26 de mayo de 2010

La prueba del amor

Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas, Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde de Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a ninguno.Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa de Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.Faustina era la criatura más adorable del mundo: a diferencia de los italianos, tenía los ojos azules y risueños, la tez luminosa y los cabellos color caoba; su figura ágil, esbelta y nada angulosa recordaba a una sílfide; era muy bonita, vivaz y obstinada, y tenía un encanto irresistible que empujaba a todos a ceder alegremente ante ella. Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y le consentía todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo podían todo. «La quiero demasiado -decía a veces-, pero soportaría cualquier cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no expresar sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían hasta convertirse en pasiones. Pero unos excelentes principios y la devoción más sincera impedían que la joven se viera dominada por ellas.Angeline se había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto su madre, y Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa Anna, en la ciudad de Este; pero un año más tarde, Faustina, que entonces tenía quince años, había sido enviada a completar su educación a un famoso convento de Venecia, cuyas aristocráticas puertas estaban cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete años, después de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a pasar los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del convento para ver y abrazar a su amiga del alma.Había algo muy maternal en los sentimientos de Angeline; cinco años es una diferencia considerable entre los diez y los quince años, y muy grande entre los diecisiete y los veintidós.«Mi querida niña -pensaba Angeline, mientras iba andando-, debe de haber crecido mucho, e imagino que estará más hermosa que nunca. ¡Qué ganas tengo de verla, con su dulce y pícara sonrisa! Me gustaría saber si ha encontrado a alguien que la mimara tanto como yo en su convento veneciano... alguien que asumiera la responsabilidad de sus faltas y que le consintiera sus caprichos. ¡Ah, aquellos días no volverán! Ahora estará pensando en el matrimonio... Me pregunto si habrá sentido algo parecido al amor -suspiró-. Pronto lo sabré... estoy segura de que me lo contará todo. Ojalá pudiera abrirle mi corazón... detesto tanto secreto y tanto misterio; pero he de cumplir mi promesa, y dentro de un mes habrá acabado todo... dentro de un mes conoceré mi destino. ¡Dentro de un mes! ¿Lo veré a él entonces? ¿Volveré a verlo algún día? Pero será mejor que olvide todo eso y piense únicamente en Faustina... ¡mi dulce y entrañable Faustina!»Angeline subía lentamente la colina cuando oyó que alguien la llamaba; y en la terraza que dominaba el camino, apoyada en la balaustrada, se hallaba la querida destinataria de sus pensamientos, la bonita Faustina, la pequeña hada... en la flor de la vida, sonriendo de felicidad. Angeline sintió un cariño aún mayor por ella.No tardaron en abrazarse; Faustina reía con ojos chispeantes, y empezó a contarle todo lo sucedido en aquellos dos años, y se mostró obstinada e infantil, aunque tan encantadora y cariñosa como siempre. Angeline la escuchó con alegría, contemplando extasiada y en silencio los hoyuelos de sus mejillas, el brillo de sus ojos y la gracia de sus ademanes. No habría tenido tiempo de contarle su historia aunque hubiese querido, Faustina hablaba tan deprisa...-¿Sabes, Angelinetta mía -exclamó-, que me casaré este invierno?-Y ¿quién será tu señor esposo?-Todavía no lo sé; pero lo encontraré en el próximo carnaval. Debe ser muy noble y muy rico, dice papá; y yo digo que debe ser muy joven, tener buen carácter y dejarme hacer lo que yo quiera, como siempre has hecho tú, querida Angeline.Finalmente, Angeline se levantó para despedirse. A Faustina no le agradó que se marchara -quería que pasara la noche con ella-, y señaló que enviaría a alguien al convento para conseguir permiso de la priora. Pero Angeline, sabiendo que esto era imposible, estaba decidida a irse y convenció a su amiga de que la dejara partir. Al día siguiente, Faustina visitaría personalmente el convento para ver a sus antiguas amistades, y Angeline podría regresar con ella por la noche si lo permitía la priora. Una vez discutido este plan, las dos jóvenes se separaron con un abrazo; y, mientras bajaba con paso ligero, Angeline levantó la mirada y vio cómo Faustina, muy sonriente, le decía adiós con la mano desde la terraza. Angeline estaba encantada con su amabilidad, su hermosura, la animación y viveza de su conducta y de su conversación. Faustina ocupó al principio todos sus pensamientos, pero, en una curva del camino, cierta circunstancia le trajo otros recuerdos. «¡Oh, qué feliz seré si él demuestra haberme sido fiel! -pensó-. ¡Con Faustina e Ippolito, será como vivir en el Paraíso!»Y luego rememoró cuanto había ocurrido en los dos últimos años. Del modo más breve posible, seguiremos su ejemplo.Cuando Faustina partió para Venecia, Angeline se quedó sola en el convento. Aunque era una persona retraída, Camilla della Toretta, una joven dama de Bolonia, se convirtió en su mejor amiga. El hermano de Camilla vino a visitarla, y Angeline la acompañó al locutorio para recibirlo. Hipólito se enamoró desesperadamente de ella, y consiguió que Angeline le correspondiera. Todos los sentimientos de la joven eran sinceros y apasionados; sin embargo, sabía atemperarlos, y su conducta fue irreprochable. Hipólito, por el contrario, era impetuoso y vehemente: la amaba ardientemente y no podía tolerar que nada se opusiera a sus deseos. Decidió contraer matrimonio, pero, como pertenecía a la nobleza, temía la desaprobación de su padre. Mas era necesario pedir su consentimiento; y el anciano aristócrata, presa del temor y de la indignación, llegó a Este, dispuesto a adoptar cualquier medida que separase para siempre a los dos enamorados. La dulzura y la bondad de Angeline mitigaron su cólera, y el abatimiento de su hijo le movió a compasión. Desaprobaba el matrimonio, pero comprendía que Hipólito deseara unirse a tanta hermosura y gentileza. Pero después pensó que su hijo era muy joven y podía cambiar de parecer, y se reprochó a sí mismo haber dado tan fácilmente su consentimiento. Por ese motivo llegó a un compromiso: les daría su bendición un año más tarde, siempre que la joven pareja se comprometiera, con el más solemne juramento, a no verse ni escribirse durante ese intervalo. Quedó sobreentendido que sería un año de prueba; y que no habría ningún compromiso hasta que éste expirara, y si permanecían fieles, su constancia sería premiada. No hay duda de que el padre creía, e incluso esperaba, que, en aquel período de ausencia, los sentimientos de Hipólito cambiarían, y que éste entablaría una relación más conveniente.Arrodillados ante una cruz, los dos enamorados prometieron un año de silencio y de separación; Angeline, con los ojos iluminados por la gratitud y la esperanza; Hipólito, lleno de rabia y desesperación por aquella interrupción de su felicidad, que jamás habría aceptado si Angeline no hubiera empleado todas sus dotes de persuasión y de mando para convencerlo; pues la joven había afirmado que, a menos que obedeciera a su padre, ella se encerraría en su celda, y se convertiría voluntariamente en una prisionera, hasta que terminara el tiempo prescrito. De modo que Hipólito prestó juramento e inmediatamente después partió hacia París.Faltaba sólo un mes para que expirara el año, y no es de extrañar que los pensamientos de Angeline pasaran de su dulce Faustina al destino que la esperaba. Además del voto de ausencia, habían prometido mantener su compromiso y cuanto se relacionaba con él en el más profundo secreto durante ese período. Angeline accedió de buena gana (pues su amiga se hallaba lejos) a guardar silencio hasta que transcurriera el año; pero Faustina había regresado, y ella sentía el peso de aquel secreto en su conciencia. Pero no importaba: tenía que cumplir su palabra.Ensimismada en sus pensamientos, había llegado al pie de la colina y empezaba a subir la ladera que conducía a la ciudad de Este cuando en los viñedos que bordeaban un lado del camino oyó un ruido... de pisadas... y una voz conocida que pronunciaba su nombre.-¡Virgen Santa! ¡Hipólito! -exclamó-. ¿Es ésta tu promesa?-Y ¿es éste tu recibimiento? -respondió él en tono de reproche-. ¡Qué cruel eres! Como no soy lo bastante frío para seguir alejado... como este último mes ha durado una intolerable eternidad, te alejas de mí... deseas que me vaya. Son ciertos, entonces, los rumores... ¡amas a otro! ¡Ah! Mi viaje no será en vano... descubriré quién es y me vengaré de tu falsedad.Angeline le lanzó una mirada de asombro y desaprobación; pero guardó silenció y prosiguió su camino. Tenía miedo de romper su juramento, y que la maldición del cielo cayera sobre su unión. Decidió que nada le induciría a decir otra palabra; si seguía fiel a la promesa, perdonarían a Hipólito por haberla incumplido. Caminó muy deprisa, sintiéndose alegre y desgraciada al mismo tiempo... aunque esto no es exacto... lo que le embargaba era una felicidad sincera, absorbente; pero temía en cierto modo la cólera de su amado, y sobre todo las terribles consecuencias que podría tener la ruptura de su solemne voto. Sus ojos resplandecían de amor y de dicha, pero sus labios parecían sellados; y, resuelta a no decir nada, escondió el rostro bajo su faziola, para que él no pudiera verlo, y continuó andando con la vista clavada en el suelo. Loco de ira, vertiendo torrentes de reproches, Hipólito se mantuvo a su lado, ora reprochándole su infidelidad, ora jurando venganza, o describiendo y elogiando su propia constancia y su amor inalterable. Era un tema muy grato, aunque peligroso. Angeline tuvo la tentación de decirle más de mil veces que sus sentimientos no habían cambiado; pero logró reprimir ese deseo y, cogiendo el rosario en sus manos, empezó a rezar. Se acercaban a la ciudad y, consciente de que no podría convencerla, Hipólito decidió finalmente alejarse de ella, afirmando que descubriría a su rival, y se vengaría por su crueldad e indiferencia. Angeline entró en el convento, corrió a su celda y, poniéndose de rodillas, pidió a Dios que perdonara a su amado por romper la promesa; luego, radiante de felicidad por la prueba que él le había dado de su constancia, y recordando lo poco que faltaba para que su dicha fuera perfecta, apoyó la cabeza en sus brazos y se sumió en una especie de ensueño celestial. Había librado una amarga lucha resistiéndose a las súplicas del joven, pero sus dudas se habían disipado: él le había sido fiel y, en la fecha acordada, vendría a buscarla; y ella, que durante aquel largo año le había amado con ferviente, aunque callada, devoción, ¡se vería recompensada! Se sentía segura... agradecida al cielo... feliz. ¡Pobre Angeline!Al día siguiente, Faustina fue al convento: las monjas se apiñaron a su alrededor. «Quanto é bellina», exclamó una. «E tanta carina!», dijo otra. «S’é fatta la sposina?»... ¿Está ya prometida en matrimonio?, preguntó una tercera. Faustina respondía con sonrisas y caricias, bromas inocentes y risas. Las monjas la idolatraban; y Angeline estaba a su lado, admirando a su encantadora amiga y disfrutando de los elogios que le prodigaban. Finalmente, Faustina tuvo que partir; y Angeline, tal como habían previsto, consiguió permiso para acompañarla.-Puedes ir a la villa con Faustina, pero no quedarte allí a pasar la noche -señaló la priora, pues iba en contra de las reglas del convento.Faustina suplicó, protestó y consiguió, mediante halagos, que dejara regresar a su amiga al día siguiente. Entonces iniciaron el regreso juntas, acompañadas de una vieja criada, una especie de señora de compañía. Mientras andaban, un caballero las adelantó a caballo.-¡Qué guapo es! -exclamó Faustina-. ¿Quién será?Angeline se puso roja como la grana, pues se dio cuenta de que era Hipólito. Él pasó a gran velocidad, y no tardaron en perderlo de vista. Estaban subiendo la ladera, y ya casi divisaban la villa, cuando les alarmó oír toda clase de gritos, berridos y bramidos, como si unas bestias salvajes o unos locos, o todos a la vez, hubieran escapado de sus guaridas y manicomios. Faustina palideció; y pronto su amiga estuvo tan asustada como ella, pues vio un búfalo, escapado de su yugo, que se lanzaba colina abajo, llenando el aire de rugidos, perseguido por un grupo de contadini chillando y dando alaridos... y enfilaba directamente hacia las dos amigas. La anciana acompañanta exclamó: «O, Gesu Maria!» y se tiró al suelo. Faustina lanzó un grito desgarrador y cogió a Angeline por la cintura; ésta se puso delante de su aterrorizada amiga, dispuesta a afrontar ella todo el peligro para salvarla... y el animal se acercaba. En ese momento, el caballero bajó galopando la ladera, adelantó al búfalo y dándose media vuelta, se enfrentó al animal salvaje con valentía. Con un bramido feroz, la bestia se desvió bruscamente a un lado y cogió un sendero que salía a la izquierda; pero el caballo, despavorido, se encabritó, arrojó el jinete al suelo y huyó a galope tendido colina abajo. El caballero quedó tendido en el suelo, completamente inmóvil.Le llegó entonces el turno de gritar a Angeline; y ella y Faustina corrieron angustiadas hacia su salvador. Mientras esta última le daba aire con el enorme abanico verde que llevan las damas italianas para protegerse del sol, Angeline se apresuró a ir a buscar agua. A los pocos minutos, el color volvió a las mejillas del joven, que abrió los ojos; y entonces vio a la hermosa Faustina e intentó levantarse. Angeline apareció en ese instante y, ofreciéndole agua en una calabaza, la acercó a sus labios. Él apretó su mano, y ella la retiró. Fue entonces cuando la anciana Caterina, extrañada de aquel silencio, empezó a mirar a su alrededor y, al ver que sólo estaban las dos jóvenes inclinadas sobre un hombre en el suelo, se levantó y fue a reunirse con ellas.-¡Se está usted muriendo! -exclamó Faustina-. Me ha salvado la vida y se ha matado por ello.Hipólito trató de sonreír.-No, no me estoy muriendo -dijo-, pero estoy herido.-¿Dónde? ¿Cómo? -gritó Angeline-. Mi querida Faustina, enviemos a buscar un carruaje y llevémoslo a la villa.-¡Oh, sí! -repuso Faustina-. Vamos, Caterina, corre... dile a papá lo ocurrido... que un joven caballero se ha matado por salvarme la vida.-No me he matado -le interrumpió Hipólito-; sólo me he roto el brazo y, tal vez, la pierna.Angeline adquirió una palidez cadavérica y se dejó caer al suelo.-Pero morirá antes de que consigamos ayuda -afirmó Faustina-; esa estúpida Caterina es más lenta que una tortuga.-Iré yo a la villa -exclamó Angeline-, Caterina se quedará contigo y con Ip... Buon Dio! ¿Qué estoy diciendo?Se alejó presurosa y dejó a Faustina abanicando a su amado, que volvió a sentirse muy débil. En seguida se dio la alarma en la villa, el señor Conde envió a buscar un médico y ordenó que sacaran un colchón, entre cuatro hombres, para ir en ayuda de Hipólito. Angeline se quedó en la casa; por fin pudo abandonarse a sus sentimientos y llorar amargamente, abrumada por el miedo y el dolor.-¿Oh, por qué rompería su promesa para ser castigado? ¡Ojalá pudiera yo expiar su culpa! -se lamentó.No tardó, sin embargo, en recobrar el ánimo; y, cuando entraron con Hipólito, le había preparado la cama y había cogido las vendas que había creído necesarias. Pronto llegó el médico; y vio que el brazo izquierdo estaba claramente roto, pero que la pierna no había sufrido más que una contusión. Entonces redujo la fractura, sangró al paciente y, dándole una pócima para serenarlo, ordenó que estuviera tranquilo. Angeline pasó toda la noche a su lado, pero Hipólito durmió profundamente y no se dio cuenta de su presencia. Jamás lo había amado tanto. Comprendió que su desgracia, sin duda fortuita, hacía honor al cariño que sentía por ella, y contempló su hermoso rostro, apaciblemente dormido.«¡Que el cielo guarde al amante más leal que jamás haya bendecido las promesas de una joven», pensó.A la mañana siguiente, Hipólito se despertó sin fiebre y muy animado. La herida de la pierna apenas le dolía, y quería levantarse; recibió la visita del médico, quien le rogó que guardara cama un día o dos para evitar una infección, y le aseguró que se curaría antes si obedecía sus órdenes sin reservas. Angeline pasó el día en la villa, pero no volvió a verlo. Faustina no dejó de hablar de su valentía, heroísmo y simpatía. Ella era la heroína de la historia. El caballero había arriesgado su vida por ella; era ella a quien había salvado. Angeline sonrió un poco ante su egotismo y pensó que se sentiría humillada si le contaba la verdad; así que guardó silencio. Por la noche, se vio obligada a regresar al convento; ¿entraría a despedirse de Hipólito? ¿Era correcto? ¿No significaba romper su promesa? Y, sin embargo, ¿cómo resistirse a hacerlo? Así, pues, entró en la habitación y se acercó sigilosamente a él; Hipólito oyó sus pasos, levantó ilusionado la mirada y sus ojos reflejaron cierta decepción.-¡Adiós, Hipólito! -dijo Angeline-. He de volver al convento. Si empeoras, ¡Dios nos libre!, vendré a cuidarte y atenderte, y moriré contigo; si te restableces, como parece ser la voluntad divina, antes de un mes te daré las gracias como mereces. ¡Adiós, querido Hipólito!-¡Adiós, querida Angeline! Cuanto piensas es bueno y justo, y tu conciencia lo aprueba: no temas por mí. Siento mi cuerpo lleno de salud y de vigor, y, puesto que tú y tu dulce amiga están a salvo, ¡benditas sean las incomodidades y los dolores que sufro! ¡Adiós! Pero espera, Angeline, tan sólo unas palabras... mi padre, según he oído, se llevó a Camilla de vuelta a Bolonia el año pasado... ¿ustedes se escriben, tal vez?-Te equivocas, Hipólito; de acuerdo con los deseos del Marqués, no hemos intercambiado ninguna carta.-Has obedecido tanto en la amistad como en el amor... ¡qué bondadosa eres! Pero yo también quiero que me hagas una promesa... ¿la cumplirás con la misma firmeza que la de mi padre?-Si no va en contra de nuestro voto...-¡De nuestro voto!. ¡Pareces una novicia! ¿Acaso nuestros votos tienen tanto valor? No, no va en contra de nuestro voto; sólo te pido que no escribas a Camilla o a mi padre, ni dejes que este accidente llegue a sus oídos. Les inquietaría inútilmente... ¿me lo prometes?-Te prometo que no les enviaré ninguna carta sin tu permiso.-Y yo confío en que serás fiel a tu palabra, de igual modo que lo has sido a tu promesa. Adiós, Angeline. ¡Cómo! ¿Te vas sin un beso?La joven se apresuró a salir del cuarto para no ceder a la tentación; pues acceder a aquella demanda habría sido un quebrantamiento mucho mayor de su promesa que cualquiera de los ya perpetrados.Regresó a Este, preocupada y, sin embargo, alegre; convencida de la lealtad de su amado y rezando fervorosamente para que no tardara en recuperarse. Durante varios días acudió regularmente a Villa Moncenigo para preguntar por su salud, y se enteró de que el joven mejoraba poco a poco; finalmente, le comunicaron que Hipólito tenía permiso para abandonar su habitación. Faustina le dio la noticia, con los ojos brillantes de alegría. Hablaba sin cesar de su caballero, así le llamaba, y de la gratitud y admiración que sentía por él. Lo había visitado a diario acompañada de su padre, y siempre tenía alguna nueva historia que contar sobre su ingenio, elegancia y amables cumplidos. Ahora que él podía reunirse con ellos en la sala, se sentía doblemente feliz. Después de recibir esa información, Angeline renunció a sus visitas diarias, ya que corría el peligro de encontrarse con su amado. Enviaba todos los días a alguien y tenía noticias de su restablecimiento; y todos los días recibía un mensaje de su amiga, invitándola a Villa Moncenigo. Pero ella se mantuvo firme: sentía que obraba bien. Y, aunque temía que él estuviera enfadado, sabía que trascurridos quince días -lo que quedaba del mes- podría expresarle sus verdaderos sentimientos; y, como él la amaba, la perdonaría en seguida. No llevaba ningún peso en el corazón, nada que no fuera gratitud y alegría.Todos los días, Faustina le suplicaba que fuera y, aunque sus ruegos se volvieron cada vez más apremiantes, Angeline siguió dándole excusas. Una mañana su joven amiga entró atropelladamente en su celda para llenarla de reproches y mostrarle su extrañeza por su ausencia. Angeline se vio obligada a prometer que la visitaría; y entonces se interesó por el caballero, a fin de descubrir cuál era la mejor hora para evitar su encuentro. Faustina se sonrojó... un adorable rubor se extendió por todo su rostro mientras exclamaba:-¡Oh, Angeline! ¡Quiero que vengas por él!Angeline enrojeció a su vez, temiendo que Hipólito hubiera traicionado su secreto, y se apresuró a decir:-¿Te ha dicho algo?-Nada -respondió alegremente su amiga-; por eso te necesito. ¡Oh, Angeline! Papá me preguntó ayer si Hipólito me gustaba, y añadió que, si su padre lo aprobaba, no veía ninguna razón por la que no pudiéramos casarnos. Tampoco yo... pero ¿me querrá él? Oh, si no me ama, no dejaré que se hable del asunto, ni que pregunten a su padre... ¡no me casaría con él por nada del mundo!Y los ojos de la delicada joven se llenaron de lágrimas, y se arrojó a los brazos de Angeline.«Pobre Faustina -pensó su amiga-, ¿seré yo la causante de su sufrimiento?»Y empezó a acariciarla y a besarla con palabras cariñosas y tranquilizadoras. Faustina prosiguió. Estaba convencida, dijo, de que Hipólito la amaba. Angeline se sobresaltó al oír su nombre así pronunciado por otra mujer; y palideció y se estremeció mientras se esforzaba por no traicionarse a sí misma. El joven no daba demasiadas muestras de amor, pero parecía tan feliz cuando ella entraba, e insistía tanto en que se quedara... y luego sus ojos...-¿En alguna ocasión te ha dicho algo de mí? -inquirió Angeline.-No... ¿por qué iba a hacerlo? -replicó Faustina.-Me salvó la vida -contestó su amiga, ruborizándose.-¿De veras? ¿Cuándo? ¡Oh, sí, ahora lo recuerdo! Sólo pensaba en mí; pero lo cierto es que tu peligro fue tan grande... no, más grande, pues me protegiste con tu cuerpo. Mi amiga del alma, no soy una desagradecida, aunque Hipólito me vuelva tan olvidadiza...Todo esto sorprendió, mejor dicho, dejó estupefacta a Angeline. No dudó de la fidelidad de su amado, pero temió por la felicidad de su amiga, y cualquier idea que se le ocurría daba paso a ese sentimiento... Prometió visitar a Faustina aquella misma tarde.Y ahí está de nuevo, subiendo lentamente la colina, con el corazón encogido a causa de Faustina, confiando en que su amor repentino y no correspondido no comprometa su felicidad futura. Al doblar una curva, cerca de la villa, oyó que la llamaban; y, cuando levantó los ojos, volvió a contemplar, asomado a la balaustrada, el rostro sonriente de su hermosa amiga; e Hipólito estaba junto a ella. El joven se sobresaltó y dio un paso atrás cuando sus miradas se encontraron. Angeline había ido decidida a ponerle en guardia, y estaba ideando el mejor modo de explicarle las cosas sin comprometer a su amiga. Fue una labor inútil; cuando entró en el salón, Hipólito se había marchado, y no volvió a aparecer.«No querrá romper su promesa», pensó Angeline.Pero se quedó terriblemente angustiada por su amiga, y muy confusa. Faustina sólo podía hablar de su caballero. Angeline estaba llena de remordimientos, y no sabía qué hacer. ¿Debía revelar la situación a su amiga? Quizá fuera lo mejor, y, sin embargo, le parecía muy difícil; además, a veces tenía casi la sospecha de que Hipólito la había traicionado. El pensamiento venía acompañado de un dolor punzante que luego desaparecía, hasta que creyó enloquecer, y fue incapaz de dominar su voz. Regresó al convento más inquieta y acongojada que nunca.Visitó la villa en dos ocasiones, e Hipólito volvió a eludirla; y el relato de Faustina sobre el modo en que él la trataba se tornó más inexplicable. Una y otra vez, el miedo de haberlo perdido la atormentó; y de nuevo se tranquilizó a sí misma pensando que su alejamiento y su silencio eran debidos al juramento, y que su misterioso comportamiento con Faustina sólo existía en la imaginación de la joven. No dejaba de dar vueltas al modo en que debía comportarse, mientras el apetito y el sueño la abandonaban; finalmente, cayó demasiado enferma para ir a la villa y, durante dos días, se vio obligada a guardar cama. En aquellas horas febriles, sin fuerzas para moverse, y desconsolada por la suerte de Faustina, tomó la decisión de escribir a Hipólito. Él se negaría a verla, así que no tenía otro modo de comunicarse. Su promesa lo prohibía, pero la habían roto ya de tantas maneras... Además, no lo hacía por ella, sino por su querida amiga. Pero, ¿qué pasaría si su carta llegaba a manos extrañas? ¿Y si Hipólito pensaba abandonarla por Faustina? Entonces el secreto quedaría enterrado para siempre en su corazón. Por ese motivo, resolvió escribir su misiva sin que nada la traicionara ante una tercera persona. No fue una tarea fácil, pero finalmente la llevó a cabo.El señor caballero sabría disculparla, confiaba. Ella era... siempre había sido como una madre para la señorita Faustina... la amaba más que a su vida. El señor caballero estaba actuando, quizá, de un modo irreflexivo. ¿Comprendía sus palabras? Y, aunque no tuviese ninguna intención, la gente haría conjeturas. Todo cuanto le pedía era permiso para escribir a su padre, a fin de que aquella situación de incertidumbre y misterio terminara lo antes posible.Angeline rompió diez notas... y, aunque no estaba satisfecha con esta última, la cerró; y luego se arrastró fuera de la cama para enviarla inmediatamente por correo.Aquel acto de valentía tranquilizó su ánimo, y fue muy beneficioso para su salud. Al día siguiente se sentía tan bien que decidió ir a la villa para descubrir el efecto que había producido su carta. Con el corazón palpitante, subió la ladera y, al doblar la curva de siempre, levantó la mirada. No había ninguna Faustina en la balaustrada. Y no era de extrañar, pues nadie la esperaba; sin embargo, sin saber por qué, se sintió muy desgraciada y los ojos se le llenaron de lágrimas.«Si pudiera ver a Hipólito un momento... y él me diera la más pequeña explicación, ¡todo se arreglaría!», caviló.Con esos pensamientos llegó a la villa y entró en el salón. Oyó unos pasos rápidos, como si alguien huyera de ella. Faustina estaba sentada delante de una mesa leyendo una carta... sus mejillas rojas como la grana, su pecho palpitando de agitación. El sombrero y la capa de Hipólito se hallaban a su lado, e indicaban que acababa de abandonar precipitadamente la estancia. La joven se volvió... divisó a Angeline... sus ojos despidieron fuego... y arrojó la misiva que estaba leyendo a los pies de su amiga; Angeline comprendió que era la suya.-¡Cógela! -dijo Faustina-. Te pertenece. Por qué motivo la has escrito... y qué significa... es algo que no preguntaré. Ha sido algo despreciable por tu parte, además de inútil, te lo aseguro... No soy alguien que entregue su corazón antes de que se lo pidan, ni que pueda ser rechazada cuando mi padre me ofrece en matrimonio. Coge tu carta, Angeline. ¡Oh! ¡Yo nunca creí que te comportarías así conmigo!Angeline seguía allí como si la escuchara, pero no oía una sola palabra; completamente inmóvil... las manos enlazadas con fuerza, los ojos anegados en lágrimas y fijos en su carta.-Te digo que la cojas -exclamó Faustina con impaciencia, dando una patada en el suelo con su pequeño pie-; ha llegado demasiado tarde, fueran cuales fueran tus intenciones. Hipólito ha escrito a su padre pidiéndole su consentimiento para nuestra boda; mi padre también lo ha hecho.Angeline se estremeció y miró con ojos desorbitados a su amiga.-¡Es cierto! ¿Acaso lo dudas? ¿Quieres que llame a Ippolito para que confirme mis palabras?Faustina se dirigió a ella exultante. Angeline, muda de espanto, se apresuró a coger la carta; y abandonó la sala... y la casa; bajó la colina y regresó al convento. Con el corazón al rojo vivo, sintió su cuerpo poseído por un espíritu que no era el suyo: no lloraba, pero sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas... y sus miembros se contraían espasmódicamente. Corrió a su celda, se arrojó al suelo, y entonces pudo estallar en llanto; después de derramar torrentes de lágrimas, consiguió rezar, y más tarde... cuando recordó que su sueño de felicidad había terminado para siempre, deseó la muerte.A la mañana siguiente, abrió los ojos de mala gana y se levantó. Era de día; y todos debían levantarse y seguir adelante, y ella entre los demás, aunque el sol ya no brillase como antes y el dolor convirtiera su vida en un tormento. No pudo evitar sobresaltarse cuando, poco después, le informaron que un caballero deseaba verla. Buscó refugio en un rincón, y rehusó bajar al locutorio. La portera regresó un cuarto de hora más tarde. El joven se había marchado, pero le había escrito una nota; y le entregó la misiva. Estaba sobre la mesa, delante de Angeline... pero le traía sin cuidado abrirla... todo había terminado, y no necesitaba aquella confirmación. Finalmente, muy despacio, y no sin esfuerzo, rompió el sello. Estaba fechada el día en que expiraba el año. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y entonces nació en su corazón la cruel esperanza de que todo fuera un sueño, y de que ahora que la Prueba de Amor llegaba a su fin, él la reclamara como suya. Empujada por esta incierta suposición, se enjugó las lágrimas y leyó las siguientes palabras:He venido a excusarme por mi bajeza. Rehúsas verme y yo te escribo; pues, aunque siempre seré un hombre despreciable para ti, no pareceré peor de lo que soy. Recibí tu carta en presencia de Faustina y ella reconoció tu letra. Conoces bien su obstinación, su impetuosidad; no pude impedir que me la arrebatara. No añadiré nada más. Debes de odiarme; y, sin embargo, tendrías que compadecerme, pues soy muy desdichado. Mi honor está ahora comprometido; todo terminó antes de que yo empezara a ser consciente del peligro... pero ya no se puede hacer nada. No encontraré la paz hasta que me perdones, y, sin embargo, merezco tu maldición. Faustina no sabe nada de nuestro secreto. Adiós.El papel cayó de las manos de Angeline.Sería inútil describir los diversos sufrimientos que soportó la infortunada joven. Su piedad, resignación y carácter noble y generoso acudieron en su ayuda, y le sirvieron de apoyo cuando sentía que sin ellos podía morir. Faustina le escribió para decirle que le hubiera gustado verla, pero que Hipólito era reacio a la idea. Habían recibido la respuesta del marqués de la Toretta, un feliz consentimiento; pero el anciano se hallaba enfermo y todos se marchaban a Bolonia. A la vuelta, hablarían.Su partida ofreció cierto consuelo a la desdichada joven. Y no tardó en prodigárselo también una carta del padre de Hipólito, llena de alabanzas de su conducta. Su hijo se lo había confesado todo, escribía; ella era un ángel... el cielo la premiaría, pero su recompensa sería aun mayor si se dignaba perdonar a su infiel enamorado. Responder a esa misiva alivió el dolor de la joven, que desahogó su pena y los pensamientos que la atormentaban escribiéndola. Perdonó de buen grado a Hipólito, y rezó para que él y su adorable esposa gozaran de todas las bendiciones.Hipólito y Faustina contrajeron matrimonio y pasaron dos o tres años en París y en el sur de Italia. Ella fue inmensamente feliz al principio; pero pronto el mundo cruel y el carácter ligero e inconstante de su marido infligieron mil heridas en su joven corazón. Echaba de menos la amistad y la comprensión de Angeline; apoyar la cabeza en su pecho y ser consolada por ella. Propuso una visita a Venecia, Hipólito accedió y, de camino, pasaron por Este. Angeline había tomado el hábito en el convento de Santa Anna. Se sintió muy complacida, por no decir feliz, de su visita; escuchó con gran sorpresa las penas de Faustina, y se esforzó por consolarla. También vio a Hipólito con enorme serenidad, pues sus sentimientos habían cambiado; no era el ser que ella había amado, y comprendió que, de haberse casado con él, con su profunda sensibilidad y sus elevadas ideas sobre el honor, se habría sentido incluso más decepcionada que Faustina.La pareja llevó la vida que suelen llevar los matrimonios italianos. Él era amante de las diversiones, inconstante, despreocupado; ella se consolaba con un cavaliere servente. Angeline, consagrada a Dios, se asombraba de todo aquello; y de que alguien pudiera cambiar, con tanta ligereza sus afectos, para ella tan sagrados e inmutables.

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Pasan las mesas a través del restauranteSeguidas por meseros que nunca desconfíanDe sus platos sus tazas sus tarros espumosos Llenos de azar, libertades enigmas impaciencia,Y lo sirven todo como si nada sucediera,Como si el mundo no girase en espiralY las sillas y las mesas se desplazan.Cámaras a distancia nos vigilan a todos. Salud dices y alzas una copa plena de otredadesVillaurrutias y un profundo buqué a Efraín HuertaTe respondo con un tarro lleno sólo a medias con alburesY espuma de poemas de NerudaTomas de tu plato trozos de una oveja eléctricaY sus sueños hacen que expandas la mirada;También hay entremeses con fragmentos de otoño,Con miradas de nube, con los versos de Goethe,Y platillos con el dulce sabor de la provincia velardiana.Así pasa la tarde, la comida, el movimiento del espacio.Y luego sacamos el tabaco, prendemos los cigarrosPara que el café se sienta acompañado.Pero llega un androide con un casco de glandeY la cara de escroto y pretende llevarnos a la cárcel.Hace no más de un año éramos tan sólo ciudadanosY ahora nos consideran asesinos, dices, y nos vamos.

H. Pascal

5 de mayo de 2010

Cuerpo de mujer

Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. "Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.

El vigilante

I Huellas.
Por EL año 1794, el hermano menor de un barón llamado James Barton, regresó a Dublín. Había servido en la marina con cierta distinción, mandando una fragata de Su Majestad durante casi toda la guerra con América. El capitán Barton contaba con cuarenta y dos a cuarenta y tres año de edad. Era un compañero agradable e inteligente cuando estaba de buen humor, aunque por regla general era reservado y, a veces, hasta extravagante. No obstante, en sociedad se comportaba como un hombre de mundo, como el más cumplido caballero. A pesar de los años transcurridos navegando, no adquirió los modales bruscos y toscos de los marinos, sino al contrario. Era de mediana estatura y robusto, y su rostro de líneas acusadas, tenía una agradable expresión grave y melancólica. Su aspecto personal, el nombre de familia y su posición le abrieron de par en par las puertas de las mejores casas de Dublín.En sus necesidades personales, el señor Barton gastaba poco. Habitaba en una linda mansión de una calle aristocrática, y tenía un solo criado y un caballo, y aunque se le Juzgaba de ideas avanzadas y libre pensador, llevaba una existencia ordenada y absolutamente moral, careciendo de vicios en absoluto. Por consiguiente, siendo Barton prudente, ahorrador y poco sociable, según todos los indicios, mantendría su soltería contra todos los intentos de las jóvenes, y era posible que muriese de vejez, dejando toda su fortuna a un hospital o un asilo. De pronto, los chismosos se dieron cuenta de que no interpretaban bien los sentimientos del capitán Barton.En un baile le presentaron a una encantadora joven llamada Clara Montague. Se trataba de una muchacha de carácter alegre, inteligente y muy linda, digna de ser elegida reina de los salones. Fue la tía de la joven, la rica viuda lady L. quien se la presentó. Sin embargo, todas las cualidades de la muchacha no le proporcionaban más que una admiración superficial, pues la joven tenía algo peor que un defecto, ya que por toda dote sólo podía aportar al matrimonio su inteligencia y su atractivo personal. Conocidos tales antecedentes, no es de extrañar la sorpresa que ocasionó la noticia de la formal petición de mano, por Barton, hecho que la tía, halagada por su perspicacia, se cuidó de esparcir por la capital.Para formalizar el compromiso matrimonial, faltaba el consentimiento del padre de Clara, que 'en aquellos momentos regresaba con licencia ilimitada de la India, y cuya llegada tendría lugar tres semanas más tarde. Naturalmente, no existía ninguna duda respecto a tal consentimiento y el retraso era, por tanto, mera fórmula. Se les consideraba ya como prometidos oficiales, y la tía de Clara, con el rigor de su anticuado decoro, del que su sobrino hubiese prescindido gustoso, la separó de todas las reuniones juveniles de la ciudad. El capitán Barton menudeaba sus visitas, quedando casi siempre invitado con los privilegios que otorga una intimidad entre dos prometidos. La tía de Clara residía en una cómoda y hermosa residencia de la parte norte de Dublín, o sea la opuesta a donde vivía el novio, que era en el extremo sur. La distancia entre ambas casas era considerable, y el marino tenía la costumbre de recorrer a pie el camino, sin ningún acompañante, cuando por la noche se despedía de las damas.El trayecto más corto cruzaba, durante largo trecho, por una calle recién abierta en la que apenas se habían echado los cimientos de los edificios. Una noche, poco después de hacerse público su compromiso, Barton se retiró ya muy avanzada la hora. La conversación con ambas mujeres se desvió hacia las pruebas de revelaciones, y Barton, escéptico por naturaleza, rebatió todos los argumentos presentados. Era medianoche cuando se despidió, emprendiendo el regreso a su domicilio. Poco después llegó a la calle en construcción, obstruida por tabiques, maderos y montones de piedras, a los cuales la luna, brillando borrosa, esfumaba los contornos, dándoles un aspecto verdaderamente lúgubre e impresionante.Reinaba un absoluto silencio, ese silencio indefiniblemente emocionante, y el eco de las fuertes pisadas del marino quedaba roto de manera rítmica y uniforme. Iba ya por la mitad de la calle, cuando de repente oyó otros pasos, acompasados y al parecer a unos veinte metros de distancia. La sospecha de ser seguido siempre es desagradable, de manera especial cuando se trata de un lugar solitario. Esta sospecha resultó tan fuerte en el espíritu del capitán, que de repente se volvió bruscamente para enfrentarse con su seguidor. Pero aunque había suficiente resplandor para distinguir cualquier cuerpo próximo, en todo lo largo de la calle no descubrió la menor sombra o vestigio de un ser humano.Aquel rumor de pasos no podía ser el eco de los suyos, ya que efectuó diversas pruebas para demostrarlo, consiguiendo siempre un resultado negativo. Aunque no era un individuo de imaginación enfermiza Barton tuvo que rendirse a la evidencia de que aquellos pasos eran puramente producto de su mente. Tranquilizado por estos razonables, reanudó la marcha y, antes de haber recorrido una docena de pasos, las misteriosas pisadas fueron de nuevo audibles a su espalda. Esta vez, como si hubiera un designio especial de demostrar que los sonidos no eran resonancias de un eco, los pasos se apresuraban unas veces, moderando otras la marcha, y avanzando con lentitud. A pesar de su profundo escepticismo, Barton experimentó un temor supersticioso, y con esta sensación inusitada y desagradable, reanudó el camino. Inmediatamente se repitieron las fantasmales pisadas, con súbitas ráfagas de velocidad que amenazaban con llevar al invisible perseguidor al lado del alarmado capitán.Éste volvió a detenerse, ya que las naturales e inexplicables sensaciones amedrentaban su ánimo, y cediendo a la excitación del momento, gritó con voz severa:—¿Quién va?El sonido de la propia voz, en medio de un absoluto silencio, siempre contiene una nota de espanto. Los pasos le persiguieron hasta el estreno de la solitaria calle y tuvo que realizar un enorme esfuerzo para resistir el impulso de echar a correr. Al hallarse en su casa, sentado junto al hogar, empezó a serenarse y a coordinar sus ideas, considerando con calma el caso que de manera tan súbita le hizo perder la tranquilidad.


II.El vigilante.


El capitán Barton se desayunaba a la mañana siguiente, reflexionando sobre los incidentes de la noche anterior, con más curiosidad que temor, ya que las impresiones más lúgubres desaparecen con el influjo sedante del día El timbre de la puerta resonó en la habitación y poco después su criado le entró una misiva que acababa de llegar. No había nada extraordinario en las señas de la carta, excepto la letra desconocida, quizás disfrazada; y con la expectación de tales casos, contempló intrigado la inscripción un minuto antes de abrirla.El señor Barton, excapitán del "Delfín", queda avisado del peligro. Obrará con prudencia si evita la calle... (Aquí se citaba el nombre de la calle recién abierta por donde tenía costumbre que pasar de pasar.) Si no hace caso de mi aviso, puede costarle un serio disgusto. Que estas líneas le sirvan de primero y último aviso.
El Vigilante.El capitán leyó varias veces tan extraña misiva. La examinó en todos sentidos, contemplándola a trasluz, sin conseguir un resultado positivo. Luego, dedicó su atención al sobre. Estaba lacrado y encima se veía imperfectamente la impresión accidental de un pulgar. Nada permitía adivinar su origen. El autor, la carta y su verdadero objetivo eran un enigma inexplicable; sin embargo, sugerían por asociación de ideas una finalidad común con la aventura de la noche anterior. Obedeciendo a un sentimiento desconocido, quizás de orgullo, el capitán no comunicó ni a su novia lo ocurrido. Aunque le parecía una broma pesada, afectó de manera desagradable su imaginación, y no quiso revelarle a la joven lo que ésta pudiera tomar como un signo de debilidad.Mas a pesar de considerar el asunto como indigno de pensar más en él, le perseguía con obstinación, atormentándole con dudas de perplejidad que le deprimían con aprensiones indefinidas. Lo cierto es que durante algún tiempo evitó pasar por la calle prohibida, dando un largo rodeo para llegar a casa. Una semana más tarde de recibir la extraña misiva le ocurrió algo que le recordó su contenido, o contrarrestó la desaparición gradual de su mente de la impresión recibida. Regresaba una noche del teatro, de donde al salir acompañó a su prometida y a la tía de ésta hasta su coche, en compañía de unos desconocidos. Separóse de ellos por el camino y por último quedó completamente solo. Era ya la una y las calles estaban desiertas. Ya durante el trayecto que realizó en compañía notó con creciente sobresalto el ruido de unos pasos que al parecer le seguían.Miró atrás un par de veces, con la inquieta impresión de ser otra vez víctima de las mismas aprensiones que le desconcertaron una semana antes. Deseaba con todas las fuerzas de su ser, ver algo que justificase de manera natural el rumor de aquellos pasos. Pero la calle continuaba desierta. Junto a la tapia del parque de un colegio, los pasos resonaron casi simultáneamente con la cadencia de sus propias pisadas. Dos o tres veces miró con rapidez y sigilo por encima del hombro, mas siempre con resultado negativo. La irritación que le produjo este misterio intangible llegó a ser casi intolerable. Y cuando ¡al fin llegó a su domicilio, tenía los nervios tan excitados que no pudo descansar y ni siquiera intentó acostarse hasta después de amanecer.Ya entrada la mañana le despertó un discreto golpe dado a la puerta de su habitación. Su criado entró con la correspondencia. Al momento, llamó la atención del capitán una de las cartas. Una sola mirada al sobre le permitió reconocer al momento el carácter de letra.Le será imposible, capitán Barton, escapar de su propia sombra como de mí. Tome las precauciones que guste, todo será en vano, pues le veré cuando me plazca. No pretendo ocultarme como usted se imagina. Que ello no le turbe el descanso, capitán Barton, pues con una conciencia limpia de toda mancha ¿por qué temer el ojo de
El Vigilante.No hay por qué describir la sensación experimentada después de la lectura de tan extrañas frases. Durante unos días, el capitán estuvo extraordinariamente retraído, mas nadie pudo adivinar la causa. No obstante, además de la proximidad de la boda, el capitán tenía un asunto de importancia relacionado con una reclamación judicial de un antiguo litigio sobre ciertas propiedades. Las incidencias del caso disiparon un poco el pesimista estado de su espíritu, y al poco tiempo había recobrado ya su antiguo buen humor. Sin embargo, constantemente sentíase vagamente aterrado, por repeticiones oídas de una manera oscura y confusa, que no sabía distinguir a su entera satisfacción entre la realidad y la mera sugerencia de una mente excitada.


III.El anuncio.


Varios días más tarde, el capitán Barton acompañado de un amigo, pasaba por el pasaje de College Green, cuando un individuo con una gorra de piel hundida hasta los ojos, avanzó rápidamente, como si estuviera muy excitado, murmurando algo entre dientes con extraña vehemencia. El desconocido dirigióse a Barton y se detuvo mirándole un momento, furioso y con mal velada amenaza. Luego, volviéndose con brusquedad, se retiró con el mismo paso agitado, desapareciendo por un pasaje lateral.El efecto de esta aparición inesperada fue sorprendente. El capitán Barton era hombre valiente, sereno y orgulloso del dominio que ejercía sobre sus nervios, pero al ver avanzar al desconocido retrocedió unos pasos en silencio, asiendo el brazo de su amigo en un terrible espasmo de dolor o terror. Luego, cuando desapareció aquel extraño personaje empujándole hacia atrás, lo persiguió dos pasos, se detuvo excitado y se desplomó en un banco cercano. Jamás se vio un rostro más pálido y macilento que el suyo.—¿Qué le sucede, amigo Barton? —le preguntó alarmado su acompañante—. No está herido ¿verdad? ¿Se siente indispuesto?—¿Qué dijo ese hombre? No le oí... —inquirió Barton, sin contestar a las anteriores preguntas.—Tonterías. ¿Qué pueden importarle las frases de un esquizofrénico? Usted no se encuentra bien, Barton. Está indispuesto. Permita que llame un coche.—¿Indispuesto? No, no lo estoy. Pero a decir verdad —continuó el antiguo marino, esforzándose para recobrar la serenidad—, me siento fatigado, abrumado por el exceso de trabajo de estos días... y quizás algo inquieto. Como sabe, he estado en Chancery y un pleito largo siempre agota el sistema nervioso. Ya me repongo. ¿Reanudamos el paseo?—No, Barton. Siga mi consejo y váyase a casa. Realmente, necesita descansar. Le acompañaré hasta allí.Costó poco persuadirle, pues era cierto que el capitán deseaba encontrarse en su casa. Pero rehusó la compañía de su amigo y cuando al día siguiente, éste fue a interesarse por su salud, el criado le manifestó que su amo no había salido de su habitación, pero que no se trataba de nada grave y que al cabo de unos días estaría totalmente restablecido. Aquella misma noche, el capitán mandó a buscar al médico, reputado entre la alta sociedad de Dublín, y la entrevista resultó muy extraordinaria. Entró en detalles sobre los síntomas de su postración, pero de manera vaga, como si careciese de interés en su propia salud. Sin embargo, el doctor comprendió que su paciente tenía en la mente algún asunto de mayor importancia que su enfermedad. Le preguntó, entre otras cosas, si alguna circunstancia irritante ocupaba sus pensamientos. El enfermo lo negó presuroso y casi con enojo. Entonces, el doctor diagnosticó una leve indisposición con una fuerte alteración nerviosa, y para justificar su visita recetó un ligero calmante. Al despedirse, Barton exclamó, como recordando algo importante:—Perdone, doctor, pero iba ya a olvidarme. ¿Me permitirá que le dirija unas preguntas médicas un tanto extrañas? No obstante, de su solución depende una apuesta. ¿Me perdonará asimismo si le parezco poco razonable? El médico asintió y volvió a sentarse. Barton parecía tener cierta dificultad en comenzar el propuesto interrogatorio, pues guardó silencio unos minutos bajo la escrutadora mirada del médico; luego, se acercó a la biblioteca y permaneció de pie junto a ella.—Opinará que son unas preguntas infantiles —comenzó por fin—, pero no puedo cobrar mi apuesta sin una aclaración. Deseo saber primero algo respecto del tétano. Si un hombre padece de esa dolencia y fallece por ella, según asegura un forense de mediana habilidad ¿puede volver a la vida?El médico sonrió, meneando la cabeza negativamente.—Mas... puede cometerse un error —continuó Barton—. Supongamos que se trata de un ignorante, que pretende poseer la habilidad de un médico. ¿Podría equivocarse hasta el punto de confundir la muerte con un proceso de la enfermedad?—Nadie, ni el más profano que haya presenciado una muerte, podría equivocarse en un caso de tétano.—Voy a formularle una pregunta, quizás aún más ingenua. Pero antes dígame: ¿son los hospitales extranjeros, por ejemplo el de Napóles, muy vagos y complicados? ¿No puede caber algún error en la inscripción del nombre y señas de un paciente?—Lo siento, mas no puedo contestarle esa pregunta porque desconozco por completo el régimen interior de los hospitales extranjeros.—Gracias, doctor. Ahora, mi última pregunta. ¿Existe alguna enfermedad, en el vasto campo de las dolencias humanas, que produzca el efecto de contraer el esqueleto humano, haciendo que un hombre reduzca sus proporciones y sin embargo conserve la exacta semejanza con la sola excepción del volumen y la estatura? ¿Alguna dolencia o afección, no importa lo rara o poco conocida que sea, que pueda producir semejante efecto?El médico replicó con una sonrisa francamente negativa.—Entonces —prosiguió el capitán bruscamente—, si un hombre teme razonablemente el asalto de un loco que anda suelto ¿no puede conseguir un mandato de detención?—En realidad, esta pregunta debe de hacerla a un abogado —contestó el galeno—. Pero a mi -entender, si se formula tal petición a un magistrado, en un caso justificado, la misma será atendida.El doctor despidióse al fin, mas al llegar a la calle recordó haber olvidado los guantes y subió para recogerlos. Su reaparición fue igualmente embarazosa para los dos hombres, pues un papel que el médico reconoció como su receta ardía en ¡el fuego del hogar, y Barton expresaba un profundo abatimiento. El doctor poseía demasiado tacto para hacer demostración alguna, mas ya había visto lo bastante para temer la seguridad de que la dolencia que afectaba al capitán era puramente moral. Unos días después apareció en un periódico de Dublín el siguiente anuncio:Si Silvestre Yalland, antiguo hombre de trinquete, a bordo de la fragata de Su Majestad, Delfín, o su pariente más próximo, se dirigen al señor Hubert Smith, abogado, en su oficina, se les comunicará algo que puede interesarles. Puede irse allí a cualquier hora, hasta las doce de la noche, si se desea evitar las horas de despacho. Se observará el silencio y la discreción más absolutos sobre las comunicaciones que tengan carácter confidencial.El Delfín era el navío que el capitán Barton había mandado antaño. Los esfuerzos realizados para dar una gran publicidad al anuncio le sugirieron al médico ya mentado la idea de que la extraña inquietud de su extraordinario paciente guardaba alguna secreta relación con el citado individuo.El agente de publicidad no divulgó la menor información sobre el verdadero propósito del anuncio, y ni siquiera insinuó quién podía ser el anunciante.IV. Un extraño encuentro.Durante este período, Barton recobró sus antiguos hábitos, algo más sosegado ya. Sin la menor vacilación, aceptó una invitación de sus camaradas de club y aunque al principio mostróse melancólico y abstraído, bebió mucho más de lo acostumbrado, posiblemente con la secreta esperanza de disipar sus angustias bajo los efectos del alcohol. Cuando terminó estaba excitado y sus chistes provocaron ruidosas carcajadas. A las ocho y media se despidió de sus compañeros y se le ocurrió dirigirse a casa de la tía de Clara a pasar el resto de la velada junto a ésta.Así, en simpática y bulliciosa camaradería volaron las horas y al acercarse la medianoche, su artificial alegría comenzó a flaquear, pues los pensamientos penosos y el temor a lo desconocido volvieron a filtrarse de nuevo en su espíritu, desapareciendo como por ensalmo todo su buen humor. Al fin, despidióse con un desagradable presentimiento, y la mente acosada por mil aprensiones misteriosas que se esforzaba valientemente en desdeñar. Fue este orgulloso desafío a lo que consideraba como su debilidad, lo que le indujo aquella noche a tomar el camino que provocó su nueva aventura.Hubiera podido fácilmente buscar un coche, pero consciente de que la poderosa inclinación que sentía para ello nacía de lo que motejaba de temor supersticioso, no quiso acceder. También pudo regresar por un camino distinto al que le fue prohibido por su misterioso comunicante. Jamás ningún ser humano vio sus resoluciones tan sometidas a prueba como el capitán Barton cuando, conteniendo la respiración, puso los pies en la desierta calle que, a pesar de todo su escepticismo, estaba infestada por algún poder maligno en lo que a él concernía. Prosiguió rápidamente su camino casi sin respirar por la creciente ansiedad de aquel momento. No obstante, no se vio molestado por ningún ruido sospechoso, y empezaba ya a felicitarse de su decisión cuando, ya casi al extremo de la calle, vislumbró los faroles de otras más iluminadas y concurridas.Sin embargo, tal sentimiento de alivio fue momentáneo. La detonación de un arma de fuego a unos cien metros de distancia, a sus espaldas, y el zumbido de una bala rozándole la cabeza, disiparon su euforia de una manera desagradable y escalofriante. Su primer impulso fue volver sobre sus pasos en persecución del frustrado asesino, pero el camino a ambos lados estaba entorpecido por los cimientos de las casas, y más allá se extendían extensos solares llenos de estiércol y basura, y todo estaba tan silencioso como si jamás un disparo hubiese alterado aquella soledad. La futilidad de intentar la búsqueda del asesino era patente, sobre todo cuando no había la menor pista. Con las sensaciones tumultuosas, propias de un hombre cuya vida ha estado expuesta a un atentado criminal, el capitán Barton volvióse de nuevo y, sin apresurar el paso, continuó su camino.De pronto, después de unos minutos y como brotando del suelo, topó con el hombrecillo de la gorra de piel. El encuentro fue de lo más inesperado. El hombre andaba al mismo paso exagerado y con la misma expresión de amenaza que la vez anterior. Al pasar por su lado, le pareció oírle proferir unas nuevas amenazas, añadiendo:—¡Todavía vivo! ¡Todavía vivo!La inquietud provocada por estos acontecimientos produjo una alteración natural en la salud de Barton, de modo que el cambio no pudo pasar inadvertido. Mas por ciertas razones sólo de él conocidas, no hizo la menor gestión para denunciar el atentado a la policía; por el contrario, lo guardó celosamente para sí. De tal forma ocultó la verdadera causa de sus sufrimientos, que parecía dictada por la sospecha de que conocía el origen de su extraña persecución, pero que era de tal naturaleza que no se atrevía a revelarlo. El marino se concentró en sí mismo y constantemente ocupado por una ansiedad de persecución que no se atrevía a revelar a nadie, se excitó cada día más y más, sufriendo varios ataques que produjeron desastrosos efectos en su sistema nervioso. Y en esta condición, se vio obligado a soportar con frecuencia creciente las sigilosas visitas de aquella apari ción.Llegó el momento en que el capitán Barton, abandonando sus escrúpulos, decidió realizar una visita a un famoso predicador al que conocía levemente, mas de quien aguardaba un consuelo. Encontró al clérigo en sus habitaciones particulares del colegio, rodeado de innumerables libros que versaban sobre diversas materias de su devoción, como filosofía, teología, ciencias; al ser anunciada su visita, el doctor abandonó su trabajo para atenderle. En las maneras de Barton había algo embarazoso y excitado que contrastaba con su rostro macilento y descolorido de tal forma que impresionó al predicador, dándole la desagradable sensación de que su visitante sufría mucho, tanto moral como físicamente.Tras el usual intercambio de saludos y unas cuantas banalidades, el capitán Barton, que evidentemente observó la sorpresa que despertaba su visita, interrumpió una breve pausa para manifestar:—Sé que es ésta es una visita extraña. Quizás injustificada entre dos personas que tan sólo han sido presentadas. En circunstancias ordinarias, jamás me hubiera atrevido a molestarle, pero mi visita no es una intrusión vana ni impertinente. Estoy seguro de que comprenderá y disculpará mi intención cuando le exponga mis motivos.El pastor, sorprendido por el extraordinario preámbulo, le interrumpió dándole las seguridades que la buena educación exigía.—He venido a poner a prueba su paciencia —prosiguió Barton—, solicitando su consejo y ayuda. Cuando digo paciencia, podría añadir algo más, y tal vez sería mejor llamarle sus sentimientos humanitarios, su compasión, pues he sido y soy actualmente víctima de un tremendo sufrimiento. Para mí será una verdadera satisfacción poder aliviarle en algo; mas usted ya sabe...—Conozco sus objeciones —le atajó Barton—. Se me considera un incrédulo y, por tanto, incapaz de apreciar los auxilios de la religión, pero no dé tal cosa por cierta. No soy lo que se llama un creyente fervoroso, pero las circunstancias me han obligado a examinar recientemente a través de otro prisma la cuestión religiosa, y ello con un espíritu desprovisto de prejuicios.—Entonces, debo entender que su visita tiene relación directa o indirecta con las pruebas de la revelación —sugirió el clérigo.—No es esto exactamente; en realidad, me avergüenza confesar que no he considerado siquiera mis objeciones lo suficiente para expresarlas de manera concreta. Pero... pero hay un tema sobre el cual me siento particularmente interesado.Hizo una pausa y el reverendo le instó a proseguir.—Lo cierto es —siguió Barton—, que sea cual sea mi incertidumbre respecto a la autenticidad de lo que hemos dado en llamar revelación, estoy profunda y horriblemente convencido de un hecho: que más' allá de los límites de nuestra humana comprensión existe un mundo espiritual que a veces se nos puede revelar de una manera terrible. Estoy cierto, sé que existe un Dios justiciero y que la retribución sigue al delito, de maneras misteriosas, por medio de agentes inexplicables y espantosos. Existe un castigo espiritual. ¡Dios santo, cómo me he convencido de ello! ¡Un castigo implacable y omnipotente, bajo cuya persecución estoy sufriendo los tormentos de los malditos... los fuegos y el furor del infierno!Mientras Barton así se expresaba, su agitación era tan vehemente, que el reverendo se alarmó ante aquel extraordinario penitente. La frenética y excitada rapidez con que hablaba, y el indefinible horror que expresaban sus facciones descompuestas, en contraste con su frialdad y flema habituales, eran sorprendentes y penosos...

1 de mayo de 2010

El jugador

Narrada en primera persona, el autor refleja elementos autobiográficos para la redacción de El jugador. La pasión amorosa frustrada por la voluble seductora Pólina Súslova se proyecta en el personaje Alexéi Ivánovich y la esclavitud del juego ligada a la absoluta sujeción de sus relaciones amorosas. Recrea un medio en el que las preocupaciones económicas de varios de los personajes, constituye una angustiosa cotidianidad.
La pasión del azar y la fortuna los convierte en jugadores perdidos por la casualidad de la suerte. Compara la vida de jugador con la del presidiario encadenado a la rueda de la fatalidad, al igual que al enamorado atrapado por la fuerza de su destino amoroso. Como todo jugador, Dostoievski creía que su sistema de juego era infalible y que si perdía no era por culpa suya, sino porque no había jugado con sangre fría.
El argumento gira en torno a Alexei, pero para entender lo que le sucede tenemos que tener en cuenta las personas con las que se relaciona, el General, padrastro de Polina, mister Astley, Blanche de Comingeres, la abuela de Polina y Des Grieux. Todos estos personajes se mueven torno al amor, deseo, dinero, avaricia, hipocresía, todos se conocen entre sí pero ocultan secretos, unas veces secretos comentarios a voces y otras secretos tan ocultos que ni tan siquiera saben que los guardan.
El retrato de Alexéi Ivánovich, de la psicología general de los jugadores y de la atmósfera decadente de las salas de juego, cobra en este libro la veracidad y la exactitud de un morboso realismo. Dando así testimonio de la pasión que tenía Dostoievski por los juegos de azar.

El fantasma de Madam Crowl

Ahora soy una vieja: pero la noche que llegué a Applewale House tenía trece años recién cumplidos. Mi tía era allí ama de llaves, y una especie de carricoche de un caballo bajó para recogernos a mí y a mi equipaje en Lexhoe, y subirnos a Applewale. Al llegar a Lexhoe me encontraba un poco asustada, y cuando vi venir al vehículo y el caballo, me dieron ganar de volverme otra vez a Hazelden, con mi madre. Cuando entré en el shay —que así solemos llamar a esa clase de coche— iba hecha un mar de lágrimas, y el viejo John Mulberry, el cochero, que era muy buen hombre, me compró un puñado de manzanas en El León de Oro, por ver si así me iba consolando; también me contó que había pastel de grosellas, y té y chuletas de cerdo, esperándome, todo ello bien caliente, en el cuarto de mi tía en la casa grande. Era una bonita noche de luna, y me comí las manzanas mientras miraba por la ventanilla del shay.Es una vergüenza que unos caballeros disfruten metiendo miedo a una pobre niña ignorante como era yo. A veces pienso que, en realidad, lo hacen en broma. Pero el caso es que hubo dos de ellos sentados junto a mí en la diligencia que me había llevado hasta Lexhoe, quienes, después de caída la noche, cuando salió la luna, empezaron a preguntarme adónde iba. Bueno, pues yo les contesté que iba a servir a casa de la señora Arabella Crowl, de Applewale House, cerca de Londres.—¡Anda, Dios! —dijo uno de ellos—. Entonces no durarás allí mucho tiempo.Yo le miré como preguntándole: «¿Y por qué no?», pero no abrí la boca, ya que les había hablado una vez cuando les dije dónde me dirigía, y no me ha gustado nunca hablar con desconocidos.—Porque sí —dijo él—; y por tu vida, no digas a nadie ni media palabra; más sin decir nada, no le quites ojo; mírala y verás: la vieja está poseída por el demonio, y también por más de un fantasma. ¿Ya te habrás traído una Biblia contigo, no?—Sí, señor —dije yo, dado que mi madre había puesto mi pequeña Biblia en el baúl y yo sabía que estaba allí; y por cierto, aunque tiene una letra que es ya demasiado pequeña para mis viejos ojos, todavía la tengo en mi poder.Al mirarle, cuando dije «sí, señor» me pareció verle hacer un guiño a su amigo, pero no estoy segura.—Vaya —dijo él—, entonces que no se te olvide ponerla todas las noches debajo de la almohada, a ver si así te libra de las zarpas de la vieja.¡Cuando dijo esto, me entró tanto miedo que no os lo podéis ni imaginar! Y me entraron muchas ganas de preguntarle un sinfín de cosas acerca de la anciana señora, pero yo era muy tímida entonces, y él y su amigo se pusieron a hablar de sus asuntos, y no me atreví; conque, al llegar a Lexhoe, me bajé muy asustada. Y me desesperé de miedo y de tristeza cuando me vi en el shay por la oscura carretera. Los árboles eran muy gruesos y enormes, casi tan viejos como la vieja casa, y algunos de ellos tenían un tronco tan gordo que apenas lo habrían podido abarcar entre cuatro personas.Bueno, yo estiraba el cuello por la ventanilla para ver cuándo aparecía la casa grande; y, de repente, nos paramos en seco frente a ella. La casa era bien grande, ya lo creo, blanca y negra, con grandes vigas negras que asomaban, y torretas en lo alto, blancas como sábanas a la luz de la luna; y a las sombras de los árboles en la pared se les habría podido contar hasta las hojas; también tenía vidrieras con dibujos en forma de rombos, sobre todo en el gran ventanal del vestíbulo, y grandes contraventanas de estilo antiguo, abiertas hacia afuera; pero todas las demás ventanas estaban cerradas con cerrojo, debido a que no había en la casa más que tres o cuatro criados y la señora, y casi todas las habitaciones se hallaban cerradas también. El corazón se me salía por la boca cuando me dijeron que el viaje había terminado y que la casa grande se encontraba allí, delante de mí; dentro estarían mi tía, a quien nunca había visto hasta entonces, y Madam Crowl, a cuyo servicio iba a entrar yo, y que ya me daba miedo.En el vestíbulo, mi tía me dio un beso y me llevó a su cuarto. Era alta y delgada, de cara pálida, negros ojos y manos largas y finas, siempre calzadas con guantes negros. Tenía más de cincuenta años y hablaba poco, pero sus palabras eran ley. De ella no guardo queja alguna; sin embargo, era una mujer dura, y creo que hubiera sido más cariñosa conmigo si yo hubiese sido hija de su hermana en vez de serlo de su hermano. Pero dejemos eso, que ya pasó. El señorito se llamaba Mr Chevenix Crowl; era nieto de Madam Crowl, y se dejaba caer por allí unas dos o tres veces al año para ver si la anciana señora estaba bien atendida. Yo no le vi más que dos veces en todo el tiempo que estuve en Applewale House. Por mi parte, lo único que sé decir es que sí que estaba bien atendida, pese a todo, a causa de que mi tía y Meg Wyvern, la doncella, eran mujeres de conciencia y hacían las cosas bien.Mrs Wyvern —mi tía la llamaba Meg Wyvern, pero para mí debía ser Mrs. Wyvern— era una mujerona gruesa y alegre, de unos cincuenta años, metida en carnes, siempre de buen humor, que hacía las cosas muy despacio. Tenía un buen sueldo, mas resultaba un poquito roñosa, y tenía todos sus vestidos buenos guardados bajo llave, y llevaba puesto de continuo un trajecito de algodón de color chocolate, con puntillas y bordados rojos, amarillos y verdes, que le duraba una barbaridad de tiempo. Nunca me dio nada, ni siquiera por valor de un penique, en todo lo que estuve allí; pero tenía buen humor, siempre se estaba riendo y hablando sin parar y, viéndome tan triste y callada, procuraba animarme con sus risas e historias: creo que la quería más que a mi tía —así son los chicos, sólo quieren al que les da alegría y les cuenta cuentos—,aunque ésta era muy buena para mí, pero un poco dura en muchas ocasiones, y siempre tan callada...Mi tía me llevo a su cuarto y tuve que quedarme allí sola un buen rato mientras ella preparaba el té en otra habitación. Pero antes de irse me dio unos golpecitos en la espalda, me dijo que estaba muy alta y desarrollada para mi edad, y me preguntó si sabía coser y bordar; mirándome a la cara, dijo que era igual que mi padre, o sea su hermano, que ya estaba muerto y enterrado el pobre, y también que esperaba que fuese buena cristiana, y trabajase y me portase bien.Para ser la primera vez que puse el pie en su cuarto estuvo un tanto seca, digo yo. Cuando entré a tomar el té en la habitación de al lado, el cuarto de llaves —muy confortable, con todas las paredes de roble—, había un hermoso fuego de carbón, turba y leña ardiendo en la chimenea; y en la mesa, té, pastel caliente y comida humeante; allí estaba Mrs. Wyvern, tan lucida y tan alegre, charlando en una hora más que mi tía en todo un año. Mientras yo tomaba el té, la tía subió al piso de arriba a ver a Madam Crowl.—Ha subido a cerciorarse de si esa vieja Judith Squailes está despierta o no —dijo Mrs. Wyvern—. Judith es la que hace compañía a Madam Crowl cuando yo y Mrs. Shutters (éste era el nombre de mi tía) estamos fuera. La señora es una vieja muy molesta. Tendrás que tener los ojos bien abiertos con ella, porque si no, se te caerá al fuego o se te tirará por la ventana. Parece andar como movida por alambres a pesar de ser tan mayor.—¿Qué edad tiene, señora? —pregunté.—Noventa y tres son los últimos que cumplió, y de esto hace ya más de ocho meses —dijo, y se rió—, y no andes haciendo preguntas sobre ella delante de tu tía, fijate bien lo que te digo; tú tómala como es, y no pretendas saber más.—¿Cuál será mi trabajo para con ella, por favor?—¿Con la señora? Bueno —dijo—, ya te lo dirá tu tía, Mrs. Shutters; aunque me figuro que tendrás que hacerle compañía en su cuarto, mientras haces tus labores, ocuparte de que no haga diabluras, dejarla que se entretenga con sus cosas en la mesa, llevarle de comer o de beber cuando lo pida, cuidar de que no cometa tonterías, y sobre todo tocar la campanilla bien fuerte si ves que te da demasiada guerra.—¿Está sorda?—No, ni ciega tampoco —dijo—; es tiesa como un hueso, pero está un poco chiflada y no se acuerda bien de las cosas; lo mismo le da Jack el Matador de Gigantes o Juanito Dos zapatos, que la corte del Rey o los asuntos del país.—¿Qué hizo la otra chica para que la echaran, señora; la que se fue el viernes? Mi tía le escribió a mi madre que se había ido.—Se fue, sí.—¿Por qué? —volví a preguntar.—Me figuro que no acudiría cuando la llamó Mrs. Shutters —respondió—, no sé. No hables tanto. A tu tía no le gustan las niñas charlatanas.—Señora, por favor, ¿la anciana señora se encuentra bien de salud?—No hay mal alguno en preguntar eso, hija. Estuvo un poco pachucha últimamente, pero ya está mejor desde la semana pasada, y yo me atrevo a asegurar que durará aún hasta llegar a los cien años. ¡Chst! Ya está aquí tu tía, viene por el pasillo.Entró y se puso a hablar con Mrs. Wyvern, y yo, que empezaba a sentirme más a gusto como en mi propia casa, estuve dando vueltas por el cuarto, curioseándolo todo por aquí y por allá. Había cosas preciosas, de china, en el vasar, y cuadros en la pared; y una puerta abierta en la madera que revestía la pared, y vi una especie de camisa vieja y extraña, de cuero, toda llena de correas y hebillas, con unas mangas colgando tan largas que llegaban casi al suelo; camisa que estaba allí dentro del armario.—Niña, ¿qué andas enredando por ahí? —dijo mi tía, bastante enfadada, volviéndose hacia mí cuando menos lo esperaba yo—. ¿Qué has cogido?—Esto, señora —respondí, volviéndome con la chaqueta de cuero en las manos—.No sé que es.Pese a su palidez, se le arrebolaron las mejillas, sus ojos brillaron de ira, y pensé que, si quisiera pegarme, apenas tendría que dar media docena de pasos, pero no me dio más que un cachete en la espalda y me dijo: -Mientras estés aquí, no te metas en nada que no te importe, volvió a colgarla otra vez en la percha, cerró la puerta del armario de golpe y echó a toda prisa la llave. Mrs. Wyvern no paró en todo el tiempo de reír y alzar las manos, sin abandonar su silla, y de retorcerse como solía cuando le daba por soltar carcajadas. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas, y ella hizo un guiño a mi tía, y dijo, secándose los ojos, que le lloraban de tanto reír:—Vamos, déjela, la chica no lo ha hecho con mala intención. Ven aquí conmigo, guapa. Esa chaqueta no es más que un camisón para niñas malas; y si no nos preguntas cosas y eres obedientes, no te tendremos que decir mentiras. Conque, ¡hala!, ven aquí, siéntate, y después de beber un vasito de cerveza, vete a la cama.Mi habitación, fijaos bien, estaba en el piso de arriba, justamente al lado de la que ocupaba la anciana señora; Mrs. Wyvern dormía en una cama situada junto a la de aquélla, dentro del cuarto de Madam, y yo debía estar atenta a las llamadas por si me necesitaba. La anciana señora tenía esa noche una de sus pataletas, que ya arrastraba de todo el día. Solía tener los ataques cuando le entraba morriña. A veces no dejaba que la vistieran y otras no les dejaba que la desnudasen. Decían que, de joven, había sido una gran belleza. Pero no había nadie en todo Applewale que la recordase en sus años mozos. Todavía era muy presumida, le gustaban muchísimo los vestidos, poseía pesadas sedas, almidonados satenes, terciopelos y encajes, y de todo, lo bastante para abastecer lo menos siete tiendas. Todos sus vestidos estaban pasados de moda y eran muy raros, mas valían una fortuna. Bien, me fui a la cama. Y allí estuve un buen rato despierta, porque todas las cosas me resultaban nuevas y extrañas, y además debía de tener el té agarrado a los nervios, ya que no estaba acostumbrada a tomarlo; no lo hacía más que en fiestas y ocasiones por el estilo. Oí a Mrs. Wyvern hablar, y para ello me puse la mano en la oreja, pero no pude escuchar a Madam Crowl, y ni siquiera sé si ésta dijo una sola palabra.Todos se preocupaban mucho de ella. La servidumbre de Applewale sabía que, en el momento que muriese, quedarían sin nada, y sus empleados eran cómodos y bien pagados. El doctor venía dos veces por semana a ver a la anciana señora, y podéis estar seguros de que todos hacían lo que él ordenaba. Siempre había el mismo mandato: no debían nunca regañarla ni llevarle la contraria de ningún modo, sino seguirle la corriente y darla gusto en todo. Conque, por lo visto, se pasó toda la noche tumbada vestida en la cama, y todo el día siguiente sin decir ni una sola palabra; por mi parte, pasé todo el día en mi cuarto dedicada a la costura, y sólo bajé a comer. Tenía ganas de ver a la anciana señora, y también de oírle hablar. Pero, por lo que a mí me toca, igual hubiera dado que estuviera en Londres. Después de comer, mi tía me mandó fuera a dar un paseo durante una hora. Me alegré de volver otra vez a la casa, de tan grandes como eran los árboles y lo oscuro y solitario del paraje; pensando en mi casa me había hartado de llorar mientras paseaba a solas por allí. Aquella noche, estaban ya encendidas las velas y yo sentada en mi cuarto cuando se abrió la puerta de la habitación de Madam Crowl, donde también se hallaba mi tía. Entonces fue la primera vez que oí lo que me figuro que sería la voz de la vieja señora.Era un ruido extraño, parecido no sé bien a qué, si al hecho por un pájaro o una bestia, sólo que tenía como un algo de balido, y era muy débil. Agucé mis oídos para no perder nada de lo que decía. Pero no pude entender ninguna de las palabras que pronunció. Únicamente que mi tía le contestaba:—El demonio no puede hacer daño a nadie, señora, si no lo permite el Señor.Entonces la misma vocecilla extraña que salía de la cama dijo algo más que tampoco pude entender. Y mi tía volvió a contestar:—Déjeles que pongan las caras que quiera, señora, y que digan lo que se les antoje; si el Señor está con nosotras nadie nos podrá hacer ningún mal.Yo seguía escuchando, la oreja vuelta hacia la puerta, conteniendo la respiración, pero no salió del cuarto ni una palabra ni un ruido más. Durante unos veinte minutos estuve sentada a la mesa, mirando los santos de un libro de fábulas del viejo Esopo, y me di cuenta de que algo se movía en la puerta de mi cuarto y, levantando la vista, vi la cara de mi tía, quien me miraba desde allí mientras se llevaba un dedo a los labios.—¡Chist! —dijo muy bajito, se acercó a mí de puntillas y me dijo en un susurro—:Gracias a Dios se ha quedado dormida por fin; no hagas ruido hasta que yo vuelva, voy abajo a tomar una taza de té y en seguida regresaremos yo y Mrs. Wyvern; ella dormirá con la señora en su cuarto, tú podrás bajar cuando subamos nosotras, y Judith te llevará la cena a mi cuarto.Dicho esto, se fue. Seguí mirando el libro de los dibujos, como antes, y escuchando a cada paso, pero no pude oír ni un ruido ni un suspiro; y me puse a decirles cosas en voz baja a los dibujos y a hablar conmigo misma para mantener mi moral, pues empezaba a tener miedo, sola como estaba en aquel cuarto tan grande. Luego me levanté y empecé a pasearme por él, mirando esto, atisbando lo otro, para entretenerme, ya comprenderéis. Por fin me atreví a echar alguna mirada a hurtadillas en la alcoba de Madam Crowl.Era una alcoba grande, tenía una cama enorme con dosel y cortinas de seda floreada, tal altas que llegaban cerradas alrededor de la cama. Había un espejo, el más grande que había visto en mi vida, y la habitación era una ascua de luz. Conté hasta veintidós candelabros, todos encendidos. Tal era su capricho, que nadie se atrevía a negárselo. Escuché desde la misma puerta, sin atreverme a pasar, boquiabierta y maravillada de todo. Como no se oía ni un suspiro ni se veía el menor movimiento de las cortinas, me armé de valor, entre de puntillas en el cuarto y volví a mirar a mi alrededor. Entonces, me eché una ojeada en el espejo grande, y por fin me vino la idea a la cabeza: «¿Por qué no acercarme y echar una mirada a la vieja señora que está en la cama?».Me tomaréis por loca con sólo saber la mitad de las ganas que tenía de ver a Madam Crowl. Por mi parte, me dije que si no la veía en aquel momento, tendría que esperar a lo mejor muchos días antes de que se me presentase otra ocasión. Pues bien, escuchadme, me acerqué a la cama, que tenía corridas las cortinas; casi se me paraba el corazón. Pero cogí valor, pasé un dedo por entre los pesados cortinones, y después la mano entera. Y así me quedé, esperando un poco, mas todo estaba callado como la muerte. Conque, despacio, despacito, fui corriendo la cortina, y allí vi ante mí, extendida como la mujer esa que hay en una tumba de la iglesia de Lexhoe, a la famosa Madam Crowl de Applewale House. Allí estaba, vestida por completo. Nunca veréis nada parecido en estos tiempos. Satenes y sedas, escarlata y verde, oro y brocados. ¡Dios mío, qué espectáculo! Tenía puesta en la cabeza una peluca toda empolvada, enorme, casi tan grande como ella. ¡Y qué de arrigas, Señor mío! ¡Con la vieja garganta llena de bolsas, toda empolvada de blanco, las mejillas pintadas de rojo, y con las cejas postizas, que le solía pegar Mrs. Wyvern, allí estaba, grande y tiesa, con un par de medias de seda a cuadros, y unos tacones en los zapatos como de un palmo de altos! ¡Virgen Santa! Tenía una nariz ganchuda y delgada, y los ojos medio abiertos, de modo que se le veía casi la mitad de lo blanco. Tal como aparecía vestida ahora, solía ponerse en pie y mirarse en el espejo, dando paseítos y sonriéndose ante él, y haciendo monerías con un abanico en la mano y un ramillete de flores prendido en el corpiño. Sus arrugadas manitas estaban extendidas a ambos lados, y uñas tan largas y puntiagudas como las suyas no las he visto en mi vida jamás. ¿Puede haber sido moda alguna vez entre los ricos gastar unas uñas así?Bueno, creo que también vosotros os hubieseis asustado de contemplar un espectáculo como aquél. Yo no podía soltar la cortina ni moverme una pulgada ni quitarle los ojos de encima; hasta el corazón se me había parado. Y de repente vi que abría los ojos, se incorporaba, se daba la vuelta, se me bajaba de la cama, metiendo ruido al dar con sus tacones, comiéndome el rostro con sus grandes ojos vidriosos, mientras sonreía de forma pícara y maligna con sus labios arrugados y sus largos dientes postizos. Vaya; un muerto es cosa natural, digo yo pero éste es la visión más espantosa que he visto en mi vida. Me apuntaba con los dedos y su espalda estaba encorvada por la edad. Dijo:—¡Tú, pequeña! ¿Por qué andas por ahí diciendo que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte más tiesa que un muerto!Si lo hubiera pensado un momento, me habría dado la vuelta y hubiera escapado. Pero no podía quitar mis ojos de ella, de forma que, tan pronto como pude, empecé a retroceder; mas ella vino detrás de mí, taconeando, moviéndose como con alambres, los dedos apuntados hacia mi garganta, y haciendo todo el tiempo ruido con la lengua, algo que sonaba así como zizz-zizz-zizz. Seguí retrocediendo y retrocediendo tan deprisa como podía, sus dedos estaban ya sólo a pocas pulgadas de mi cuello, y sentí que perdería el juicio sólo con que llegase a tocarme.Continué retrocediendo hasta alcanzar el rincón del cuarto, y lancé tal grito que cualquiera diría que se me partía cuerpo y alma; en ese momento mi tía, desde la puerta, pegó fuerte una voz, la vieja señora se tornó hacia ella, y yo me di la vuelta, salí corriendo, atravesé mi cuarto, y luego fui escaleras abajo todo lo aprisa que podían llevarme las piernas. Lloré con toda el alma, os lo puedo asegurar, cuando, por fin, me vi en el cuarto de llaves. Mrs. Wyvern se rió mucho cuando le conté lo que me había pasado. Pero cambió de tono cuando oyó las palabras que me había dicho la vieja señora.—A ver, repítemelas otra vez —dijo.Así lo hice yo:—¡Tú pequeña! ¿Por qué andas diciendo por ahí que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte más tiesa que un muerto!—¿Y tú habías dicho que ella había matado a un niño? —preguntó ella.—No, señora —dije yo.Pasado esto, Judith siempre se quedaba conmigo cuando las dos mujeres dejaban a la señora. Antes me hubiera tirado por la ventana que quedarme a solas con ella en la misma habitación. Cosa de una semana después, si mal no recuerdo, Mrs Wyvern, un día que estábamos las dos solas, me dijo una cosa de Madam Crowl que no sabía yo. Resulta que, de joven, siendo una gran belleza, hacía ya de eso lo menos setenta años, se casó con el señor Crowl de Applewale. Él era viudo y tenía un hijo de unos nueve años. A partir de cierta mañana, nunca se volvió a saber nada del niño. Ninguna persona pudo decir qué había sido de él. Le dejaban demasiada libertad, y solía irse de paseo por las mañanas; unos días iba a la casita de los guardas, desayunaba con ellos, luego se dirigía a las conejeras y no volvía a casa, a lo mejor, hasta la noche; y otras veces bajaba hasta el estanque, se bañaba y pasaba el día pescando o remando en un bote. Bien, el caso es que nadie pudo decir qué había sido de él; sólo esto: que encontraron un sombrero junto al estanque, bajo un espino que hay allí y todavía sigue hoy en día, y se pensó que se habría ahogado. Entonces le correspondió toda la herencia al hijo segundo matrimonio del señor Crowl, o sea al que tuvo con esta Madam Crowl que tanto ha vivido. Y el hijo de éste, o sea el nieto de la anciana señora, Mr. Chevenix Crowl, era el propietario de todos los bienes de la época en que yo estuve en Applewale.Relacionado con aquello había habido muchas habladurías, mucho tiempo antes de que mi tía se colocase allí, y éstas sugerían que la madrastra sabía mucho más del asunto de lo que parecía. Y también que sabía manejar a su esposo, al viejo señor Crowl, y sacar de él lo que deseaba con sus halagos y gramática parda. Pero como el niño no se le volvió a ver más, con el transcurso del tiempo las cosas se fueron borrando de la memoria de las gentes. Ahora os contaré lo que vi con mis propios ojos. Todavía no llevaba yo seis meses en la casa, cuando aquel invierno la anciana señora cogió su última enfermedad. El doctor tenía mucho miedo de que fuese a darle un ataque de locura, ya que le había dado una hacía quince años y la tuvieron que tener sujeta durante mucho tiempo con una camisa de fuerza, que era la misma de cuero que había visto yo en el armario trasero del cuarto de mi tía.Bueno, pues no le dio. Se consumió, se retorció, se fue yendo poquito a poco y bastante tranquila hasta un día o dos antes de pasar a mejor vida, en que se le ocurrió blasfemar y a veces soltar unos gritos que no parecían sino que la estuvieran cortando el cuello; también la daba por escaparse de la cama, y como no estaba lo bastante fuerte para andar, ni siquiera para tenerse en pie, se caía al suelo con sus viejas manos marchitas extendidas hacia adelante, y desde allí seguía pidiendo clemencia a gritos. Como os podéis figurar, yo no entraba para nada en la habitación, solía quedarme en la cama, temblando de miedo al oír sus gritos y pataleos. ¡Y gritaba unas palabras que ponían la carne de gallina!Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe no se apartaban de su lado. Pero, por fin, le vinieron los ataques, y éstos terminaron con su vida. El párroco estuvo allí y rezó por ella, pero ella dijo que no estaba para oraciones. Me figuro que, cuando lo dijo, sus motivos tendría, pero a nadie de los reunidos le pareció bien; y así fue como pasó definitivamente a mejor vida, todo se acabó, y la anciana Madam Crowl fue amortajada y metida dentro de la caja, y se avisó por escrito a Mr. Chevenix. Pero éste estaba entonces en Francia, y dado que la tardanza en regresar iba a ser tan grande, el párroco y el doctor se pusieron de acuerdo, conviniendo que no se la debía tener mucho tiempo sin enterrar; y al entierro no se atrevió a ir nadie más que ellos dos, junto con mi tía y el resto de nosotros, los de Applewale. De modo que a la vieja señora de Applewale la pusieron en la cripta que hay debajo de la iglesia de Lexhoe, y nosotras seguimos viviendo en la casa grande hasta que volviese el señor y nos dijera qué pensaba hacer con nosotras, nos pagase lo que le pareciese y nos despidiera si quería.A mí me trasladaron a otra habitación, dos puertas más allá de la que había sido de Madam Crowl antes de su muerte, y esto sucedió la noche antes de que llegase a Applewale Mr. Chevenix. El cuarto que yo habitaba ahora era grande y cuadrado, con las paredes de roble, pero sin más muebles que mi cama, que no era de cortina, y una silla y una mesa que no abultaban nada en una habitación tan grande. Y aquel enorme espejo donde se solía mirar y admirar de pies a cabeza la vieja señora, ahora que no servía para nada, lo habían quitado de allí y lo habían traído a mi cuarto, dejándolo apoyado contra la pared, pues habían tenido que mudar de sitio y quitar muchas cosas en su habitación, como os podéis figurar, cuando la metieron en la caja.Aquel día tuvimos la noticia de que Mr. Chevenix llegaría a Applewale a la mañana siguiente; y no era yo quien lo sentía, porque estaba segura de que me mandaría otra vez a casa, con mi madre. Y qué contenta me ponía al pensar en mi hogar, en mi hermana Janet, en el gatito y en las empanadas, en Trimmer y todo lo demás, sintiéndome tan feliz que no podía dormir. El reloj dio las doce, yo seguía completamente despierta, y el cuarto tan negro como la tinta. Mi posición era dando la espalda a la puerta y la cara a la pared de enfrente. Pues bien, no serían más de las doce y cuarto cuando, de pronto, veo una luz contra la pared frente a mí, como si hubiera algo encendido a mis espaldas; las sombras de la cama, de la silla y de mi vestido, colgado en el muro, bailoteaban arriba y abajo; rápidamente, giré la cabeza por encima del hombro, pensando que debía haber algo ardiendo allí detrás.Y lo que vi, ¡Virgen Santa!, fue la apariencia de la vieja bruja, adornado con sedas y terciopelos su cuerpo de muerta, sonriendo tontamente, los ojos tan abiertos como platos, y una cara como la del mismo demonio. Había una luz roja que salía de ella igual que un resplandor, como si sus vestidos estuvieran ardiendo. Venía derecho a mí con sus viejas manos sarmentosas engarfiadas, como si fuera a arañarme. Yo no podía ni moverme, pero ella pasó de largo, a mi lado, con una ráfaga de aire frío, y la vi llegar a la pared de enfrente, a la rinconera (como llamaba mi tía a aquel cuartucho), donde solían poner la cama de gala en los viejos tiempos, y allí en el fondo abrir una puerta y buscar a tientas con las manos algo que allá tenía que haber. Yo nunca había visto la puerta aquella, o no me había fijado. Luego se volvió hacia mí, como girando sobre un eje, se puso a hacer gestos y, de repente, ya estaba otra vez toda la habitación a oscuras y yo de pie en el rincón más alejado de la cama. Ni sé cómo llegué hasta allí, pero, por fin, recobré otra vez el habla y empecé a dar unos gritos horribles que resonaron por toda la galería y que casi arrancaron de cuajo la puerta de Mrs. Wyevern, asustándola tanto que estuvo a punto de perder el juicio.Os podéis figurar lo que dormiría yo en lo que quedó de noche; con el alba, bajé al cuarto de mi tía tan aprisa como pudieron llevarme mis piernas. Bueno, mi tía no me regañó ni me castigó, como temía, sino que me cogió de la mano y me estuvo mirando a la cara fijamente todo el tiempo. Me dijo que no tuviera miedo, y me preguntó:—¿Tenía la aparición una llave en la mano?—Sí —contesté teniendo que hacer un esfuerzo para acordarme—, una llave grande con un puño de bronce muy raro.—Aguarda un poco —me dijo, soltando mi mano y abriendo la puerta del parador—,¿era como ésta? —preguntó, sacando una y enseñándomela, mientras me lanzaba una extraña mirada.—Esa misma —respondí en seguida.—¿Estas segura? —dijo, y sentí como si fuera a marearme.—Bueno, niña, está bien —dijo en voz baja, y la guardó otra vez—. Hoy vendrá el señor en persona, antes de las doce, y le contarás todo lo que sabes; y como me figuro que pronto me despedirán, lo mejor que puedes hacer es volverte esta misma tarde a tu casa, yo te buscaré, cuando pueda, otro sitio para que trabajes.Como imaginaréis, escuché con gusto esas palabras. Mi tía empaquetó mis cosas y las tres libras que me debían, para que me lo llevase todo a casa, y el señor Crowl en persona llegó ese día a Applewale; era un hombre guapo, de unos treinta años de edad, a quien veía por segunda vez. Aunque ésta fue la primera que me dirigió la palabra. Mi tía estuvo hablando con él en el cuarto de llaves y no sé qué dirían. Yo estaba un poco cortada por la presencia del señor, un gran caballero de Lexhoe, y no atrevía a hablar si no me preguntaban. Él me dijo, sonriendo:—¿Qué es lo que viste, guapa? Tuvo que ser un sueño, pues ya sabes que esas cosas no existen en el mundo. Pero sea lo que fuere, jovencita, te vas a sentar y nos vas a contar todo lo que sabes del principio al fin.Bien, cuando terminé de contarlo, quedó pensando un rato y luego dijo a mi tía:—Conozco bien el sitio. En tiempos del viejo sir Oliver, el cojo Wyndel me dijo una vez que había una puerta en esa especie de nicho, a la izquierda, precisamente en el sitio donde soñó la chica que se dirigía mi abuela. Él tenía más de ochenta años cuando me lo dijo, y yo era sólo un chiquillo. De esto hace veinte años. Antiguamente, antes de que construyeran la caja de caudales que hay ahora en el salón de los tapices, se solían guardar allí los cubiertos y las joyas. Me contó el cojo que la llave tenía una empuñadura de bronce, y ésta dice usted que la ha encontrado en la caja de los abanicos de mi abuela. Ahora bien, ¿no tendría gracia que encontrásemos allí algunas cucharillas o diamantes olvidados? Tú sube con nosotros, mocita, y nos señalarás el sitio exacto.A mí, en cambio, aquello no me hacía gracia alguna, y tenía el corazón en la boca, así que en cuanto entré en la espantosa habitación, me cogí de la mano de mi tía y les explique cómo había ocurrido la aparición de la vieja señora, cómo pasó de largo junto a mí y el sitio donde se puso y dónde pareció abrirse la puerta.Había una viejo armario vacío en la pared y, al correrlo, encontramos en el artesonado señales de una puerta, con una cerradura atascada con tacos de madera, tan cepillada y pintada que no se la distiguía del resto, ya que tenía todas las juntas rellenas de masilla del mismo color del roble; y, si no hubiera sido por los goznes, que sí se notaban, nunca se nos hubiera ocurrido imaginar que existía cuando corrimos el armario.—¡Ah! —dijo él, con una rara sonrisa—. Ésta parece que es.Tardó unos cuantos minutos en sacar el tarugo de madera de la cerradura, con ayuda de un pequeño formón y un escoplo. La llave agarró y, haciéndola girar con fuerza, el pestillo se corrió rechinando terriblemente, empujó él la puerta y ésta se abrió. Allí dentro había otra puerta más, todavía más extraña que la primera, pero la cerradura estaba quitada y se abrió fácilmente. Daba a un cuartito pequeñísimo, con su bóveda y sus paredes de ladrillo; no pudimos ver lo que había dentro, pues aquello estaba negro como boca de lobo. Mi tía encendió una vela y el señor Crowl la cogió y entró. Ella se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de éste, yo no vi nada.—¡Ah! ¡Ah! —dijo el señor, dando un paso atrás—. ¿Qué es eso? ¡Rápido, tráigame una atizador! —dijo a mi tía. Y cuando ella se dirigió a la chimenea a cogerlo, yo miré junto al brazo de él, y vi acurrucado en el suelo, en el rincón del fondo, un mono o algo parecido, con todo el pecho desollado, una cosa de lo más arrugada, marchita y seca que he visto en mi vida.—¡Virgen Santa! —dijo mi tía, mirando por encima del hombro del señor Crowl y viendo la nada agradable cosa, al darle el atizador—. ¡Tenga, señor, cuidado con lo que hace! Salgamos y cierre bien la puerta.Pero él, en lugar de hacerle caso, avanzó con cuidado, con el atizador cogido como si fuera una espada, y dio a la cosa un golpecito con el hierro, ésta se vino abajo, con su cabeza y todo, y quedó convertida en un montón de huesos y polvo, poco más de un puñado. Eran los huesos de un niño; todo lo demás se deshizo con sólo tocarlo. Quedaron callados durante un rato, él estuvo dándole vueltas a la calavera que había en el suelo. A pesar de ser entonces yo muy joven, creo que sabía bastante bien en qué estaban pensando.—¡Un gato muerto! —dijo él, empujándome hacia afuera, soplando la vela y cerrando la puerta—. Volveremos usted y yo, Mrs. Shutters, y miraremos luego por las estanterías. Tengo antes otros asuntos que tratar con usted. Esta chica que regrese a su casa, ya lo sabe usted. Se le ha pagado lo que se le debía, además yo le haré un regalo —dijo, dándome golpecitos en el hombro con una mano.Me dio nada menos que una libra entera, me fui a Lexhoe cosa de una hora después, luego a casa en la diligencia, ¡y poco contenta que me vi de encontrarme en mi hogar otra vez! Nunca más volví a ver a la anciana Madam Crowl de Applewale, gracias a Dios, ni en aparición ni en sueño. Pero, cuando crecí y me hice mujer hecha y derecha, mi tía pasó una vez un día y una noche conmigo en Littleham, y me contó que no había duda de que aquel pobre niño que decían que se había perdido hacía tanto tiempo, lo había encerrado aquella maldita bruja, hasta que murió en ese cuarto oscuro, desde donde no se podían oír sus gritos, sus ruegos o sus golpes, y que ella misma dejó su sombrero a la orilla del agua para hacer creer que se había ahogado. Los trajes, con sólo tocarlos, se convirtieron en polvillo fino en la celda donde se encontraron los huesos. Pero había un puñado de botones de azabache y una navaja con mango verde, junto con un par de peniques que la pobre criatura llevaba, sin duda, en los bolsillos cuando lo encerraron allí y vio la luz por última vez. Y entre los papeles del señor Crowl existía una copia del anuncio que habían puesto cuando se perdió el niño, en el cual decía el señor anterior que, a su juicio, la criatura debía de haberse escapado o que si no, tal vez, lo habrían robado unos gitanos; y también que el niño llevaba una navajita con el mango verde, y que todos los botones de sus traje eran azabache. Esto es todo lo que os sé decir en relación a la anciana Madam Crowl de Applewale House.