho inclinado hacia adelante, llevando tras de sí todo el oleaje de su vestido amarillo, que le ahuecaba hasta el cuello, y abriendo alrededor suyo su único volante, desfloraba deliciosamente una rosa: entreabríase en sus labios una espantosa sonrisa, y mostraba en sus delgadas encías dos dientes negros, amarillos, como el esmalte de una cacerola vieja. –¡Tú, Timotina, tú eras hermosa, con tu gorguera blanca, tus ojos bajados y tus cintas de pelo lisas!
– Es un hombre con futuro: su presente inaugura su futuro, decía el sacristán; mientras dejaba escapar una ola de humo gris...
– ¡Oh!, ¡el señor Leonardo hará honor al vestido! –dijo con voz nasal la sacristana: ¡los dos dientes asomaron!
Ruborizábame yo, como un pudoroso muchacho: vi que las sillas se alejaban de mí, y que murmuraban a mi costa...
Timotina no apartaba los ojos de mis zapatos; me amenazaban los dos sucios dientes... el sacristán reía irónicamente: ¡yo mantenía la cabeza gacha!...
– Lamartine ha muerto... –dijo de repente Timotina. ¡Querida Timotina! Por tu adorador, por tu pobre poeta Leonardo, lanzabas a la conversación el nombre de Lamartine; alcé, entonces, la frente, sentí que el pensamiento único de la poesía iba a devolver la virginidad a todos aquellos profanos, sentía palpitar mis alas y, sin quitar ojo a Timotina, dije radiante:
– ¡El autor de Las Meditaciones poéticas tenía hermosas flores en su corona!
– ¡Ha muerto el cisne de los versos! – ¡dijo la sacristana!
– Sí, pero ha entonado su canto fúnebre –repuse yo entusiasmado.
– ¡Pero –exclamó la sacristana–, si el señor Leonardo es también poeta! Su madre me enseñó el año pasado muestras de su musa...
Yo me lanzaba audazmente.
– ¡Oh!, señora, no he traído ni mi lira ni mi cítara; pero...
– ¡Oh!, ¡vuestra cítara!; la traeréis otro día...
– No obstante, si ello no desagrada al honorable –y saqué un trozo de papel de mi bolsillo–, voy a leeros algunos versos... Los dedico a la señorita Timotina.
– ¡Sí!, ¡sí!, ¡joven!, ¡muy bien!, recitad, recitad, poneos al extremo de la sala...
Retrocedí... Timotina miraba mis zapatos... La sacristana hacía de Madonna; los dos señores se inclinaban el uno hacia el otro... Yo, enrojecí, tosí y, cantando con ternura, dije:

En su retiro de algodón
Duerme el céfiro de suave hálito...
En su nido de seda y lana
Duerme el céfiro de alegre mentón.

La asistencia entera se desternilló de risa; los señores se inclinaban uno hacia otro haciendo chistes groseros; pero especialmente horrible era el aspecto de la sacristana, quien, con los ojos vueltos hacia el cielo, hacíase la mística, ¡y sonreía con sus espantosos dientes! Timotina, Timotina, ¡reventaba de risa! Era un golpe mortal que me traspasaba, ¡Timotina se agarraba los costados!... Un dulce céfiro en el algodón, ¡es suave, es suave!... decía resoplando el padre Cesarín... Creí percibir algo, pero aquel estallido de risa sólo duró un segundo: todos intentaron recobrar la seriedad, aunque todavía estallaban de cuando en cuando...
– Continuad joven, está bien, ¡está bien!

Cuando el céfiro alza sus alas
En su retiro de algodón...
Cuando corre donde le llama la flor,
Su suave hálito huele muy bien...

Esta vez, una enorme carcajada estremeció a mi auditorio; Timotina miró mis zapatos: tenía calor, mis pies ardían bajo su mirada, y nadaban en sudor; pues me decía a mí mismo: estos calcetines que llevo desde hace un mes son un don de su amor; estas miradas que lanza sobre mis pies son un testimonio de su amor: ¡ella me adora!
Y he aquí que no sé qué pequeño sabor parecióme salir de mis zapatos: ¡ay!, ¡comprendí las horribles risas de la asamblea! Comprendí que, extraviada en aquella malvada sociedad, Timotina Labinette, Timotina, ¡nunca podría dar libre cursó a su pasión! Comprendí que también yo debía devorar aquel amor, aquel doloroso amor nacido en mi corazón una tarde de mayo, en una cocina de los Labinette, ¡ante el contoneo posterior de la virgen del tazón!
Daban las cuatro –la hora del regreso– en el péndulo del salón; fuera de mí, ardiendo de amor y loco de dolor, cogí mi sombrero, me escapé derribando una silla y atravesé el corredor mientras murmuraba: Adoro a Timotina; y huí al seminario sin detenerme...
Los faldones de mi hábito negro volaban tras de mí, al viento, ¡como dos siniestros pájaros!...

30 de junio
Dejo, en lo sucesivo, a la divina musa el cuidado de mecer mi dolor; mártir de amor a los dieciocho años y pensando, en mi aflicción, en otro mártir del sexo que nos da gozos y dichas, no poseyendo ya a la que amo, ¡voy a amar la fe! Que Cristo y María me lleven hacia su seno: yo les sigo: no soy digno de desatar los cordones del calzado de Jesús; ¡pero mi dolor!, ¡mi suplicio! ¡También yo llevo á los dieciocho años y siete meses una cruz, una corona de espinas!, y en la mano, en lugar de una caña, ¡tengo una cítara! !En ella estará el bálsamo para mi llaga!...

Un año después, 1º de agosto
Hoy he sido revestido con la vestidura sagrada; voy a servir a Dios; tendré un curato y una modesta sirviente en un pueblo rico. Tengo fe; procuraré mi salvación y, sin ser dispendioso, viviré como un buen siervo de Dios con su sirviente. Mi madre, la Santa Iglesia, me reconfortará en su seno: ¡bendita sea!, ¡bendito sea Dios!
... En cuanto a esta pasión, cruelmente querida, que encierro en el fondo de mi corazón, sabré sufrirla con constancia: sin precisamente reavivarla, podré evocar ocasionalmente su recuerdo: ¡son tan dulces estas cosas! Por lo demás, ¡yo nací para el amor y para la fe! ¿Tal vez tenga un día, vuelto a esta ciudad, la dicha de oír en confesión a mi querida Timotina?...
Además, conservo de ella un dulce recuerdo: desde hace un año no me he quitado los calcetines que me dio... Esas zapatillas, ¡Dios mío!, ¡las conservaré en mis pies hasta en vuestro santo Paraíso!...

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